La proliferación de candidaturas y el camino estrecho del progresismo

por Gonzalo Martner

La democracia se alimenta de la diversidad y del debate contradictorio, sin los cuales pierde vitalidad y, en el límite, su propio sentido. No obstante, dado que el espacio político se estructura en campos definidos por ideas e imaginarios y por la representación de intereses de los grupos sociales principales, su dispersión y fragmentación impide hacer emerger direcciones coherentes de funcionamiento de las instituciones políticas, de la economía y de la sociedad.

Esto no beneficia a las mayorías pero se traduce, a la postre, en consolidar el poder económico y a las minorías oligárquicas, que suelen promover esa dispersión para limitar la fortaleza de la democracia y de la acción pública para regularlos y someterlos al interés general. Buscan fortalecer la institucionalidad del orden y del statu quo para mantener y ampliar su poder, en detrimento de los intereses de los que viven de su trabajo y de la capacidad social de actuar contra la desigualdad y la inequidad de género y en favor de las minorías discriminadas y de las actuales y nuevas generaciones amenazadas por la depredación ambiental.

La dinámica democrática transcurre hoy, dadas estas circunstancias, por un camino estrecho entre pluralidad y debate necesario, por un lado, y dispersión inconducente, por el otro. Ese camino se debe procurar recorrer con sabiduría colectiva, en el sentido de perseguir objetivos factibles con medios que permitan alcanzarlos, lo que no es nada fácil en tiempos signados por las subjetividades cortoplacistas y los intereses de grupo.

Esto implica no consagrar fracturas entre las tres vertientes del campo progresista, llamados a constituir coaliciones electorales y de gobierno: un centro pragmático que tiene una adhesión en el votante medio y tiende a adaptarse al poder económico, aunque está dispuesto a diversos cambios democráticos y equitativos; una izquierda que promueve cambios estructurales que hagan reales los derechos fundamentales y la desmercantilización de esos derechos siguiendo el principio de mayoría con respeto de las minorías; y, por último, una izquierda que mantiene concepciones estatalistas y que no rompe del todo con la intolerancia y el autoritarismo que nace de la radicalización de «la lucha contra los enemigos del pueblo», que en el extremo son todos los distintos a los propios. Aunque es preferible que prevalezcan las dos primeras desde el ángulo de la salud democrática y la prosperidad económica, las tres vertientes se necesitan para obtener mayorías electorales y una participación popular suficiente en los procesos políticos. Por ello deben pactar sus diferencias, si el objetivo común es hacer avanzar procesos de cambio capaces de obtener resultados de bienestar equitativo y sostenible que sean una alternativa visible y convocante ante la derecha conservadora y su defensa de los privilegios oligárquicos.

También implica aminorar, deliberando y pactando, las fracturas en otro eje, el que diferencia la búsqueda de popularidad inmediata ante problemas complejos, con respuestas simples para recoger descontentos y resentimientos de toda índole pero que suelen terminar en incoherencias o en retrocesos, en contraste con la voluntad de avanzar mediante soluciones factibles hacia una estructura democrática y social de prosperidad estable y compartida, ambientalmente sostenible y culturalmente diversa.

Habida cuenta que con el Partido Comunista se produce una concordancia en hacer avanzar los derechos democráticos y sociales, pero que también existe una discrepancia por su alineación internacional que expresa una potencial diferencia de concepción de la democracia, que es de esperar no se profundice, ¿qué diferencia sustancial se puede diagnosticar en el resto de la izquierda democrática y social, empezando por socialistas y pepedés, y también frenteamplistas, radicales, regionalistas y socialcristianos progresistas que no adhieren al inmovilismo adaptativo de centro?

Lo que los separa, además de las diferencias en estilos y en parte en programas, es la inercia de la pertenencia grupal. Comparten en buena medida valores y rasgos de proyectos de sociedad futura, aunque con ritmos y acentos distintos. Las mismas diferencias e incertidumbres que se expresan entre ellos, propias de la diversidad de las agrupaciones humanas que se proponen el cambio social en un mundo crecientemente convulso e incierto, se encuentran en su interior.

Lo que ha ido impidiendo convergencias es la persistencia de la acción de personas y grupos que se orientan preferentemente a maximizar su poder específico, pero que no tienen mayor apego por los proyectos colectivos amplios y diversos y por la construcción de mayorías. La fragmentación actual del progresismo se explica por esa creciente falta de apego en tiempos de individualismo, de defensas corporativas estrechas y de clientelismo. Además, se está lejos del ideal de combinar en la selección y renovación de liderazgos y equipos dirigentes a distintas generaciones en base a su competencia, racionalidad, diversidad social, de género y territorial.

Es de esperar que las disputas entre los grupos de poder no lleven a catástrofes. En especial, la primaria que se perfila en el campo progresista, que debiera incluir desde el PC hasta la DC frente al peligro de regresión democrática y social, está expresando una dispersión notoria de la izquierda no comunista, mientras no incluye al mundo socialcristiano, parte del cual está privilegiando exclusiones de otra época. La proliferación de candidaturas en la primaria disminuye la elegibilidad de los liderazgos de más experiencia y capacidad de articulación entre la izquierda y el centro, y aumenta la de aquellos con menos posibilidades de convocar de manera amplia contra la derecha y la extrema derecha en la primera vuelta. Esto se podría traducir en que ningún liderazgo progresista pase a la segunda vuelta presidencial.

En efecto, el campo progresista está, por diversas causas, en retroceso desde su derrota constitucional de 2022, en manos de una derecha y una ultraderecha cada vez más radicalizadas, aunque también estén aquejadas por el virus de la dispersión. Estamos aún en medio de la vuelta de péndulo que ha seguido a la rebelión social inorgánica de 2019 y que no termina de expandirse. Esta rebelión expresó el fracaso de las instituciones híbridas de la transición para canalizar la dinámica política y social. Pero, a su vez, las demandas de cambio de la sociedad no fueron conducidas a buen puerto por las nuevas representaciones políticas que reemplazaron -legítimamente- a las conducciones tradicionales. 

Como los resultados del gobierno de Gabriel Boric son percibidos como frustrantes en diversos ámbitos y brillan por su ausencia propuestas audaces hacia el futuro en materia de empleo y crecimiento integrador y sostenible, de reforma a la salud, a las relaciones laborales, a la protección social, al cuidado, a las políticas de vivienda y urbanismo, entre otros temas en los que el actual gobierno no logró avanzar mucho, se sigue exacerbando el descontento que hoy recoge la extrema derecha, a la que le bastan las banderas del miedo a la delincuencia y a la inmigración en las que, por lo demás, no tiene competencia viable. Si no quiere fracasar, el progresismo debe actuar unido para cambiar la agenda pública y ampliar sus propuestas de futuro, que es lo que se juega en una elección presidencial. Más vale no olvidarlo.

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