Este 19 de julio se cumplieron 45 años de la revolución popular sandinista. Fue un día de recuerdos y tristeza. Me acordé de los diez años de lucha y felicidad que viví en Nicaragua, pero también de los dolores que sufren mis amigos, algunos desterrados y otros que se ven obligados a permanecer en silencio.
La revolución popular sandinista, que asumió el gobierno en julio de 1979, abrió un camino de esperanza en favor de la justicia social para el pueblo nicaragüense. Se convirtió, además, en un referente político de las luchas democráticas de América Latina, región aplastada en esos años por dictaduras militares oprobiosas. La voluntad democrática del sandinismo quedó de manifiesto con la entrega del poder a doña Violeta Chamorro, luego que el sandinismo perdiera las elecciones, a comienzos de 1990.
Revolución y democracia era precisamente lo que defendimos en Chile, durante los mil días del gobierno Salvador Allende. Y, en Nicaragua, nos sentíamos representados. Sandino y Allende estrechaban sus manos. Transformaciones en favor de las mayorías y democracia eran posibles.
Sin embargo, Daniel Ortega, acompañado por Rosario Murillo, traicionaron el sandinismo y a sus compañeros de lucha. Han utilizado el gobierno para imponer un control totalitario sobre el pueblo nicaragüense y también para enriquecer a su familia,
Ortega renunció al proyecto popular y democrático que iniciara la gesta heroica del general Sandino y su irrefrenable pasión por el poder lo convirtió en dictador.
Luego de ser elegido presidente a fines del 2006, desplegó una maquiavélica estrategia para controlar todas las instituciones del Estado. Para ello, no tuvo escrúpulos en pactar con el partido liberal somocista, que encabezaba Arnoldo Alemán.
Daniel Ortega, además, estableció una alianza con el Consejo Superior de la empresa privada (COSEP), respaldado por el FMI y el Banco Mundial. Al mismo tiempo, recibió el apoyo de los Estados Unidos, a cambio del control de los migrantes y, una presencia activa de la DEA, para garantizar el freno al tráfico de droga por territorio nicaragüense. También recibió el apoyo de la Iglesia católica gracias al compromiso de asegurar por ley la prohibición de la interrupción voluntaria del embarazo, incluso en casos de violación.
Todas esas alianzas y, muy especialmente, con el liberalismo somocista, le otorgaron a Ortega la fuerza suficiente para expulsar de la Asamblea Nacional (Parlamento) a los partidos opositores (incluido el sandinismo disidente), para luego apropiarse de todas las instituciones republicanas y, muy especialmente, el poder judicial y el electoral.
Así, las cosas, los Ortega-Murillo acumularon el poder total, colocando a sus hijos, amigos y aduladores en puestos claves. Ello les permitió también implementar una reforma constitucional para asegurar a Ortega la reelección perpetua.
En esas condiciones era inevitable que naciera la insurgencia, la que explotó a mediados de 2018. La chispa que encendió la pradera fue una reforma que aumentaba las contribuciones de trabajadores y empleadores al seguro social y, al mismo tiempo, reducía las pensiones a los jubilados.
Pero ese hecho fue sólo el desencadenante de la crisis, porque estaba latente en la sociedad una acumulada indignación de abusos, corrupciones y arbitrariedades de los Ortega-Murillo. Explotaba así el reclamo contra la concentración de poder en manos del matrimonio, así como la delegación dinástica de cargos y negocios en sus hijos, lo que resultaba insoportable para el pueblo nicaragüense y recordaba los tiempos de la dictadura somocista.
Doce años de autoritarismo, con intolerables agravios, desatan un levantamiento popular en Nicaragua sólo comparable con las heroicas luchas callejeras en la época del somocismo.
Un mes de valientes protestas dieron por resultado más de 300 muertos, junto a miles de heridos, desaparecidos y torturados. La represión policial y de bandas parapoliciales fue la respuesta del régimen a las demandas ciudadanas contra la arbitrariedad, el robo y la corrupción.
Esa experiencia dramática y dolorosa hace cambiar las cosas en el país.
La élite empresarial, después, se dio cuenta que el gobierno ya no garantizaba seguridad económica para sus inversiones, mientras el monopolio político de las instituciones estatales tampoco le daba estabilidad al país. El sector privado llegó a la conclusión que la hermandad de diez años con el gobierno ya no le servía, había hecho agua. Y terminó con su apoyo al gobierno.
Por otra parte, la Iglesia, aliada al gobierno en temas valóricos, se distancia radicalmente del gobierno y se convierte en referente fundamental de seguridad y defensa de los derechos humanos.
Finalmente, el gobierno norteamericano, que había sido un verdadero socio de Ortega, no pudo resistir la presión internacional por los derechos humanos y se vio obligado manifestar su rechazo a las medidas represivas del régimen.
La protesta había sido vigorosa, pero decayó con la crisis sanitaria de la Covid-19, lo que dio cierto respiro al régimen de los Ortega-Murillo. El gobierno retomó la ofensiva y aprovecho para impulsar una legislación que castigara duramente la disidencia y reprimiera cualquier acto de protesta.
En tales condiciones, Ortega y su esposa, Rosario Murillo, con el control del Tribunal Supremo Electoral, obtuvo un holgado triunfo en las elecciones de noviembre del año 2021 y a partir de ese momento, la represión se hace insoportable.
El régimen encarceló a destacadas figuras políticas democráticas, que habían intentado desafiar electoralmente al dictador, a los que también se agregaron sacerdotes y dirigentes sociales defensores de los derechos humanos.
La traición de Ortega a la democracia se extendió a sus propios compañeros.
Envió a prisión a militantes revolucionarios del sandinismo histórico, como el exvicecanciller, Hugo Tinoco, y los comandantes Hugo Torres (quien falleció en la cárcel) y Dora María Téllez.
Obligó al exilio a los destacados escritores Sergio Ramírez y Gioconda Veliz; y, también, al comandante de la revolución, Luis Carrión, a los hermanos y artistas Mejía Godoy, y al ex director del diario Barricada, Carlos Fernando Chamorro. Estos son los nombres más conocidos; pero, en realidad, las cárceles se atiborraron de presos.
La presión internacional obligó a Ortega a liberar a la mayor parte de los presos políticos; pero, en su maldad infinita, los expulsó del país, les quitó la nacionalidad y se apropió de sus bienes. Fue, en realidad, un acto de odio y venganza, que ha recibido un repudio mundial.
Junto a la represión y expulsión del país de sus propios ciudadanos, la dictadura ha cerrado universidades, expulsado sacerdotes, eliminado y expropiado los bienes de miles de ONGs, las que en tiempos de la revolución fueron un apoyo incondicional al gobierno sandinista. Nicaragua vive hoy un infierno, con la consolidación del régimen totalitario.
La revolución sandinista, que parecía inaugurar un nuevo camino para la izquierda mundial, ha terminado en una tragedia.
Ortega ya no es sandinista. Es un dictador reaccionario. Su traición ensucia las banderas rojinegras, democráticas y progresistas del FSLN, de los años ochenta. Terminará, como Somoza, en el basurero de la historia.