A través de doce cuentos, la escritora argentina da a conocer particulares espacios plenos de inconformismo, oscuridad y desilusión.
No es fácil meterse en el mundo de Mariana Enríquez (1973, Buenos Aires) y menos penetrar en esa mirada incandescente que tiene para relatar y hundirse en el submundo de sus personajes. Publicado en 2016 y con 31 ediciones a la fecha, “Las cosas que perdimos en el fuego” muestra una abundante versatilidad, donde la narradora termina siempre en rincones oscuros, sitios gobernados por la penumbra. Varios cuentos del libro que me llamaron la atención y me gustaría destacar dos de ellos:
El primero es “El chico sucio”, posiblemente el más completo y profundo del volumen, el retrato de la relación que establece una mujer, que vive en el barrio Constitución de Buenos Aires, con niño de la calle. La relación no es simple, está llena de recovecos por el abandono, porque la protagonista quiere rescatarlo de su madre, pero no puede y el destino siempre puede jugar malas pasadas. Enríquez toma el drama en carne propia y se involucra de manera profunda con el mundo perdido de la calle, donde muchas veces, más allá de mugre, colchones, frazadas y droga, no existe el mañana y las vidas valen menos que un vaso de agua. La narradora se involucra en la historia desde el punto de vista maternal de la situación, la falta de afecto, y analiza el tema de la adopción como un asunto inmediato, pero no como una verdadera solución a los conflictos de fondo.
El segundo de los relatos que quiero destacar es “La casa de Adela”, donde unos niños se hacen amigos de una pequeña que nació con malformaciones en su cuerpo. En ese cuento la escritora argentina se mete de lleno en una historia de terror, en una casa embrujada que los protagonistas visitan. Mariana construye un relato entretenido, lleno de matices con secuencias que recuerdan mundos infantiles, propios de tiempos en los que todos éramos inocentes y libres:
“Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas. Ahora Pablo y Adela –pero sobre todo Adela – contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una tarde, parecieron sorprendidos, se miraron”.
La presencia de la casa embrujada hace que los protagonistas recorran todos sus miedos hasta llegar a un desenlace inesperado. La historia podría haber sido una de las clásicas de terror, pero en ella Enríquez marca la diferencia y hace que los ingredientes se combinen de manera precisa, logrando un resultado estremecedor.
Otro de los detalles relevantes de este premiado libro es la variedad de escenarios por los que transita. En ellos predominan el desamor, la pasión, las rarezas. El mundo para Mariana Enríquez es siempre hostil con claras señales de inconformismo. La figura masculina en sus historias está disminuida. Los hombres son, en general, seres pusilánimes, con poco brillo, depresivos o problemáticos; no existe en ellos una personalidad resolutiva o paternalista. La mayoría de las veces actúan como víctimas del destino como lo demuestran los cuentos “Tela de araña” y “Verde, rojo, anaranjado”, por mencionar algunos de ellos.
Como nada es lo que parece, para Enríquez lo cotidiano se convierte en pesadilla, muchas veces perturbando en extremo al lector con cuentos tan aterradores como “El patio del vecino”, donde las sospechas de la protagonista se convierten en una realidad monstruosa y no en un mal sueño como ella quiere creer. La autenticidad de la autora llama la atención, pasando en este libro de doce relatos por el realismo sucio, el terror, la novela negra, el humor y también la belleza. Me atrevería a aventurar que Enríquez, a diferencia de muchos escritores de su generación, reúne todo eso y más para construir un estilo particular y personal que hace que sus textos deslumbren de manera singular. No por nada ganó con este libro, a principios de 2017, el Premio Ciutat de Barcelona en la categoría de literatura castellana. Además, la obra obtuvo el tercer lugar en el Premio Nacional de Letras de Argentina en la categoría «Cuento y Relato».