Hasta el momento en que escribo estas líneas, no se había sellado el acuerdo por un nuevo proceso constituyente. Estamos cerca, se escuchaba en las noticias, en sus más diversas vocerías. Pero aún se oían, también, aquellos que proclamaban la intransigencia de los negociadores: la derecha, acusando a la izquierda de no ceder en su propuesta de una convención 100% electa; e implícitamente, auto acusándose, al afirmar que ellos no transarán en el carácter mixto de la misma o, todavía mejor, enteramente designada por el congreso. El escenario así descrito solo puede dilucidarse desde una reflexión en torno a las posibilidades de la política.
¿Negociar es sinónimo de capitulación? ¿La negociación es un anatema que desnaturaliza la política y traiciona los principios, cualesquiera estos sean? La lectura del actual proceso de conversaciones entre la coalición oficialista y Chile Vamos y las conclusiones que del eventual (y deseable) acuerdo se realicen, podrán abrir o cerrar el camino para alcanzar consensos mayores acerca de la estabilidad política necesaria para que nuestro país recupere la capacidad de mirar hacia adelante. El corazón del problema lo ha planteado el presidente Boric con mucha prudencia y energía. En el discurso para promulgar la ley de presupuesto 2023, hizo notar varios puntos de interés. En primer lugar, señaló la urgencia y pertinencia de lograr un acuerdo y, por sobre todo, alcanzar un nuevo pacto constitucional que resuelva los problemas estructurales del actual sistema político chileno. “No podemos seguir dilatando más la discusión constituyente. Nuestra patria, nuestros ciudadanos, requieren certezas, y la verdad es que la negociación constitucional entre los partidos se está extendiendo más de la cuenta”, señaló llamando a los actores políticos a apurar el acuerdo constitucional. Dicho de otra forma, el presidente convocaba a los parlamentarios y dirigentes de los principales partidos políticos a honrar la política, y darle profundidad a un ejercicio social básico para lograr un marco razonable de convivencia en una sociedad crecientemente diferenciada, que no es otro que definir reglas comunes para todos y, ojalá, establecidas con mecanismos democráticos. En nuestro caso, con un acuerdo marco suscrito por las mayorías políticas del país. Cuando el presidente les recuerda la urgencia, intenta que no se olvide la crisis subyacente en la sociedad chilena, evidenciada en el estallido, más o menos escamoteada por la pandemia y, ahora, por las urgencias económicas. Si los y las dirigentes de nuestros principales partidos políticos son capaces de alcanzar un consenso, darían cuenta de calidad política, para la cual es fundamental que ellas y ellos se vean a sí mismos como portadores de esos atributos.
Ahora bien, ¿qué pasa con nuestros principios, con nuestras convicciones, con aquellas promesas que una y otra vez nos convocaron a la escena pública? Muchos se estarán haciendo la siguiente pregunta: ¿tiene sentido un acuerdo que, por así decirlo, “traicione los ideales” por los que durante tanto tiempo cada uno ha luchado? El presidente, en su conciencia y comprensión de la realidad, ha respondido esta pregunta y lo ha hecho con claridad: “por sentido de responsabilidad para tener un nuevo pacto social para todos quienes hicieron campaña pidiendo una nueva Constitución, les digo: no podemos seguir esperando”. Y agregó con convicción: “como Presidente de la República, tengo la convicción que es preferible un acuerdo imperfecto que no tener acuerdo”. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso el presidente se olvidó de sus convicciones? Ya más de alguien afirmará esto, pero lo uno no se sigue de lo otro. Lo que el presidente realmente está haciendo es un acto de política mayor. Probablemente, él sabe que, para sus seguidores e incluso para él mismo, una convención 100% electa es una señal democrática potente. Sin embargo, un proceso de elección mixta, donde se combina la voluntad popular y el ejercicio democrático de un órgano elegido, a su vez, democráticamente, no es lo contrario al 100% de electos.
Lo contrario sería lo que hizo Pinochet al designar una comisión de nueve personas, con cero representación de las diversas fuerzas políticas que, por esos años, estaban prohibidas y eran perseguidas hasta el exterminio. Ese es el opuesto a la convención 100% electa. Algo parecido podría ser, también, que el parlamento designe a todos los convencionales, pero no sería equivalente a lo que hizo la dictadura porque el parlamento tiene credenciales democráticas. Podrá tener sesgos oligárquicos, pero no carece de valor democrático. Entonces, siendo la convención mixta un punto intermedio entre dos visiones que se postulan con igualdad de derechos y respaldos populares, pero que no conversan entre sí, lograrlo sería el triunfo de la política.
Un amigo que sabe mucho de estos temas (por algo ha estudiado largamente las historias) me comentaba a propósito de estas discusiones que, de cierta forma, en este escenario se hace necesario distinguir entre utopía y política, dos dimensiones que, por momentos, han resultado contrapuestas en la práctica de la izquierda chilena. (Y posiblemente de la derecha también; si no, ¿cómo se explica su apoyo irrestricto a la dictadura de Pinochet y su legado durante 20 o 30 años?). Para hacer política se necesita la flexibilidad de la que, por definición, carece la utopía. Si la imaginación política está capturada por la utopía, el desarrollo de las confrontaciones políticas solo puede conducir a la tragedia, al conflicto de suma cero, a la aniquilación del otro, aunque aquello sea casi siempre transitorio. Y esto por una razón muy simple: la utopía supone que “yo sé cuál es la verdad”, por lo tanto, lo que viene del otro lado es necesariamente falso.
De alguna forma, esa distinción me recuerda un interesante análisis que propone Umberto Eco sobre los fundamentalismos e integrismos, asociados a la intolerancia: “Fundamentalismo -según el autor- e integrismo suelen considerarse dos conceptos estrechamente ligados y las dos formas más evidentes de intolerancia”. Y, aunque reconociendo que eso es así a menudo, hace una distinción importante: mientras el fundamentalismo es históricamente una posición frente a cómo leer los libros sagrados, el integrismo es la transformación de esas interpretaciones en obligación de vida para los demás. Algo similar podría ocurrir con las utopías en la medida que se interpretan de modo integrista, es decir, como forma de imponer (y no negociar) su visión en toda la sociedad. La intolerancia, sin embargo, según Eco, es algo distinto: “tiene raíces biológicas, se manifiesta entre los animales como territorialidad, se basa en reacciones emotivas a menudo superficiales: no soportamos a los que son diferentes”. Por esta razón, afirma Eco, a los niños los educamos en la tolerancia del mismo modo que lo hacemos en el respeto por la propiedad ajena o por el control de los esfínteres. El tema importante es que, a diferencia de los esfínteres, que se aprenden para siempre, la tolerancia requiere educación permanente. El único modo de no quedar cautivos, entonces, de nuestros fundamentalismos, es no desarrollarlos bajo la forma de integrismos (creer que debemos obligar a todos a vivir de cierta forma), y reforzar el ejercicio de la tolerancia adulta.
Si nuestras mujeres y hombres que están en las conversaciones políticas hacen gala de sus atributos de tolerancia y ponen sobre la mesa sus convicciones, pero lejos del integrismo, tendremos posibilidades de lograr un acuerdo que, como dijo el presidente, tal vez no sea perfecto, pero sí será un acuerdo posible. Y lo habrán logrado sin capitulación de los principios, sino como el arte de negociar, o sea, como si fueran grandes líderes políticos