Páginas Marcadas de Antonio Ostornol ¿El retiro o la retirada?

por La Nueva Mirada

Más allá de la crisis, el tercer retiro puso en evidencia la crisis de las estrategias de obstrucción y veto a los cambios que la derecha implementó en Chile desde el noventa en adelante. ¿Será que en vez del tercer retiro estemos entrando a un tiempo de retirada de la vieja derecha?

Y hubo tercer retiro y una bochornosa derrota del Presidente. Durante mucho tiempo, décadas incluso, observamos bastante impertérritos el ejercicio de la obstrucción y el veto sistemático de la derecha política (pinochetista, al principio; luego, camaleónicamente, centroderecha) a los cambios que, una vez recuperada la democracia, la ciudadanía iba reclamando. Sobrerrepresentada en el parlamento (primero, con los senadores designados y el vitalicio; luego, con el candado del binominal), hizo siempre todo lo necesario para impedir que nuestro sistema político evolucionara hacia una democracia más representativa y más justa. Fue la estrategia diseñada por los asesores de la dictadura y aplicada con rigurosidad desde el noventa en adelante. Los ejemplos sobran, son muchos. Se me vienen a la memoria algunos de los más emblemáticos: leyes de divorcio y despenalización del aborto, fin a la inamovilidad de los comandantes en jefe, cambio del sistema electoral, reformas para des municipalizar la educación, ajustes o supresión del Tribunal constitucional. Fueron años en que los sucesivos gobiernos de las mayorías presentaban los proyectos por los cuales había votado la ciudadanía, y la derecha los demoraba, impedía o desnaturalizaba. Un amigo abogado, cuando estábamos a punto de que se aprobara la ley de divorcio, recomendaba anular rápidamente los matrimonios, porque la nueva ley había quedado tan barroca, que sería mucho más fácil proceder con el viejo y eufemístico sistema de las nulidades.

Sé que esto es historia vieja y sabida, pero la traigo a colación porque la crisis social y política en que se ha situado el país desde hace un par de años, no es ajena a esta práctica. Lo que hemos visto durante las últimas semanas, con el gobierno resistiéndose hasta el final a aceptar la necesidad de cambiar, evidencia una lógica que rige la acción de la derecha desde los inicios de la nueva democracia. Impedir a cualquier precio los cambios, especialmente aquellos que democratizan la sociedad y valoran la libertad de las personas, transformó al sistema político institucional chileno en una verdadera olla a presión, que frustró las expectativas de muchas personas e impuso en ámbitos muy cruciales de nuestra vida social la voluntad de la minoría. Cada día era más evidente que nuestro sistema reclamaba a gritos un cambio. Las elecciones populares lo eran cada vez menos y se involucraba apenas la mitad de los chilenos con derecho a voto. Eso, inevitablemente, hacía que los elegidos fueran crecientemente menos representativos y que, por lo tanto, las instituciones perdieran valor y respeto. Por lo mismo, es comprensible que mucha gente se sintiera desafectada del sistema político, si en este las minorías imponían su conservadurismo patológico y se negaban los mecanismos básicos para cambiar en un marco democrático. Me parece que este punto hoy es bastante indiscutible y, aunque sea odioso recordarlo, creo que hay que insistir en él. De lo contrario, las responsabilidades políticas quedan difuminadas en medio de las consignas simplistas de la “guerra a los políticos”, que no es otra cosa que cumplir el gran deseo de la dictadura: borrar la política y a los políticos de la escena nacional.

¿Los partidos que gobernaron la mayoría de estos años también tuvieron responsabilidad? Por supuesto que sí. Pero son responsabilidades de otro orden e intentar homologarlas a las de la derecha política, suena injusto. Los gobiernos de la Concertación tenían que lidiar con el desarrollo del país, intentar recuperar todo lo perdido durante la dictadura, ampliar el registro de las libertades personales, culturales y sociales y, al mismo tiempo, lograr la estabilidad que permitiera el crecimiento y el logro de las metas de gobierno. Es probable que la gestión del gobierno haya absorbido o desnaturalizado la función de sus propios partidos, transformándolos cada vez más en máquinas electorales y gestores del estado, en vez de vasos comunicantes entre la ciudadanía y el gobierno. La denuncia de los amarres de la dictadura y las campañas públicas contra las ataduras que la constitución del 80 había establecido, probablemente debieron haber sido puntos centrales de la agenda permanente de los partidos de la Concertación. En este sentido –ya sea por incapacidad, acomodo o inercia-, los partidos muy rápidamente se redujeron a la gestión política en el parlamento y disminuyeron significativamente su presencia en las organizaciones de la sociedad. Un vínculo más directo de los partidos con la ciudadanía habría permitido –posiblemente- generar más fuerza política para asegurar que la voluntad de la mayoría se transformará en cambios institucionales más determinantes. Esta responsabilidad, creo, obedece más al estrés de ser gobiernos que a una estrategia claramente definida. Incluso más, es posible que durante esos años ni siquiera hubiese habido una estrategia política de largo plazo y la mirada haya estado mucho más centrada en el día a día y en la contingencia. En la derecha, en cambio, el inmovilismo institucional era su estrategia de poder o, mejor dicho, de conservación del poder, aunque no fuera mayoría.

El año pasado comenté el libro Desigualdad de Nicolás Eyzaguirre, donde propone la teoría del carácter oligárquico de la derecha como principal obstáculo para el desarrollo chileno a lo largo de la historia, producto de su endémica tendencia a no compartir nada de su poder ni de su riqueza. Desde la historia económica, la teoría pareciera tener mucho sustento. Desde el sentido común, al parecer, se confirma. Es habitual escuchar entre nosotros las frases que apuntan a que, en definitiva, siempre los mismos tienen la sartén por el mango. Esta idea, sin ir más lejos, es el eje articulador de la interesantísima última novela del español Javier Cercas, Independencia (Tusquets, 2020), donde un personaje (perteneciente a la más alta alcurnia catalana) que, como buen español habla clarito, cuando le explica a un periodista extranjero que ellos no pueden tener ideales y este le pregunta a quienes se refiere, responde con total desparpajo y sorpresa: “¿A quién me voy a referir? […] A nosotros. A los que mandamos. A los que tenemos el dinero y el poder, suponiendo que sean dos cosas distintas. Y me temo que la convicción de quienes están hoy en el gobierno es muy parecida. Los acontecimientos ocurridos en torno al “tercer retiro” (derrota en toda la línea del gobierno) es una señal de la tozudez de la derecha que está ejerciendo el gobierno, que insistió hasta el límite de lo imposible, con una tesis que ni siquiera sus partidarios compartían. Me queda la sensación de que hay una especie de negación absoluta a la posibilidad de perder y quedar derrotados. Y mucho peor, a no tener la razón. En alguna parte de esta derecha, se creen que son los únicos con derecho a gobernar.

Pero en una sociedad del siglo XXI, más diversa, más comunicada, más horizontal, la pose aristocrática está devaluada. En las condiciones actuales, hay que negociar. Y negociar implica ceder, aceptar que el otro tiene alguna razón, creer que es posible estar equivocado y que cualquier receta que haya aprendido, aunque haya sido en la más prestigiosa universidad del norte, puede y debe ser reformulada. Pero claro, esta reformulación no puede hacerse en la torre de cristal, sino sentándose en la mesa con todos los otros, los diferentes. Entonces, desde el diálogo respetuoso con los adversarios, se podría construir un lugar común.

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