Perder el miedo a la verdad: la llamada de Leila Guerriero

por Antonio Ostornol

Hace un par de meses terminé de leer el libro La llamada (Anagrama, 2024), de Leila Guerriero. ¿De qué se trata este libro? Es difícil definirlo. Trae un subtítulo: “Un retrato”. Y en un sentido inicial, de eso se trata. Es la, militante montonera sobreviviente de la ESMA, el principal lugar de detención, tortura, asesinato y desaparición en Buenos Aires durante la dictadura de Videla. Pero como toda buena historia, la verdad es que se trata del sentido último de la Historia y de la lectura que hacen diversos testigos de la misma, proceso en el que, sin proponérselo (¿o sí?) se intenta comprender la naturaleza de unos hechos feroces, de experiencias que exceden completamente la idea ingenua que tenemos de humanidad y la precariedad de nuestras propias convicciones. Con un talento narrativo excepcional, sin pretender enmarcarnos en ningún momento en su propia mirada, la autora nos conecta con la experiencia íntima de una mujer fracturada por su propia fragilidad y la de unos seres dominados por la perversidad. Pero también es la historia de una resurrección.

Silvia Labayru era una muchacha adolescente que tempranamente tomó contacto con organizaciones de izquierda en la secundaria. No tardó, en el contexto de los años setenta, en hacerse parte del movimiento Montoneros, una de las principales organizaciones políticas del mundo peronista que, tal vez por el influjo guevarista de la época, asumió la lucha armada como estrategia de acción política con vistas a hacer una revolución socialista. Como tantos jóvenes que, desde un ideario de igualdad y justicia histórica, asumieron la lucha revolucionaria para alcanzar una sociedad que dejara atrás el capitalismo y todas sus inequidades, Silvia se entregó a la tarea en cuerpo y alma. Por la revolución había que darlo todo, independiente de las circunstancias y los costos, ya sea propios o de terceros, que esta tuviera. Participó directa e indirectamente en acciones armadas que significaron más de una muerte. Este itinerario, tan parecido al vivido en varios países de América latina, desembocó en el golpe de estado encabezado por el general Videla el año 1976. 

De ahí en adelante, una historia que, lamentablemente, ya conocemos: una represión sistemática, con violaciones planeadas y estudiadas de los derechos humanos básicos, que concluyó con varios miles de detenidos desaparecidos y muchos más muertos. Y tras ellos, una secuela de víctimas que, en distintos grados de cercanía con los movimientos guerrilleros, sufrieron secuelas que todavía no sabemos hasta donde llegan.

La protagonista de esta historia fue, a fines de diciembre de 1976, secuestrada por un grupo de militares y trasladada a la ESMA, Escuela de Mecánica de la Armada. Estando en prisión tuvo a su hija. Permaneció secuestrada durante un año y medio y, al ser liberada, se exilió en España. Entonces comenzó una segunda victimización: la sospecha de su conducta en el centro clandestino y su inexplicable sobrevivencia en un lugar donde se estima que alrededor del 90% de quienes estuvieron allí detenidos-desaparecidos (alrededor de 5.000) fueron asesinados. A eso se sumó haber sido utilizada para trabajos de delación, o acompañamiento sexual de algunos oficiales, o trabajo de inteligencia. Este antecedente es crucial porque a partir de él se comenzó a tejer el juicio silencioso contra esta militante: el de la traición. Pasaron algunas décadas y recién vino a reivindicar en parte su nombre al atestiguar contra tres altos oficiales, acreditando así frente a la justicia argentina los delitos de tortura, trabajo esclavo y violación. 

Nada de esto es desconocido para los chilenos. Aquí, al igual que en Argentina, Uruguay o Brasil, se aplicaron las mismas políticas. Ciertamente, no se trató de –como aseguró la candidata Matthei- de unos cuantos loquitos que cometieron excesos. Fueron políticas de exterminio de los opositores políticos, digitadas desde los más altos niveles de las autoridades militares y civiles de esa época. Por lo tanto, si este libro se hubiese remitido simplemente a denunciar los horrores cometidos por estas dictaduras, habría sido uno más de tantos testimonios e investigaciones que se han realizado intentando asentar la verdad histórica. Pero la autora de este libro da un paso más allá y se interna en dimensiones que a veces se nublan bajo las horribles prácticas represivas. La pregunta de fondo es cómo se sobrevive luego del horror. Y más aún: cómo se sobrevive cuando no solo se ha sido víctima de la perversidad represiva, sino que además se ha sido parte del juego de sobrevivencia donde, posiblemente, otros militantes quedaron atrapados. ¿Cómo juzgar sus conductas, sus condescendencias frente a sus victimarios, sus ambigüedades respecto a las prácticas a las que fueron obligadas?

Parte del talento de Guerriero es construir un juego donde hablan las voces que fueron protagonistas de esta historia (familia, parejas, camaradas de militancia y de prisión, compañeros de exilio). Con esas voces, la periodista arma un reportaje que debe enfrentar la opacidad de los lenguajes, la imposibilidad de encontrar las palabras para designar una realidad inimaginable, aunque los antecedentes remotos y cercanos hayan estado disponibles para quien quisiera interesarse (Argelia, Vietnam, Unión Soviética, Alemania, por mencionar lugares donde los derechos humanos fueron violados sistemáticamente). La historia se recoge a partir de muchas entrevistas y encuentros con la protagonista, donde junto con su relato –que ciertamente está lleno de lugares oscuros, como si la prisión clandestina siguiera viviendo con ella- se mezcla con las dudas e incomprensiones de la propia periodista y las versiones, a veces contrapuestas, de los otros testigos.

¿Quién podría juzgar a Silvia?, pareciera preguntarse la autora. Hacerlo, significaría juzgar toda su historia. La de la muchacha adolescente que hacía el levantamiento de la escena donde luego se cometería un atentado con víctimas mortales e inocentes, todo en nombre de la revolución, o que con meses de embarazo a cuestas circulaba por la ciudad con una pistola en la cartera. La filosofía de la época partía de un gran equívoco. Uno de los testigos lo dice de la siguiente forma: yo era “un puro de cojones. Ahora, cuando veo un puro, huyo, porque los puros son gente muy peligrosa. Pero yo creía en la lucha revolucionaria. Creía en la lucha armada. Es más, creía que les podíamos ganar”. Así como el libro nos pone frente a las atrocidades de las dictaduras latinoamericanas –incluida la chilena- también nos confronta con la lógica maximalista y dicotómica que sustentaba las políticas revolucionarias de los años sesenta y setenta, políticas espejo de la derecha golpista digitada desde el imperialismo norteamericano. Fueron precisamente esas concepciones reduccionistas de la lucha política a un enfrentamiento de suma cero, las que nos condujeron a las grandes tragedias de esas décadas. 

¿Eran inevitables, como afirma la candidata Matthei? Por supuesto que no. Si las fuerzas que estaban por el diálogo y el acuerdo, por evitar una guerra civil, hubiesen tenido más fuerza y más flexibilidad, incluso más convicción, posiblemente se habría evitado el golpe de estado y su consecuente violación sistemática de los derechos humanos, con su secuela de inhumanidad y muertes. Pero los liderazgos de la época no fueron lo suficientemente radicales para intentar estrategias políticas que abrieran otros caminos. No teníamos, probablemente, las aperturas de mente para imaginar algo distinto. 

Reducir el análisis de esa época a una cierta “inevitabilidad política” y asignar la secuela de muertes a un extravío de algunos loquitos, como dijo la candidata Matthei, habla de superficialidad o simplemente condescendencia con quienes sienten que todo aquello fue necesario. Probablemente fue esta última convicción la que llevó a muchas figuras de ese sector político a apoyar a Pinochet para que siguiera en el poder ocho años másCada tanto, escuchamos a la derecha exigir que la izquierda haga declaraciones categóricas respecto a las dictaduras de izquierda en Latinoamérica. Pero no se atreven a tener el mismo tesón en condenar la dictadura en Chile. 

Leer a Leila Guerriero nos alerta acerca de estas posiciones extremas para entender la historia reciente de nuestros países. La realidad es mucho más confusa y opaca de lo que nos gustaría. Tenemos que liberarnos de nuestras anteojeras para efectivamente construir un futuro mejor. En definitiva, debemos perderle el miedo a la verdad.

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