Raúl Zurita y el perdón

por Marcelo Pellegrini

Después de tanto saber, ¿qué perdón?

T. S. Eliot

Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia (…)
Siempre el otro es nuestra víctima

Octavio Paz


Una petición pública

El domingo 28 de mayo de 1995, en la última página del suplemento “Temas” del extinto diario La Época de Santiago de Chile, el poeta Raúl Zurita (1950) publicó una de las regulares columnas que escribía en aquellos años para ese medio periodístico. “Por el perdón” era su título, y si eso ya era llamativo en sí mismo, más lo fue su contenido, porque ahí el poeta pedía públicamente que se les concediera el perdón a todos los torturadores de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990), con un llamado final para que se les otorgara el indulto a Manuel Contreras y a Osvaldo Romo, dos de los más notorios violadores de los derechos humanos durante ese período, quienes se encontraban en ese momento enfrentando procesos judiciales. Todavía guardo el ejemplar entero de ese suplemento, sus páginas ya amarillentas por el paso de los años; más aún, todavía recuerdo la impresión que tuve al leer esa columna en aquel ya lejano domingo de 1995. ¿Qué se podía concluir después de su lectura? ¿Otorgar el perdón sin que los criminales lo pidieran era la forma de acabar con el dolor heredado por la dictadura? Esas eran mis preguntas, las mismas o muy similares a las que, imaginaba yo, se hacían también todas aquellas personas que estaban leyendo “Por el perdón” ese día. Que yo sepa, sin embargo, nadie escribió una respuesta a las palabras de Zurita; nadie formuló alguna crítica a su polémica petición, y tampoco nadie la apoyó. Es como si ese texto hubiera caído en una especie de vacío que lo condenó al olvido. Los libros de Zurita que reúnen sus ensayos y columnas periodísticas, como Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio (2000), Son importantes las estrellas (2017) y Ensayos reunidos (2022) no lo incluyen; la exhaustiva bibliografía de y sobre Zurita incluida en su Obra poética (1979-1994), una edición crítico-genética en dos volúmenes a cargo del académico francés Benoît Santini para la prestigiosa Colección Archivos, no lo consigna; y la muy completa bibliografía compilada por la profesora Francisca Noguerol, de la Universidad de Salamanca, para su edición de la antología Verás auroras como sangre, hecha a propósito del XXIX Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado a Zurita el año 2020, tampoco lo incluye.[1] A pesar de ese silencio, sigo creyendo que “Por el perdón” es relevante hoy en día. Pienso que un análisis de sus argumentos es crucial para reflexionar sobre un tema paradójicamente ausente y mil veces negado en la conversación pública del Chile de la postdictadura. Dada la importancia que Zurita tenía como poeta e intelectual público en 1995, y considerando que esa importancia no ha hecho más que crecer en las décadas transcurridas desde entonces (y no sólo en Chile), resulta inexplicable que no se haya dicho nada sobre su petición. A pesar de ser un texto profundamente personal que revela una convicción muy honda sobre un tema a todas luces difícil, una relectura de “Por el perdón” es necesaria porque se trata también de un manifiesto público que apela a la sociedad chilena de ese momento, que se encontraba todavía viviendo los primeros años de transición a la democracia. Creo también que hoy en día esto se hace incluso urgente, sobre todo si consideramos que el país conmemora este 2023 los cincuenta años del golpe militar que llevó a Augusto Pinochet al poder, y que la discusión sobre las razones de aquel hecho, así como las justificaciones de unos y las condenas de otros, han vuelto a polarizar ––desgraciadamente–– a la sociedad chilena, estancando su vida política hasta el marasmo.

El país más desgarrado

Por el perdón” es un texto de catorce párrafos y más de mil cuatrocientas cincuenta palabras. Su estilo es recursivo, con frases y cláusulas que van creando estructuras más grandes que permiten una variedad de construcciones similares; es un texto de aliento evidentemente lírico que utiliza recursos como la repetición y el apóstrofe bajo el alero de una imaginación muy vívida.

Comienza con la cita de un poema de Giuseppe Ungaretti y se ubica a sí mismo dentro de una escena literariamente prestigiosa. El poema es “San Martino del Carso”, escrito por el autor italiano durante la Primera Guerra Mundial, donde servía como soldado, después de la sexta batalla del Isonzo contra el ejército Austro- Húngaro, conocida también como la batalla de Gorizia (librada entre el 6 y el 17 de agosto de 1916); ese texto contiene en su verso final una declaración que le servirá a Zurita de lema a lo largo de su escrito: “Mi corazón es el país más desgarrado”. El poema de Ungaretti, a pesar de su brevedad (“No son más que unas pocas líneas”, dice Zurita) es para él “el más verdadero, [el] más hondo (…) [el] más cierto y conmovedor”. Tal afirmación no debiera sorprendernos: los lectores de Zurita ya están habituados a esos juicios enfáticos y entusiastas con los que frecuentemente inicia sus ensayos, como si con ellos preparara la magnificencia de lo que dirá después. La escena literariamente prestigiosa en la que se ubica Zurita como autor de “Por el perdón” es conocida: el poeta que escribe de noche bajo la tenue luz de su escritorio. En el segundo párrafo del texto, Zurita deja en claro esto cuando dice que se encuentra “en medio de una ciudad espejeante” y aclara parentéticamente que “Santiago de noche espejea”. Cualquier lector más o menos enterado de la tradición poética occidental reconocerá aquí ecos lejanos pero elocuentes del Novalis de los Himnos a la noche (“En lo profundo del seno de la tierra, / lejos de donde la luz pueda hallarnos”), del Nerval de Aurelia (“El universo está en la noche”) y, más cerca de nosotros, de José Martí y sus emblemáticos versos “La noche es buena / para decir adiós” y de Rosamel del Valle, uno de los más privilegiados herederos de la concepción romántica de la noche y del misterio en la poesía hispanoamericana.

Una vez establecido aquel escenario, Zurita convierte el corazón del poema de Ungaretti, ese país más desgarrado, en un país íntimo (encarnado en su memoria y su pena) que recuerda los horrores de la dictadura; se trata un lieu de mémoire donde “ninguna cruz falta”, porque “(…) en el corazón nada se ha perdido (…) allí ningún sepulcro está sin nombre [porque] todo se va acumulando, cada abandono, cada encuentro”. En el corazón el olvido no existe; todos los nombres de todos los muertos están ahí, aunque hayan desaparecido de forma anónima. Zurita desearía que el poema de Ungaretti fuese escuchado, que pudiera atravesar “todos los muros de los edificios públicos y los Palacios de Justicia” (sic) para poder llegar a todas partes, porque, agrega, “más que los códigos, los tratados de derecho y las sentencias, son ciertos los poemas”. En el corazón también se encuentran “todos los veredictos” y “todas las condenas”, así como todos los recuerdos de los hechos terribles. A partir de ahí, dice Zurita, podrá levantarse (aunque, curiosamente, usa el verbo “regir”) “un país y un sueño nuevo”, y una patria limpia de injusticias, horrores, hipocresías y mentiras. Esa patria nueva se construirá gracias a “los latidos de una tierra que sangra” y no a consecuencia de los veredictos de los tribunales, que pueden administrar castigos “pero que jamás podrán administrar la justicia”. El corazón es aquí un espacio puro: el lugar donde las cosas son auténticas y verdaderas, donde el lenguaje deja de ser ambiguo y no tiene fisuras. Por eso, es en el corazón donde las cosas poseen su nombre verdadero, donde “el asesino se llama asesino” y donde todos los muertos tienen “sus lápidas, sus señas, sus lágrimas corriendo entre las piedras”.

Zurita no cree en el sistema de justicia humano: “Entiendo que resulte inconcebible un mundo como el de hoy sin cárceles, pero yo no creo en las cárceles. Yo no creo en los jueces”. De esta manera, se pregunta: “¿Qué castigo basta para Manuel Contreras (…) para los agentes y torturadores?”. Ninguno, responde, porque cuando se condena a un criminal “se condena (…) sólo a su fantasma, el espectro de un hombre que separamos de esa forma de nosotros, de la monstruosidad que, sin saberlo, en innumerables gestos mínimos, en incontables actos (…) hemos ido erigiendo”. La monstruosidad de los torturadores es algo que compartimos con ellos, nos dice Zurita; puede ser que no lo sepamos, puede ser que nuestras crueldades sean mínimas y no se manifiesten de manera tan explícita, pero son tan reales como las de aquellos a quienes queremos condenar.

Al llegar a este punto Zurita elabora su particular teoría sobre la historia de Chile. La violencia que el país ha ejercido sobre sus hijos corre por pasadizos profundos y es mucho más antigua que el golpe militar de 1973; está probablemente inscrita en los orígenes mismos de la nación. Somos nosotros, dice el poeta, los que hemos perpetrado esa violencia de innumerables maneras (hacia el pueblo mapuche, hacia los más vulnerables, por ejemplo); la violencia está inscrita en nuestro origen y se halla automatizada en nuestra manera de actuar. Un criminal no es un criminal por su sola crueldad sino por “la suma de todas las crueldades que nosotros mismos (…) hemos levantado tantas veces en esta tierra”. En un mundo lleno de injusticia y “desigualdades abominables”, tenemos el deber de comprender una verdad terrible: que Manuel Contreras y Osvaldo Romo “pudieron haber sido yo o tú”. Aquí debo detenerme un momento y señalar que esa aseveración me parece, por decir lo menos, insólita. ¿Cómo es posible afirmar algo así? A la luz de toda la historia transcurrida y de todo el sufrimiento perpetrado por los asesinos, semejante declaración se me hace una versión pomposa y melodramática de “la banalidad del mal” de Hannah Arendt: ya que fuimos a las mismas escuelas que esos criminales, jugamos los mismos juegos cuando éramos niños y hemos sido ciudadanos de la misma polis, pudimos haber sido ellos. El dramatismo de esa declaración le sirve a Zurita para arribar al centro mismo de su argumento, explicitado en un párrafo que vale la pena citar in extenso:

Es la compasión entonces por nosotros mismos lo que hace al perdón infinitamente más fuerte que el castigo. (...) Yo no puedo pedirle (sic) justicia a instituciones que jamás podrán darla. Es la dignidad de mi lucidez la que no puede pedírsela. Sólo el perdón es la justicia. ¿Qué son siete años de cárcel o incluso la cadena perpetua frente a la piedad inclemente del perdón? (...) Nada, absolutamente nada en este mundo podrá borrar siquiera una sola cicatriz porque en mi corazón todas las cicatrices están grabadas. Por eso puedo perdonarte, terrible, horrible, monstruoso hermano mío, porque mi corazón no te ha olvidado.

Sólo el perdón es la justicia. Esta es, para mí, la afirmación más importante de “Por el perdón”. Las implicaciones de esta homologación conceptual (perdón = justicia) son enormes. Cualquier acción legal emanada de los tribunales es nula; cualquier condena pierde importancia frente a “la piedad inclemente del perdón”. Esa piedad (ese amor al prójimo) es inclemente porque, al mismo tiempo que perdona, no olvida. Es más: esa piedad inclemente perdona porque no olvida. Esa es la única manera en que el perdón (es decir: la justicia) tiene siquiera la posibilidad de existir. En ese momento del texto, el corazón, esa crucial metáfora, adquiere importancia capital: en él todas las cicatrices (las torturas, los asesinatos, las desapariciones) quedan grabadas; rehusarse al olvido hace que el perdón sea posible y, al mismo tiempo, inclemente. El argumento de Zurita se oscurece un poco aquí. Si perdonar es no olvidar, entonces esa justicia supone un recuerdo perpetuo (un no-olvido) de las acciones infligidas por los torturadores. ¿Sí al perdón, no al olvido, entonces? ¿Se trata de un no-olvido libre de rencor? Quizás estamos ante un paradójico no-olvido, en donde prevalece su naturaleza sustantiva más que su naturaleza adjetiva: un amor infinito que no olvida y, de esa manera, perdona. Podríamos decir que esa es la muy peculiar economía del perdón de acuerdo a Zurita.

Posteriormente, utilizando el recurso del apóstrofe, el poeta se dirige a su “monstruoso hermano mío” (la referencia al “monstre délicat, mon semblable, mon frère” baudeleriano es evidente aquí), para decirle que su corazón “no quiere olvidarte” en una cárcel, porque ese olvido es doble: olvidamos los crímenes y olvidamos a sus perpetradores. Esos lugares, concebidos por el sistema judicial y fabricados para el castigo, nos separan de “esa amalgama de músculos, sueños, nervios en los que tu crimen y mi pena se igualan”. Hay que ponerle atención a la palabra pena, que para Zurita es un concepto central en su poética: la pena no es solamente la tristeza ante el hecho terrible de los desaparecidos durante la dictadura; es la encarnación misma del sufrimiento, y vive en el corazón. “Y hemos nacido ––continúa el poeta–– para cargar con la pena y no con el rencor”. La pena nos precede y nos sobrepasa. El corazón, ese país más desgarrado “es algo así como el tuyo, y el tuyo es también algo así como el tuyo y como el tuyo y como el tuyo”; ese es un pueblo, dice Zurita, no “sus instituciones, sus parlamentos, sus tribunales de justicia”. Y agrega: “Que mi pueblo se junte entonces con los poemas de tu pueblo y de tu corazón, para que, entre todos los crímenes y los infortunios, levantemos algo, aunque sea sólo una parte, de la santidad condenada”. El poeta pide en este punto ser “clavado de una piedad más extensa que nuestra miseria”, por el perdón de la tierra arrasada y “por mi pena incolmable que se pega a tu pena”. Y así es como llegamos al último párrafo de “Por el perdón”, en el que Zurita emite su pedido final:

Pido el perdón entonces, concretamente, para Manuel Contreras, para Osvaldo Romo, y para todos nuestros asesinos y torturadores, aunque ellos no lo pidan, aunque se rían de nosotros. Pido el indulto para ellos. Que sean dejados libres.

Perdón, clemencia, indulto

¿Cómo abordar, después de todos estos años, la petición de Raúl Zurita?Por el perdón” ofrece innumerables desafíos que van desde lo moral a lo político y de lo social a lo histórico; estas dimensiones, inevitablemente, se mezclan (y hasta confunden) entre sí. Hay una pregunta que se impone, sin embargo: ¿Por qué Zurita, él mismo víctima de la dictadura, pidió públicamente perdonar a los torturadores y violadores de los derechos humanos que actuaron con completa impunidad durante diecisiete años? Puede que sea, sin embargo, la pregunta incorrecta. Después de todo, como dice el filósofo francés Vladimir Jankélévitch en su libro El perdón (1967), perdonar “no es (…), como la victoria sobre la tentación, una decisión de la voluntad”, sino que, como evento, es “repentino y espontáneo”. Además, agrega, su élan (su impulso, fuerza o energía) es “tan impalpable, tan controvertible, que ahuyenta cualquier análisis”. Por eso, no deseo abordar aquí las razones personales de Zurita para pedir que se les concediera el perdón a esos monstruosos hermanos. Esas razones se quedarán para siempre en el ámbito de lo privado, y son, por lo tanto, completamente intransferibles. Sin embargo, como ya he dicho, “Por el perdón” es un documento público aparecido en un medio de comunicación masivo, y su petición involucra a toda la sociedad chilena. Es por eso que debemos comentarlo. Tratando de mantener ese equilibrio, deseo explorar, entonces, la naturaleza misma del perdón, aunque sea superficialmente.

En El perdón, Vladimir Jankélévitch señala que es muy probable que el “perdón verdadero”, como él lo llama, nunca haya existido. Un perdón puro libre de rencor es un evento que jamás ha sucedido. No existe, en definitiva, el perdón absoluto. Lo que existen son sucedáneos con los que solemos confundir el perdón. Por eso, agrega, una descripción “apofática” del fenómeno, a la manera de la teología negativa, es la única posible: decir lo que el perdón no es antes de lo que es; a eso dedica Jankélévitch muchas páginas de su hermoso libro. Cuando finalmente describe las características del perdón verdadero (entendido como un horizonte ideal con el que debemos comparar nuestras definiciones posibles) se concentra en tres aspectos fundamentales: 1) El perdón es un acontecimiento fechado que surge en algún momento del devenir histórico; 2) Es un don gracioso del ofendido al ofensor, en el sentido de que, cuando se otorga, no se espera nada a cambio; y 3) Es ––o, más bien, requiere–– una relación personal con el otro. El perdón está fuera de la ley y se parece al milagro. Pero también hay ciertos “sucedáneos empíricos” del perdón con los que muy a menudo lo confundimos. Uno de esos sucedáneos es la clemencia, y a mi parecer eso es lo que Raúl Zurita está pidiendo en “Por el perdón”. La clemencia es una figura legal de viejo abolengo: en la antigüedad era otorgada por emperadores y reyes (no por jueces). Zurita insiste en que no cree en la justicia, pero igualmente recurre a un concepto legal en su petitorio, y por lo tanto se queda en el ámbito de la ley. La clemencia es compasión hacia el otro sin que éste la pida. Es fácil confundir el perdón con la clemencia, dice Jankélévitch, porque se parecen, pero son en realidad muy distintos. La clemencia no es un acontecimiento ni implica un esfuerzo por parte de aquel que la otorga; la clemencia no necesita siquiera del otro. Jankélévitch habla, con ironía, del “hombre sabio”, del “magnánimo” que otorga clemencia sin que en realidad ninguna ofensa lo haya afectado jamás. La clemencia “desdeña el mal y la maldad” y minimiza la injuria; al hacerlo, dice, “hace inútil al perdón”. La clemencia es un acto solitario y condescendiente. El beneficiado por la clemencia es un ser anónimo y sin rostro, alguien que no tiene identidad; puede ser cualquiera, o, como diría Zurita, podemos ser tú o yo. La clemencia es un acto ciego que sólo se parece de manera externa al perdón. Jankélévitch compara a ese hombre sabio y magnánimo, “demasiado rico en recursos”, con la naturaleza, que no ama ni odia a nadie en particular y reparte sus riquezas por igual sin preferencias de ninguna especie. La naturaleza no posee ni gratitud ni rencor y para ella el ser humano, como diría César Vallejo, “[le] es, en suma, indiferente”. Parapetado en su magnanimidad ciega, el sabio que otorga clemencia ignora “la susceptibilidad de los débiles”, como dice Jankélévitch, y de esa manera se vuelve del todo insensible a los requerimientos de una relación con el otro. La lapidaria frase del filósofo francés para describir el impulso de la clemencia es elocuente: “casi nada que perdonar y casi nadie tampoco a quien perdonar”. Curiosa resulta la aparición de la clemencia aquí, sobre todo si consideramos que Zurita califica su idea del perdón como “piedad inclemente”. Pero hay incluso otra confusión por parte del poeta: en el último párrafo de “Por el perdón” pide que los torturadores no sean perdonados, sino indultados (“Pido el indulto para ellos. Que sean dejados libres”). Así, lo que el poeta realiza, cual falsa maniobra, es un desplazamiento semántico que va desde la clemencia hasta el indulto, otra figura legal que él, que no cree en la justicia de los hombres, debería despreciar. El indulto, la conmutación de una pena, es, tal como la clemencia, una forma del olvido. No les miramos el rostro a los indultados; les damos vuelta la cara y seguimos con nuestras vidas. Perdonar no es otorgar la libertad a alguien; cuando un criminal sale de la cárcel decimos “cumplió su condena”, no decimos “ha sido perdonado”. Luego de eso, lo olvidamos para siempre. Cuando Zurita pide clemencia o indulto (y libertad) para los asesinos a título personal, pero con una sociedad entera como testigo; cuando, producto de sus más profundas convicciones, realiza esa petición en el ágora de la polis, no está pidiendo el perdón verdadero: está, por el contrario, consagrando en una ceremonia cívica una amnesia que fatalmente filtrará su óxido por todos los ámbitos de la convivencia humana. Y sabemos que no hay enemigo más despiadado del perdón que la amnesia.

Una vida nueva

Que así sea tu perdón, como una / palabra nueva sorprendiendo a los arrecifes y / que, desde el fondo, igual que una larga isla / soñada, aparezca todo el dolor, toda la herida, / todo lo que sufrimos, como una nueva orilla / bañada por las olas”. Estos son los últimos versos de “El poema del perdón”, incluido en la edición más reciente de La vida nueva (2018), uno de los libros más importantes de Zurita. Que el adjetivo “nueva” ¾además de ser parte del título del libro en que se incluyen¾ aparezca dos veces en los versos citados (en el resto del poema lo encontramos, con variaciones de género y número, en las frases “nuevas playas”; “nuevos valles”; “canto nuevo”; “poema nuevo”) no es en absoluto casual: se trata de un texto que describe el perdón como borradura de todo lo existente, como si después de ese acontecimiento se pudiera (re)iniciar una vida sin memoria, cual tabula rasa de la existencia. En ese sentido, hay una relación muy estrecha entre el poema y “Por el perdón”. El imparable flujo del río de la clemencia y el indulto que vemos desplegado en el texto en prosa desemboca en el mar que lo lava y lo limpia todo en el poema. No son muy diferentes entre sí el “país y [el] sueño nuevo” de “Por el perdón” y la “palabra nueva” de “El poema del perdón”. En “Por el perdón”, el poeta dice que “todo el dolor” y “todo lo que sufrimos” queda inscrito para siempre en el corazón, ese país más desgarrado; en el poema, la promesa declarativa de su monodia otorga la posibilidad de que “todo el dolor” y “toda la herida” aparezcan “como una nueva orilla / bañada por las olas”. De ahí nacerá un mundo semejante al primer día ––o quizás al último–– de la creación. Pero la utopía de una vida nueva limpia de toda historia es exactamente lo contrario del perdón. El corazón que todo lo guarda se queda con unas gotas de rencor, porque sabemos que el perdón verdadero o puro jamás ha existido. El perdón (clemencia, indulto) que pide Zurita es imposible y se reduce a nada más que una fantasía cívico-poética. Nada nuevo hay ahí; por el contrario, lo que hay, como diría otro de nuestros grandes poetas, es un antiguo dolor diseminado.


[1] En una comunicación personal, Francisca Noguerol me señaló que “Por el perdón” sí se encuentra en sus archivos sobre el poeta, pero como nunca ha sido compilado en libro, no lo puso en la bibliografía. Agradezco a la profesora Noguerol su muy oportuna aclaración.

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