Cuando la actual vicepresidenta segunda del gobierno del presidente Sánchez, llamó SUMAR a la plataforma que aglutinaría a la agrupación de la izquierda del PSOE, probablemente no sospechaba que el nombre terminaría por constituir algo así como la metáfora que identificaría la coyuntura político-electoral actual de España.
Después de la victoria sin paliativos de la derecha y la ultraderecha española en todas partes, menos en Cataluña y el País Vasco, y la constitución de 140 municipios con alcaldes apoyados por la ultraderechista VOX, todos saben que esto va de pactos. Si además atendemos a que todos los sondeos coinciden en que más del 60 por ciento de los votos se concentrarán en los bloques Partido Popular más VOX frente al PSOE más la izquierda de SUMAR, es evidente que los votos a la izquierda del PSOE y los partidos nacionalistas pueden cambiar las tornas y permitir otro gobierno progresista. A sensu contrario, si la tendencia a escorar por la derecha sigue y la izquierda del PSOE no remonta, habrá un gobierno de la derecha dura en España.
Los últimos sondeos de RTVE, -que constituye una especie de promedio de todos los sondeos-, sitúa al Partido Popular como el partido más votado con 138 escaños, contra solo 101 del PSOE. Pero VOX pasaría a ocupar el tercer puesto en mayoría de escaños y votos, con aproximadamente 42 escaños, y esto le daría a una coalición de derecha 180 escaños para constituir la mayoría absoluta y gobernar.
Según estos mismos sondeos, SUMAR, no pasaría de 31 escaños, que sería una cantidad igual a la obtenida en la investidura del año 2019 por Juntas Podemos.
¿Que sumaría SUMAR, entonces? La respuesta es, nada.
Esto me lleva a pensar en otras cosas. Por ejemplo, en la identidad de una izquierda más radical y su destino histórico.
Recordemos que casi siempre estos grupos tuvieron dos vertientes: los partidos comunistas, que en España como en casi todo el mundo, formaron parte del movimiento histórico de los comunistas agrupados en la Tercera Internacional luego de que Lenin y los bolcheviques rompieran con la socialdemocracia; y los movimientos alternativos y casi siempre extraparlamentarios de las últimas décadas compuesto por dirigentes jóvenes. Además, mientras los primeros, comunistas, se movilizaban desde los pensamientos marxistas; los otros encarnaban sus luchas desde los pensamientos derivados por las luchas y reivindicaciones del feminismo, los grupos LGTB, los movimientos ecologistas, los animalistas, etc. Por supuesto, existían combinaciones entre todos esos pensamientos.
Con el tiempo, y el entrecruzamiento de los grupos en diferentes coyunturas políticas y sociales, se fue manifestando la necesidad de construir partidos y plataformas para desplegar con eficiencia sus reivindicaciones.
Pero tenían dos problemas: el primero, convertir sus pensamientos en catalizadores para la movilización de masas que los hiciese pasar, merced al factor número, de los pequeños grupos marginales a capas extensas de la población; y el segundo, construir programas concretos dentro de una estrategia política que les permitiera construir mayorías para pasar de la protesta al poder.
Para los primeros, -los comunistas-, el marxismo, devenido en porfiados mantras dogmáticos, herederos, además, de praxis internacionales fracasadas, aunque los cohesionaba, los aislaba de la orfebrería de los pensamientos sociales: el debate sobre las preocupaciones de la gente y las formas de hacerse cargo mediante cambios legislativos.
Para los segundos, -los movimientos alternativos-, sus naves ideológicas eran poderosas, pero debían navegar un tiempo por los sinuosos océanos de la cultura dominante que, con sus arrecifes, corrientes subterráneas, y huracanados vientos, hacían que su transcurrir fuese lento y tortuoso.
El resto era esperar la hora en que la astucia de la historia, como diría Hegel, les diera su oportunidad.
Y la tuvieron. Casi todos en las décadas en los años 2005 al 2018, más o menos.
A veces fueron, un estallido social como en Chile y en otros, movimientos ciudadanos como el 15 M en España, o transversales respuestas al autoritarismo asfixiante en la primavera árabe. Pero todos ellos tuvieron en común que no eran el resultado de generaciones de revolucionarios profesionales, preparados con sigilo y esmero en años de trabajo practicando el análisis concreto de la situación concreta, como enseñaba el líder bolchevique.
Mas bien eran movimientos súbitamente encumbrados en olas insospechadas de popularidad, merced al descontento, el malestar social, la desconfianza en los políticos y la política en general.
Los grandes tsunamis de ese tiempo, al retirarse, no solo dejaron destrozos, sino que también cambiaron el paisaje político y, por ende, sus condiciones electorales. El más importante, sin duda, fue el agotamiento y desaparición de los sistemas binominales y la protección implícita de los ocultos y vergonzantes consensos para mantener a resguardo a los poderes fácticos con sus secuelas de corrupción y comportamientos inescrupulosos.
A la pérdida de estos consensos sociales y políticos le sucedió la orfandad del centro político, o sea, el espacio que se reclamaba como representante de las capas medias, sensibles a los pequeños y grandes cambios de las políticas públicas que a ellos no llegaban, y con miedo a los cambios estructurales que las ponían frente a peligros reales o imaginarios, pero presentes.
Y así fue como, extendiéndose hacia el centro, la izquierda a la izquierda pudo, de distintas maneras, acceder al poder.
En España, lo consiguieron, después que habiendo participado exitosamente en el voto de censura al presidente del Partido Popular, Mariano Rajoy, y luego que el presidente en ejercicio Pedro Sánchez convocara a elecciones y las repitiera, llegase a la conclusión de que no se podría gobernar sin un gobierno de coalición extendido hacia la izquierda del PSOE.
Con los votos de Juntas Podemos, los nacionalistas vascos y catalanes -incluido algunos independentistas-, y algún grupo regional, Pedro Sánchez inauguró el primer gobierno de coalición de la democracia española.
Como es natural, hubo que armar equipos de gobierno con representantes de ambos sectores, pero como también es natural esto se hizo en proporción al peso específico de cada segmento y su aportación de escaños para constituir la mayoría absoluta.
Juntas Podemos obtuvo cargos minoritarios pero muy significativos: Pablo Iglesias (unidas podemos) se convertía en vicepresidente (segundo), Yolanda Díaz (izquierda unida) en ministra del Trabajo, Irene Montero (Unidas Podemos), ministra de Igualdad, Alberto Garzón (izquierda unida) ministro de consumo, y Manuel Castells (independiente) ministro de universidades. Cuando Pablo Iglesias se retiró del gobierno en el año 2021, Ione Belarra (Juntas Podemos), se convirtió en ministra de Derechos Sociales.
Los ministros tienen, en todas partes, un doble desafío: cambiar las políticas públicas que afectan a los ciudadanos arbitrando normas y leyes, y realizar la gestión de sus carteras para asegurar que los servicios públicos comprometidos en ellas funcionen eficiente y adecuadamente.
Y no es fácil, por lo pronto, combinar unos y otros, lo que casi siempre pasa, por la capacidad de trabajar en equipo y ejercer liderazgos movilizadores.
Aquí vinieron los problemas, porque mientras Yolanda Díaz desplegó grandes capacidades de movilización de acuerdos para modificar leyes sensibles a los y las trabajadoras, los y las empleadas de hogar, las y los jóvenes, las y los jubilados, extendiendo sus beneficios a millones de españolas y españoles y comprometiendo organizaciones sindicales y patronales en ello, Irene Montero, la ministra de igualdad de Juntas Podemos, se enfrascó en luchas ideológicas intestinas que enturbiaron el debate.
Además, y ya se ha dicho demasiado, cometió el error de legislar de prisa y corriendo en una ley que se autoproclamó como el gran cambio en la situación de las mujeres víctimas de violaciones y abusos sexuales. La promesa de la ley denominada del solo si es si, en la práctica, terminó derivando, por aplicación del principio in dubio pro reopor parte de los jueces, (ahora refrendado por el Tribunal Supremo), en la aplicación inmediata de penas inferiores a los condenados por violación y la excarcelación de más de un centenar de victimarios.
El error, aun siendo grave, no lo fue tanto como su gestión equivocada: el negacionismo, y la estigmatización de los jueces que dictaban sus sentencias, así como la crítica a la ministra de justicia del PSOE que debió enmendarlo, por orden del presidente, agregaron confusión y sensación de desorden al gobierno progresista.
Los demás ministros pasaron sin pena ni gloria.
Sin embargo, la popularidad de la ministra del trabajo, y, posteriormente, vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, merced a sus realizaciones concretas, y la forma de conseguirlas, es decir con diálogo y debates respetuosos y serenos, creció por encima del peso específico del grupo o partido al que pertenecía y concurría al gobierno de coalición.
La reacción de la dirección de Juntas Podemos no pudo ser menos inteligente: huyó hacia adelante, intentando diferenciar a los sectores de gobierno, según su audacia y coherencia con las ideas progresistas.
La ministra Ione Belarra dirigiéndose directamente a sus socios de gobierno, declaraba en mítines lindezas como: “a nosotros no nos temblarán las piernas…” lo que la gente, percibía, como un acto de deslealtad y falta de conducción del gobierno. Así, ocurrió lo peor: las ministras de Juntas Podemos se diferenciaron no solo de sus socios socialistas sino también de sus compañeros de Izquierda Unida.
Entretanto, Yolanda, sumaba y sumaba apoyos de grupos y partidos que aupaban su candidatura. Como pasa cuando se transcurre por las sendas escoradas del error, todavía se podía agregar otro más: Juntas Podemos empezó a reclamar falsas legitimidades que tuvieron escenas patéticas como el no participar de un evento de inauguración del movimiento SUMAR por considerarse que no se respetaba suficientemente su espacio de representación política.
Por último, Ione Belarra, junto a otros dirigentes, reclamaron que la ministra Irene Montero no figurara en las listas de candidatos a diputados en las elecciones de Julio.
Es cierto que Irene Montero ha sido ferozmente atacada por la derecha más recalcitrante. Y también es cierto que es identificada como líder de las posiciones más radicales del feminismo. Pero eso no la convierte en una buena candidata y cuando el último voto puede ser decisivo no es el momento de usar las candidaturas para premiar al sacrificado militante. Y eso lo saben todos.
Sumar, con Juntas Podemos sacará más votos que si Juntas Podemos y Sumar van por separado, pero están tocados. Y nadie ganó jamás una batalla con un mal estado de ánimo.
Pienso que la nueva izquierda, y la antigua de algún modo han perdido el rumbo. El rumbo de producir quiebres en la cultura dominante. De cuestionar no solo las visiones sino también las prácticas que las sostenían. De allí la importancia que tuvieron y se proyectaron en el tiempo de pensamientos latinoamericanos poderosos como la educación liberadora de Paulo Freire o la teología de la liberación de Leonardo Boff. La izquierda a la izquierda sabe qué combatir, pero no cómo hacerlo. Esa es la tragedia. Como los árabes del medioevo que se enfrentaron a los rebeldes reyes de Asturias en esas montañas boscosas, fueron derrotados en un entorno desconocido y hostil, en la democracia de los medios, la industria de la mentira, la sinuosa textura de las redes, no caben los pesados productos teóricos. El marketing pasó de ser un medio para vender a transformarse en un estilo, una cultura, una interpretación asumida de la realidad. La posverdad, al final es eso. Una imagen vale más que mil palabras. La reflexión está castrada por la percepción instantánea, deslumbrante, poderosa. Y para oponerse a ella no basta con anteponer otros productos de marketing, otros twitter, otros Facebook, otros Instagram.
Quizás, tenga más razón y posibilidades, mi querido profesor, Gabriel Salazar, cuando propone, regresar al camino lento pero firme, de las conversaciones en los barrios, en los pueblos, en las ferias, en las poblaciones para aprender, como él dice, a construir soberanía. O sea, pensamiento propio, interpretaciones propias, visiones propias que sirvan para compartir el pan y el vino, la diversión, y luego los sueños, las utopías cotidianas.
Hay que reemplazar las flores de plástico por la práctica de plantar ideas en viveros de simientes populares.
Por eso, la tarea urgente es convocar, animar, movilizar la esperanza y la ambición de defender las corrientes progresistas. Ese es el desafío de Yolanda en España y de la izquierda de la izquierda en el mundo. Pero queda poco tiempo. Demasiado poco.