¿Un sujeto popular de identidad cristiana? Segunda Parte.

por Jaime Esponda

Proseguimos la reflexión sobre la referencia de Noam Titelman a un “sujeto popular de identidad cristiana” que el progresismo chileno habría abandonado, basada parcialmente en su reciente libro[1], a lo cual agregó la necesidad de nuevas fuerzas políticas progresistas “de matriz social cristiana”. Sobre tal planteamiento hicimos presente la necesidad de indagar primero si existe aquel sujeto, para explicar su conducta política y determinar el grado en que la identidad religiosa se proyecta en la opción política, de izquierda o derecha, a la hora de votar.

En mi opinión, no es posible analizar certeramente el comportamiento político de las personas de identidad cristiana prescindiendo de su posición objetiva en la actual formación socioeconómica. Considerar esta posición no significa ni debe significar la adopción de un enfoque determinista, ni desconocer el impacto de otros factores en aquel comportamiento político, en particular los discursos ideológicos con capacidad de lograr hegemonía social. A la luz de los últimos resultados electorales es evidente, por ejemplo, la penetración en la mayor parte de la sociedad del actual discurso conservador,con énfasis en una seguridad ciudadana centrada en la represión, con omisión de la inteligencia y la prevención del delito, un nacionalismo que contiene prejuicios xenófobos y una moral sexual católica tradicional omisiva del magisterio del Papa Francisco que atenúa su severidad y aplica la misericordia. Es un discurso que, al parecer, ha causado mayor impresión en amplios sectores populares evangélicos, en la suboficialidad de las fuerzas armadas y en Carabineros y sus familiares. El destacado rol que ha cumplido en la propagación de este discurso el partido Republicano, especialmente mediante las redes sociales, apropiándose de toda aquella gama temática, aunque mitigando su adhesión al modelo económico neoliberal, explica en gran medida su éxito electoral.

Es también evidente que una “bandera” de la que se ha apropiado monopólicamente la derecha, despojando de ella a la izquierda, y que moviliza por igual a creyentes y no creyentes es el patriotismo, pero uno meramente simbólico y tradicionalista. En cambio,el patriotismo según lo entendía el progresismo del siglo XX encierra un fuerte aprecio por la historia de Chile como construcción de un país, en cuyo decurso se fecundan y acumulan, entre otros, los esfuerzos de los padres de la Independencia, la visión nacional de Balmaceda, la Constitución del 25 con la firma de Alessandri Palma, el Frente Popular y la Corfo, la reforma agraria iniciada por Frei Montalva y la nacionalización del cobre promulgada por el presidente Allende, así como gestas cívicas nacionales que atraviesan las generaciones, a saber, la construcción del ferrocarril y el desarrollo de la salubridad pública.

En incentivar tal aprecio por la historia, Salvador Allende fue un ejemplo de liderazgo pedagógico persistente. Hoy, el progresismo carece de un mensaje sobre este riquísimo cauce histórico, que es patrimonio nacional.

Según lo expresado, la actual derecha extrema ha sabido identificarse con lo que Titelman designa como ese “sentido de tradición, que es muy fuerte en las clases populares, que tienden a tener un sentido de la moral y una visión muy anclada en las tradiciones”. Respecto a esta sensibilidad popular, formula una suerte de llamado a “la nueva izquierda” a “reconocer un espacio de respeto hacia esas tradiciones«[2].  

Por su parte, el discurso “socialcristiano” sobre la justicia social, que imperó en los años 60 y en la pastoral social de la Iglesia Católica bajo la dictadura, simplemente, se encuentra ausente del debate político, en parte, como lo dijimos en la primera parte, por el desfase entre la tradicional doctrina social de esa iglesia y la enseñanza más avanzada, especialmente la del papa Francisco. Pero, es más, también el discurso progresista, anclado en las diferencias de clase y la desigualdad socio económica parece haber sido desplazado por uno en que predominan banderas identitarias, parciales por naturaleza, y que, aun sin quererlo sus portavoces, favorecen el discurso individualista que encomia el mérito del esfuerzo individual por sobre la cooperación colectiva. 

el discurso “socialcristiano” sobre la justicia social, que imperó en los años 60 y en la pastoral social de la Iglesia Católica bajo la dictadura, simplemente, se encuentra ausente del debate político.

Teóricamente, es cierto lo que sostiene Titelman sobre la posible coexistencia, en la sociedad, entre una identidad cristiana que valora la solidaridad y “posiciones más liberales” que apuntan a “más autonomía individual[3]. Se trataría de una coexistencia no beligerante que el cientista político califica, con razón, como “una de las dificultades que enfrenta Chile”, en particular el progresismo. Para que esta suerte de estancamiento dé paso a un debate ideológico que favorezca al progresismo, a éste le es indispensable contar con una o más fuerzas políticas cuyo planteamiento impacte en los grupos sociales atinentes, tal como lo hace el Partido Republicano.

Necesariamente, a nuestro juicio, el discurso progresista debe enganchar con las condiciones materiales de la gran mayoría, denunciar las desigualdades y enfrentar a los grandes intereses económicos, sin causar temor de desorden social. Solo así se generará la dinámica virtuosa que permita desmitificar esa “post verdad” que ha impuesto la derecha y a la cual han dado crédito incluso grupos identitarios progresistas, según la cual “ya no existen la derecha y la izquierda”. Aceptar esta consigna importa conceder que la fuente principal de la pobreza, las desigualdades, la falta de educación, los abusos, la discriminación e incluso la violencia, así como la destrucción de la naturaleza, no es el sistema económico sino unas temáticas parciales cuyas banderas encubren la realidad primaria, que pasa a ser accesoria. Es en relación con ello que Titelman, alude a la izquierda estadounidense personificada en Bernie Sanders, “que con ese discurso se fue alejando de la clase trabajadora blanca –en el caso de Estados Unidos– semi rural, rural y religiosa[4].

Otra idea que la derecha ha logrado socializar, al menos en parte, a la cual alude tenuemente el autor de La Nueva Izquierda, es que la contradicción generacional sería la característica principal del actual momento histórico. A quienes van incluso más allá del principal exponente de la teoría de las generaciones, quien sostiene que “cada generación humana lleva en sí todas las anteriores y es como un escorzo de la historia universal[5]. Esa consigna, fortalecida por el remedo que de ella hacen seguidores insospechados, daña centralmente la posibilidad de un discurso progresista, en el sentido precedentemente señalado. Sin desconocer la realidad histórica de generaciones precursoras de cambios en la sociedad, sus líderes siempre se han inclinado por una u otra de las dos opciones políticas que atraviesan la historia contemporánea.

Tras estas falsas aseveraciones -desaparición de la antinomia derecha izquierda y sobrevaloración de la brecha generacional- asoma la relativización de las clases sociales en cuanto categoría imprescindible en la observación de las condiciones materiales de vida de la población y sus desigualdades. Por tal razón, en su libro, Titelman destaca la importancia que revisten “los hallazgos del PNUD” que también “implican la revitalización de la categoría de clase social como esencial en el análisis de la exclusión y la representación política[6]

Tras estas falsas aseveraciones -desaparición de la antinomia derecha izquierda y sobrevaloración de la brecha generacional- asoma la relativización de las clases sociales.

No se requiere ser integralmente marxista para sostener la existencia efectiva de las clases sociales y aunque su concepto clásico, centrado en el proletariado industrial enfrentado al capital, haya dado paso a una noción sociocultural y ocupacional más amplia y polifacética, la izquierda debiese, a mi juicio, considerar con mayor determinación la fecundidad política que genera un discurso con base en sus intereses y padecimientos.  

Por último, Titelman plantea que, para construir mayorías, es necesaria una fuerza política “que represente al socialcristianismo” en una coalición progresista, la cual podría ser la actual Democracia Cristiana u otra.Por mi parte, estimo que en el actual ciclo histórico no es posible, salvo artificiosamente, concebir partidos “cristianos”.El partido político de derecha que una minoría del mundo evangélico pretendió formar, para combatir el avance en Chile de la agenda internacional de género y derechos sexuales y reproductivos, incluidos los de las personas LGBT, obtuvo pobre respuesta ciudadana. Y estoy cierto de que la idea de un partido filo católico colisionaría con la resistencia de la jerarquía de la Iglesia.

Ni la suma de los intereses identitarios, ni la oposición a la desigualdad socioeconómica dan cabida hoy a un partido basado en el socialcristianismo o el denominado “humanismo cristiano”, debido a que este concepto, en su acepción partidista, entró en crisis desde los años setenta debido al auge de la teología de la liberación a la que sucedió la actual teología ecológica que el propio romano pontífice ha desarrollado a través de sus escritos, como contrapunto al neoliberalismo. Esta es una de las principales causas del descenso electoral de la democracia cristiana. De otro lado, la realidad enseña que las personas de identidad cristiana que participan en política se distribuyen en todos los partidos, incluidos los de izquierda, donde algunos cristianos destacan como representantes del pueblo. En consecuencia, la artificiosa idea de que los actuales partidos de izquierda confíen a un nuevo “partido cristiano” la conquista del elector de esta identidad implica una impolítica renuncia a conquistar el mundo popular cristiano, una especie de confesionalismo al revés.

En la encuesta Bicentenario se puede observar que los católicos suman el 54% de los estratos socioeconómicos bajos y los evangélicos el 20% de los mismos. En cambio, un 78% de quienes se definen como ateos o agnósticos pertenece al estrato socioeconómico alto, mientras solo el 14% de ellos son pobres y el 8% pertenecientes a los estratos medios[7]. Si cruzamos estos datos con otros del mismo estudio, según los cuales un 51% de la población estima que “lo mejor para el país es que haya igualdad social y una distribución de los ingresos más equitativa”, mientras solo un 26% sostiene que “lo mejor para el país es que haya crecimiento económico alto y sostenido”, surgen consecuencias lógicas sobre cuál debiese ser la idea fuerza que una a todos los partidos progresistas.

Entonces, antes de ilusionarse con la formación de un “partido cristiano” es necesario que las fuerzas políticas de izquierda vuelvan a centrar su discurso en las dificultades que afectan la existencia material de las familias chilenas, es decir, aquellas que afectan a más del ochenta por ciento del país, entre las cuales, por cierto, se cuenta el aumento de la criminalidad. Esto no significa, de ningún modo, descuidar las reivindicaciones feministas, de los pueblos originarios y de las minorías sexuales, que armonizan mejor con los planteamientos solidarios del progresismo que con el individualismo liberal. Del mismo modo, retomar el auténtico discurso patriótico, vaciado de contenido social por la derecha, y hacerlo en el lenguaje común que habla y comprende nuestro pueblo no hará sino fortalecer aquel mensaje central.


[1] Titelman, N. La Nueva Izquierda, de las marchas estudiantiles a La Moneda. Editorial Planeta, Santiago, mayo 2023, 171 páginas.

[2] El Mercurio, Santiago, 23.05.2023

[3] El País, Madrid, 22.05.2023.

[4] Ibid.

[5] Ortega y Gasset, J. En torno a Galileo, Tecnos, Madrid, 2012, p.116

[6] Titelman, N. Op.cit., p. 132

[7] Encuesta Bicentenario, PUCV, 2022

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