A la luz de los sucesos posteriores al plebiscito que rechazó la propuesta emanada de la convención constituyente queda más en evidencia la farra en que incurrió un sector muy significativo de sus exintegrantes al no buscar consensos más amplios e inclusivos que facilitaran su aprobación, optando por una propuesta con rasgos maximalistas y refundacionales que facilitaron la campaña en su contra.
El 62 % que alcanzó el rechazo no tan sólo constituyó una severa derrota para los sectores progresistas, incluido el gobierno, sino hipotecó definitivamente la posibilidad de una nueva constitución redactada en democracia, por representantes íntegramente elegidos, de manera paritaria y con representación de las etnias originarias.
La fórmula de compromiso explorada por el mandamás de la UDI, Javier Macaya, con el presidente Boric, que apuntaba a la alternativa que un grupo de expertos prepararan una nueva propuesta para ser sometida a la consideración de una convención íntegramente elegida, que debía ser ratificada por los 4/7 del parlamento antes de ser plebiscitada, generó el rechazo de la mayoría opositora.
En palabras de algunos de sus dirigentes y asesores de la derecha, aquella opción implicaría entregarle su electorado a los republicanos y el Partido de la gente, jugados por devolverle al parlamento sus facultades constituyentes. Muy en sintonía con la propuesta inicial de los Amarillos, para que el parlamento designara una comisión de expertos para redactar una nueva propuesta a ser ratificada en un plebiscito de salida. Una opción muy bien acogida por los sectores más duros de la derecha.
Tras largos meses la derecha entra en esta negociación con la fuerza de la victoria del rechazo que, si bien no le pertenece, intenta administrar. Todo pareciera apuntar a una convención mixta, con expertos designados por el parlamento y representantes elegidos, en una proporción aún no determinada (50 y 50 % es, sin duda, exagerado. Hoy se habla de un 70-30). Con bordes claramente delimitados y un sistema de arbitraje, que vele por su correcto cumplimiento. Sin descartar que la propuesta deba ser aprobada por los 4/7 del parlamento antes de ser sometida a un plebiscito ratificatorio.
Se trataría de una fórmula de compromiso. Qué duda cabe. No puede transformarse la necesidad en virtud. Y su frágil legitimidad democrática hoy parece depender de la proporción de convencionales electos y del plebiscito ratificatorio.
Es aquello o desechar toda posibilidad de un acuerdo. La disyuntiva tiene partidarios y detractores que cruzan transversalmente el arco político. Para un sector más duro de la derecha, que va desde los republicanos, sectores de la UDI y RN, hasta el Partido de la gente, la alternativa de mantener la actual constitución, con reformas meramente cosméticas, lejos de ser un drama, es una victoria. No por nada han boicoteado un acuerdo que guarde alguna similitud con el proceso anterior.
Para amplios sectores de la izquierda, aceptar una convención mixta, con expertos designados, con derecho a voz y voto, bordes y árbitros, equivale a una nueva derrota, que transgrede los principios de la soberanía popular y cuyo resultado, puede ser insustancial, o incluso peor de lo que hoy día existe.
Sin embargo, parece imponerse la idea de que un acuerdo de compromiso entre el oficialismo y la oposición es mejor que mantener la actual incertidumbre institucional, que no tan sólo amenaza con contaminar el conjunto de la agenda gubernamental, sino profundizar la polarización política que vive el país.
Atrás quedan las opciones maximalistas o voluntaristas de querer cambiarlo todo para que todo quede igual. Así como la derecha no puede pretender cambios meramente cosméticos al actual texto constitucional, cuya obsolescencia ha sido reconocida muy mayoritariamente, así también los sectores progresistas tan sólo pueden aspirar a una constitución de mínimos, que reconozca nuevos derechos sociales garantizados, incluido el reconocimiento de los pueblos originarios. Una reforma del sistema político, electoral y de financiamiento partidario, que asegura una mayor gobernabilidad. El reemplazo del estado subsidiario por un estado social y democrático de derechos. Y normas que permitan el perfeccionamiento futuro de la nueva institucionalidad. Y no mucho más. Tampoco mucho menos.
Los plazos para arribar a un acuerdo están largamente excedidos y todo apunta a la necesidad de cerrarlo en los próximos días, aun cuando restan varios temas por resolver. Entre ellos, quienes pueden legítimamente invocar su condición de expertos, cómo se designan, garantizando que no actuarán como meros representantes de un determinado sector político, al igual de los convencionales elegidos. También si habrá espacio para alguna participación de independientes y representantes de las etnias originarios Y, ciertamente, la proporción entre expertos designados y elegidos. El itinerario del nuevo proceso constituyente, el mecanismo de arbitraje y varios otros etcéteras.
La crisis de la política y la degradación de la función parlamentaria
A estas alturas, es un lugar común afirmar que los partidos políticos atraviesan por una aguda crisis de representación y confianza ciudadana. El parlamento, junto a los partidos políticos, aparecen como las instituciones con menores grados de apoyo y legitimidad ciudadana. Y los llamados independientes que incursionan en la política no lo hacen mucho mejor.
Es condición necesaria para una democracia representativa la concurrencia de partidos políticos que interpreten grandes corrientes de opinión. Pero ninguna democracia puede garantizar gobernabilidad con 22 partidos con representación parlamentaria y otros tantos en proceso de formación. Todo aquello, sin contar con los díscolos e independientes, que no obedecen a disciplina partidaria alguna.
El expresidente Lagos, coincidiendo con la opinión de diversos sectores políticos y académicos, ha manifestado su inquietud por este fenómeno, sosteniendo que el país (más en concreto los partidos y el parlamento,) no parecen estar a la altura de los desafíos.
No deja de ser preocupante que, en el escenario de degradación de la función parlamentaria, reflejado en el clima de polarización, dispersión, descalificaciones mutuas e incluso agresiones físicas, el parlamento, que hoy aparece como parte del problema en vez de la solución, asuma un mayor protagonismo en el proceso constituyente.
Es más que evidente que resulta imperativo reformar el actual sistema político y electoral, incluyendo el mecanismo de su financiamiento, imponiendo nuevas barreras de entrada a los partidos al parlamento, que aseguren su real representatividad.
Un proceso constituyente podría abrir una oportunidad para asumir ese sensible tema que conspira en contra de la gobernabilidad del país. Pero es muy difícil imaginar que los propios incumbentes puedan impulsar esta indispensable reforma, afectando sus propios intereses. Por esa razón, entre muchas otras, resulta indispensable tener una mayor representación de convencionales elegidos por la ciudanía, para abrirle camino a los cambios y transformaciones que la salud democrática del país requiere con urgencia.