Por Claudio Fuentes S.
Profesor titular, Universidad Diego Portales
La violencia se ha transformado en un problema grave en recintos de educación escolar y universitaria. Por una parte está el fenómeno más vistoso de los encapuchados, pero por otra se han incrementado en forma explosiva las denuncian por acoso escolar o bullying. La violencia es parte de una escena cotidiana en el ámbito social y escolar.
En un estudio más reciente, de la misma agencia, el 42% de los estudiantes de cuarto básico indicó que se ha sentido discriminado en su establecimiento educacional, porcentaje que aumenta al 44% en estudiantes de Segundo Medio (Agencia de Calidad de la Educación, mayo 2019).
Pero esto no es algo nuevo. La Agencia de Calidad de la Educación realizó un estudio en el año 2013 con estudiantes de segundo medio, concluyendo que en el 21,3% de los establecimientos escolares los estudiantes percibían conductas agresivas de modo frecuente. En tales casos se percibía en forma diaria o varias veces a la semana que en sus espacios escolares se registraban actitudes de agresiones, empujones, descalificaciones, amenazas de agresiones, o peleas entre estudiantes y profesores. En el 46,2% de los casos se observaban esas actitudes con frecuencia media, esto es, algunas veces al mes. En un estudio más reciente, de la misma agencia, el 42% de los estudiantes de cuarto básico indicó que se ha sentido discriminado en su establecimiento educacional, porcentaje que aumenta al 44% en estudiantes de Segundo Medio (Agencia de Calidad de la Educación, mayo 2019).
A una convivencia escolar marcada por actitudes de alta conflictividad, se suman las percepciones de aceptación de la violencia para alcanzar objetivos. Los datos entregados por la Agencia de la Calidad de la Educación en mayo pasado son decidores: el 65% de los escolares cree que el fin justifica los medios y el 66% está de acuerdo con que la ciudadanía tome en sus manos la justicia a través de detenciones ciudadanas. Si observamos algunos datos a nivel nacional, una encuesta realizada por COES en el año 2014, mostró que el 33,5% de los chilenos no encontraban que era un hecho grave que personas golpeen en la calle a un delincuente si éste cometió un asalto, y un 22,2% lo encontraba medianamente grave.
el 65% de los escolares cree que el fin justifica los medios y el 66% está de acuerdo con que la ciudadanía tome en sus manos la justicia a través de detenciones ciudadanas.
Así, la violencia forma parte tanto de la convivencia cotidiana como también es percibida como un mecanismo justificable para resolver conflictos a nivel social por un segmento no menor de la población y de los propios estudiantes. A este clima de violencia cotidiano se suman percepciones altas de discriminación y maltrato que se manifiestan a nivel escolar.
Ante este problema que parece reciente pero que seguramente tiene raíces muchísimo más profundas y de largo plazo, las respuestas institucionales han venido por dos caminos: la solución punitiva y la formativa. En efecto, un segmento de los tomadores de decisión ha planteado la necesidad de resolver estos problemas por la vía de endurecer las políticas de castigo respecto de quienes rompen la convivencia escolar. Otros actores plantean que lo que está fallando es la educación ciudadana para los estudiantes, por lo que se debería insistir y mejorar la formación ciudadana para, a través de la entrega de conocimientos, los estudiantes puedan valorar los principios de la democracia, del diálogo y del civismo.
En mayo pasado, junto al Laboratorio Constitucional de la Universidad Diego Portales y Subjetiva decidimos explorar en los discursos de jóvenes universitarios sobre la participación y la democracia a través de un estudio cualitativo de grupos focales en jóvenes entre 18 y 24 años. Nos interesó indagar, entre otras cosas, respecto del modo en que las nuevas generaciones socializaban temas de interés público y si aquello se relacionaba o no con las instituciones de representación política.
En varias de las conversaciones se nos decía que un fuerte inhibidor de la participación es el temor a ser estigmatizado por sus propios pares. Los espacios universitarios de participación y movilización se transforman en espacios donde se reproducen conductas violentas de deliberación y resolución de conflictos.
Ratificamos lo ya constatado por otros estudios sobre la fuerte brecha que existe entre estas nuevas generaciones y el sistema de representación tradicional. Pero lo que encontramos más relevante y atingente al problema de la violencia que hacíamos referencia recién, es el nivel de conflictividad percibido por los jóvenes en sus propios espacios de sociabilidad. En varias de las conversaciones se nos decía que un fuerte inhibidor de la participación es el temor a ser estigmatizado por sus propios pares. Los espacios universitarios de participación y movilización se transforman en espacios donde se reproducen conductas violentas de deliberación y resolución de conflictos.
Preguntamos entonces respecto del modo en que se discute sobre política en un contexto más cercano e íntimo de la familia, los amigos y los establecimientos de educación escolar. En los grupos focales—salvo excepciones—se manifestó cierto consenso respecto de lo conflictivo que resulta hablar de temas políticos a nivel familiar por las tensiones y divisiones que provoca y por el adulto centrismo prevaleciente en las discusiones de la mesa dominical. Tampoco existía una percepción favorable respecto de la experiencia de participación en los colegios. El único espacio de diálogo y conversación es el de las amistades cercanas donde se producen los primeros espacios para la socialización y participación de acciones solidarias.
El único espacio de diálogo y conversación es el de las amistades cercanas donde se producen los primeros espacios para la socialización y participación de acciones solidarias.
Asistimos así a un cuadro complejo. La experiencia vital de un joven en Chile está marcada por espacios más de represión que de diálogo e inclusión. A la imposición de ciertas ideas y actitudes se suma la ausencia de espacios para conversar y procesar el aprendizaje cotidiano al que son expuestos. Un ambiente jerárquico y marcado por la tensión y confrontación provocan actitudes de escape, de desinterés, de descreimiento respecto del modo tradicional de resolver los conflictos. Pero al mismo tiempo, al tener que socializar, se van reproduciendo estas mismas actitudes sociales ya aprendidas.
Aprender a conversar y convivir en las diferencias es quizás el reto más enorme que tienen las democracias y aquello no se encuentra en un texto
Tal vez las soluciones de largo plazo no vayan ni por mayores niveles de represión ni tampoco por intentar introducir contenidos. Quizás lo que se requiere es incorporar prácticas, experiencias cotidianas que ayuden a generar diálogo y resolución de conflictos. Lo que se necesita, tal vez, no es un joven o estudiante que aprenda el significado teórico de la democracia, o del respeto por las minorías, sino más bien comunidades que practiquen en su día-a-día la empatía, el conocimiento del otro, el diálogo, la resolución de conflictos. Aprender a conversar y convivir en las diferencias es quizás el reto más enorme que tienen las democracias y aquello no se encuentra en un texto; aquello es imperativo desarrollarlo a partir de prácticas cotidianas en diversos espacios, en las familias, colegios, sindicatos, organizaciones comunitarias, en los medios de comunicación. La violencia en el aula no es más que el reflejo de un problema que inunda a nuestra sociedad: la imposibilidad de resolver de un modo pacífico nuestras diferencias.