Siempre me han impresionado esas imágenes de antiguos documentales que muestran en el Madrid de la Guerra Civil, como, en medio del asedio de los franquistas, apoyados por los implacables stukas alemanes, protegían de los bombardeos la estatua de la Cibeles, y el museo del Prado con los colchones de sus casas. La poca artillería antiaérea se situaba bajo la puerta de Alcalá, porque había que defender los símbolos de la ciudad que resistía.
Muchos años más tarde asistí emocionado con miles de madrileños al lento tránsito de los camiones que traían de New York, después de cuarenta años, los bastidores que contenían el Guernica, célebre cuadro de Pablo Picasso, y símbolo de la lucha contra el fascismo en Europa. Confieso que no pude contener las lágrimas cuando el silencio, los puños en alto, y la entrada a su última morada -el Casón del Buen Retiro, iluminaba la libertad de España y mostraba la comunión de su pueblo con una obra pictórica que la mayoría, desconocía.
Recuerdo todo esto cuando escucho a mis amigos ya mayores como yo que me dicen que en Chile, no pueden salir de noche. Que no se atreven a salir de sus casas, que no usan el transporte público, que tienen que movilizarse en taxis y sobre todo los taxis Uber, que parecen más seguros. Compruebo que hay una masa que destruye todo bajo cualquier pretexto. Una violencia desatada se desquita con los faroles de las calles, las luces de las plazas, los tarros de basura, los estacionamientos de las paradas de la locomoción colectiva. Los estudiantes destruyen sus colegios. Todo lo que parece formar parte de lo público es destruido sin piedad.
Aquello que se supone pertenece a todos, y sirve, principalmente, a los que más lo necesitan, ya no pertenece a nadie, o, al menos, no un grupo demasiado grande de personas.
Todo esto me lleva inexorablemente a lo que recordaba al principio, y me asalta una pregunta: ¿Quiénes son aquellos que no parecen reconocer como suyos los bienes públicos? Y no encuentro otra respuesta que esta: los mismos que no creen pertenecer a la misma comunidad que nosotros.
No. No se sienten parte de esto. Porque les dimos una educación pública deplorable cuando sosteníamos que lo importante era la cobertura. Y no nos importó cuando una misión de las Naciones Unidas nos advertía que un 40% de los chilenos no eran capaces de comprender las instrucciones en una caja de leche. Tampoco cuando se eliminaban las asignaturas de Educación Cívica, se reducían las de Historia y las de Filosofía. ¿Para qué? Crecimiento económico, lo demás es música decía autoritariamente un político autoritario. Toda señal de pertenencia estaba demás. Como estaba demás invertir en barrios decentes, amigables, que los sintieran como propios. Los “ninis” (que ni estudian ni trabajan) se incrementaron sensiblemente.
Aunque ya se sabía que Chile empezaba a liderar los primeros puestos en enfermedades mentales, y especialmente, en suicidios juveniles, de ese tipo de enfermos se hablaba poco, o no se hablaba.
Cuando Chile era ejemplo del mundo en transición democrática y solo hablaban los intelectuales de encargo, la sociología había que escucharla por los intersticios de la música de los rockeros urbanos. Las premoniciones saltaban en las letras de Los Prisioneros: Es otra noche más/De caminar/Es otro fin de mes/Sin novedad/Mis amigos se quedaron/Igual que tú/Este año se les acabaron /Los juegos, los doce juegos/Únanse al baile de los que sobran/Nadie nos va a echar de más/Nadie nos quiso ayudar de verdad/Nos dijeron cuando chicos/Jueguen a estudiar/Los hombres son hermanos/Y juntos deben trabajar(…………)A otros le enseñaron secretos que a ti no/A otros dieron de verdad esa cosa llamada educación/Ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación/Y para qué, para terminar bailando y pateando piedras”.
No sé por qué, pero mientras más difícil son las situaciones sociales más pronto afloran por doquier las soluciones básicas, facilonas, elementales. Supongo que, porque implican menos esfuerzos mentales y también porque así los problemas parecen no tener que ver con nosotros, y por ello las ponemos fuera de nuestras responsabilidades. Así, como si se tratara de un médico que al diagnosticar una enfermedad declara que su paciente tiene fiebre, hablamos de violencia, de destrozos, de las actitudes violentas. Zanahoria, para que cuando los malos se convierten en buenitos -si se les dota de principios patrióticos y nacionalistas-, siempre podremos recoger un lumpen peligroso y criminal, ordenarlo un poquito, y exhibirlo al modo de un felino amaestrado en los decadentes cenáculos del poder como ejemplo de las capacidades redentoras de la cultura oligárquica, tan bien representada en la constitución victoriosa en el reciente plebiscito.
Y a los demás: garrote. Garrote y zanahoria no es, probablemente, una solución demasiado novedosa para problemas tan acuciantes, pero es la que tenemos disponible. Garrote, son más y más carabineros; leyes duras contra los manifestantes; los encapuchados; los que salten torniquetes; los que pululen por los barrios; los que venden bolsitas de marihuana y pasta base. Ninguna de esas iniciativas legales se dirige a aumentar las penas y a perseguir y desarmar las bandas de los sicarios, a los que organizan el tráfico de personas; a los que prostituyen a niñas, que traen engañadas de otros países; a los que crean y mantienen sistemas de corrupción en las policías o las fuerzas Armadas, porque todos sabemos que no es lo mismo patear al gato que abofetear al tigre. Pero sirve. Especialmente para mostrar que estamos enfrentando el problema con decisión y patriotismo.
El problema es, sin embargo, que nadie cree, con un mínimo de honestidad en el examen, que las soluciones vayan por ese lado. Por mucho que aumentemos la población carcelaria -que ya es muy grande-, por cada joven marginal encarcelado habrá una decena que están listos para reemplazarlo. Y por eso, no dormimos tranquilos. Con más o menos conciencia vislumbramos que hemos creado una sociedad productiva en delincuencia y la cosa ya se nos escapa de las manos.
Es verdad, que siempre hay algunos que atinan, a buscar por otras partes, e intentar dar vuelta la situación, sin miedo a enfrentar el problema mirando sus orígenes, sus causas más profundas, como lo hacía Felipe Berríos en su día, o el alcalde Sharp ahora, que, con sus kilómetros de pintura, intenta alegrar el camino de la dignidad de los barrios pobres de Valparaíso.
Y no es que falten ejemplos exitosos de políticas públicas distintas y distantes a las pedestres y fracasadas soluciones puramente represivas. Uno interesante es el de Medellín. Primero porque sus resultados son espectaculares: de ser una de las ciudades emblemas del narcotráfico, el crimen y la corrupción a pasar a tener una calificación Clase AAA, es decir, de riesgo bajo o muy bajo; y segundo, porque todo ello se hizo con el concurso de la comunidad organizada. Pero para eso tuvieron que desvelar no pocas cegueras. Por ejemplo, esa que pretende poner la represión del criminal como punto de partida. Ellos se dieron cuenta que es la lucha contra la corrupción la madre de todas las batallas. Y para eso ejercieron el control ciudadano a la gestión pública, operando sobre el Ministerio Público, la judicatura y las policías y todo ello en el ámbito del municipio, de lo local. Así los narcos se quedaron sin soportes imprescindibles. Como también liberaron la ceguera de separar la educación en derechos humanos (policía) de la de valores de la ciudadanía (jóvenes delincuentes). Se dieron cuenta que son lo mismo y viven en los mismos espacios de conversación: escuelas, familias, barrios.
Como en cualquier problema social tan complejo como este, es preciso dotarnos de una mirada holística, que nos permita observar la situación desde muchos ángulos: urbano, ciudadano, cultural, deportivo, educacional, sanitario, y, por supuesto también criminal, pero teniendo presente siempre que la opción por la destrucción y la violencia, especialmente de los bienes públicos tiene que ver con la no pertenencia, la no identidad en las comunidades. Ese es el verdadero problema.
Y, aunque el camino para revertirlo es difícil; se puede. Como en el futbol podemos decir claro que se puede. Pero, a mi juicio, tenemos dos problemas : En primer lugar, para afrontarlo de verdad tenemos que empezar diciendo como en la película “El imperio contraataca” lo hace Darth Vader dirigiéndose a Luke Skywalker: Yo, soy tu padrey hacernos cargo de los monstruos que creamos. Y, en segundo, tenemos que asumir, que, aunque el camino es largo, hay que obrar con urgencia, porque en verdad tenemos poco tiempo. Demasiado poco.
1 comment
Bueno el artículo, quizás no muy novedoso, pero el Yo soy tu padre le da mucho vuelo.