1519. De Pigafetta a Neruda

por La Nueva Mirada

Por Pedro Lastra
Director de Anales de Literatura Chilena

En 1519 partió la primera vuelta al mundo de la expedición de Hernando de Magallanes, cuya posibilidad determinante fue el encuentro del estrecho que lleva el nombre de su descubridor. Tan memorable hazaña tuvo en Antonio Pigafetta, Patricio Vicentino y Caballero de Rodas, su principal testigo y excepcional narrador.

Verdadero catálogo de asombros y extrañezas, página a página se revela en su relato un don de observación y una curiosidad sin límites ante el espectáculo del mundo que quiso mostrar—dice al iniciar su libro—a quienes no se satisfarían «oyendo simplemente contar las cosas maravillosas que he visto y los trabajos que he sufrido durante la larga y peligrosa expedición que voy a describir, sino que querrían saber también cómo logré pasarlos, no pudiendo prestar fe al éxito de una empresa semejante, si desconociesen los menores detalles…»

Innumerables los lectores de este libro breve y apasionante, desde Carlos V, a quien el autor entregó el primer manuscrito, extraviado poco después. Fue reescrito probablemente hacia 1524 en Italia, editado finalmente en francés—al parecer como extracto y sin fecha, pero entre 1526 y 1535—y en seguida en italiano. De esta última versión proceden las ediciones que ahora conocemos. Como se ve, una trayectoria editorial tan intrincada que, después de todo, pareciera insinuar un reflejo, aunque harto atenuado, por cierto, de las extremas complejidades reales del acontecimiento que registra.

Aunque las variaciones editoriales del texto en esos avatares hayan sido considerables, el libro que nos ha llegado es único en su género y en sus proyecciones. Desde luego, fue pieza fundamental para los Cronistas de Indias desde el siglo XVI. A partir de entonces su insoslayable testimonio no ha dejado de comprometer e incitar las más diversas reflexiones en los ámbitos de la historia, la etnografía, la antropología, la lingüística y, de manera manifiesta o latente, en la creación narrativa, dramática y poética.

Mencionaré solo tres casos de esa evidencia que se podría titular, si se escribiera con extensión y detalle, más o menos así: Pigafetta en Shakespeare, en Browning y en Neruda.

En relación con Shakespeare, y en particular con su drama La tempestad, abundan las referencias de historiadores y críticos. Los lectores, a su vez, recordarán que en el drama de 1611 las cercanías son notorias y la mayor certeza es la mención a Setebos. Esa invocación demoniaca es de origen patagónico y su primera documentación se encuentra en el relato de Pigafetta, en su anotación de junio de 1520, que resumo: al intentar la captura de dos patagones en la bahía de San Julián, mediante un ardid para aplicarles grilletes en los tobillos, dice Pigafetta: «Tan pronto como notaron la superchería, se pusieron furiosos, soplando, aullando e invocando a Setebos, que es su demonio principal, para que viniese a socorrerlos».

Este es, pues, el Setebos que aparece en La tempestad shakespereana (segunda escena del Primer Acto) en un aparte de la súplica de Calibán a Próspero: «Debo obedecer. Su poder es tan irresistible que triunfaría de Setebos, el Dios de mi madre y haría de él un vasallo»; y al final de la obra (en la única escena del Acto Quinto), en la animada expresión de Calibán: «¡Oh Setebos! ¡Bravos espíritus, en verdad!».

Esas presencias, atraídas por Shakespeare, son fundantes en el extenso y complejo poema de Robert Browning “Caliban upon Setebos” (incluido en su libro Dramatis Personae, Londres, 1864).

Los párrafos anteriores deberán entenderse solo como un prolegómeno para llegar a momentos más cercanos a nosotros y, sobre todo, en una fecha tan significativa como son los 500 años del acontecimiento que modificó radicalmente la imagen del mundo.

El extraordinario poema de Pablo Neruda titulado “El corazón magallánico (1519)” es máxima expresión poética de una vivencia de lo que pudo ser, y sin duda efectivamente fue, la suma de las peripecias, padecimientos y del denodado empeño con que Magallanes y sus compañeros superaron esos padecimientos y lograron el propósito que los llevó a emprender semejante viaje a lo desconocido*

El extraordinario poema de Pablo Neruda titulado “El corazón magallánico (1519)” es máxima expresión poética de una vivencia de lo que pudo ser, y sin duda efectivamente fue, la suma de las peripecias, padecimientos y del denodado empeño con que Magallanes y sus compañeros superaron esos padecimientos y lograron el propósito que los llevó a emprender semejante viaje a lo desconocido*

No conozco un testimonio poético más intenso sobre los contratiempos y dificultades a los que se vieron enfrentados Magallanes y los 265 tripulantes que iniciaron su aventura el 10 de agosto de 1519, y de los que sobrevivieron—aparte los tránsfugas de la nave San Antonio—solo los 18 navegantes que arribaron a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522, ahora al mando de Sebastián Elcano.

Abundan los estudios y comentarios sobre el testimonio de Pigafetta, pero no hay duda de que nada puede sustituir su reveladora lectura: «en este libro breve y fascinante—dijo García Márquez al recibir el premio Nobel en 1982—ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy».

Pues bien: la intensidad de ese testimonio encuentra su correspondencia en el memorable poema de Neruda, escrito en 1941 o 1942 e incorporado posteriormente al Canto general. Su fundamento, su desarrollo, lo que se suele designar formación discursiva son, obviamente distintos, pero es una experiencia para el lector de hoy acercar el poema al relato de Pigafetta (a ciertas instancias del relato) y advertir cómo algunas situaciones muy cruciales narradas en ese diario se encuentran transvasadas al poema nerudiano.

Es seguro, o por lo menos altamente probable, que Neruda leyó con pasión y fervor el libro de Pigafetta y otros documentos referidos a la empresa del descubrimiento. La lectura del poema (que se reproduce íntegramente en esta revista) llevará al lector por una parte hacia aquello que ocurrió en la historia, y a lo que le habrá de ocurrir a él en el presente de sus lecturas, al asistir a la alucinante y desoladora visión de las imágenes nerudianas que siguen a ese “yo” manifiesto en el poema desde el subtitular de la instancia inicial:

De dónde soy, me pregunto a veces, de dónde diablos
vengo, qué día es hoy, qué pasa,
ronco, en medio del sueño, del árbol, de la noche,
y una ola que se levanta como un párpado, un día
nace de ella, un relámpago con hocico de tigre.
Despierto de pronto
en la noche pensando
en el extremo Sur.
Viene el día y me dice «Oyes
el agua lenta, el agua,
el agua,
sobre la Patagonia?»

Ese «yo» inicial se desplaza luego sabiamente hacia el personaje de Magallanes en el fragmento subtitulado “Recuerdo al viejo descubridor”, en el cual se describen algunos de los momentos más terribles de esa travesía:

Por el canal navega nuevamente
 el cereal helado, la barba del combate,
el Otoño glacial, el transitorio herido.
Con él, con el antiguo, con el muerto,
con el destituido por el agua rabiosa,
con él, en su tormenta, con su frente.

Aún lo sigue el albatros y la soga de cuero
comida, con los ojos fuera de la mirada,
y el ratón devorado ciegamente mirando
entre los palos rotos el esplendor iracundo,
mientras en el vacío la sortija y el hueso
caen, resbalan sobre la vaca marina.

Magallanes

¿Cuál es el dios que pasa? Mirad su barba llena de gusanos
Y sus calzones en que la espesa atmósfera
Se pega y muerde como un perro náufrago:
Ya tiene peso de ancla maldita su estatura,
Y silba el piélago y el aquilón acude
hasta sus pies mojados.

Imposible no recordar, después de la lectura de esos versos, la realidad del testimonio de Pigafetta, fechado el 28 de noviembre de 1520 a la salida del estrecho, sin tener la impresión que desde la mirada poética de hoy la escena descrita por el cronista revive y se actualiza gracias al poder transformador de la palabra poética que, más que expresar, crea e instaura sus imágenes y las reinstala en un tiempo que es todos los tiempos: como si se dijera, borgianamente, que un hombre es asimismo todos los hombres.

Anoto ahora el fragmento del diario de Pigafetta, que puede haber suscitado esa moción poética que nos invoca desde los versos de “El corazón magallánico (1519)”:

El miércoles 28 de noviembre desembocamos por el estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos enseguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos […]. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos del cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco […]. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de aserrín y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.

El miércoles 28 de noviembre desembocamos por el estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos enseguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos […]. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos del cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco […]. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de aserrín y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.

No imagino un mejor homenaje a la gesta magallánica que una relectura fervorosa de estas dos obras memorables. En el Primer viaje en torno al globo, de Pigafetta, y en “El corazón magallánico (1519)” de Neruda, semejantes emociones de desolación, de incertidumbres, de vivencia de la pequeñez humana frente a las abrumadoras dimensiones de una naturaleza desconocida y por lo mismo amenazante, se dan cita y se funden a través de los siglos. Estas breves aproximaciones han sido animadas por esa convicción, o razón de homenaje. Por lo menos, puedo decir que es el mío.

En el Primer viaje en torno al globo, de Pigafetta, y en “El corazón magallánico (1519)” de Neruda, semejantes emociones de desolación, de incertidumbres, de vivencia de la pequeñez humana frente a las abrumadoras dimensiones de una naturaleza desconocida y por lo mismo amenazante, se dan cita y se funden a través de los siglos.

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* “El corazón magallánico (1519)”
Hernán Loyola

Este poema fue publicado por primera vez en Cuadernos Americanos de México, número 2 (marzo-abril) de 1942. De lo cual deduzco que fue escrito por Neruda a comienzos de ese año o a finales de 1941, en la capital del país donde era Cónsul general desde mediados de 1940.

El arribo a México inauguró una nueva fase en la escritura de Canto general de Chile que había comenzado en 1938 con “Oda de invierno al río Mapocho”, prosiguiendo con “Atacama” (1939), “Almagro”, “Océano”, “Botánica” e “Himno y regreso” (Santiago, La Hora, 21.7.1940) y también, aunque no publicados aún, con los poemas “Tocopilla”, “Inundaciones-Terremoto”, “Araucaria” y algún otro.  Hasta entonces el esfuerzo de Neruda hacia una escritura épica que prolongara en Chile el canto poderoso de España en el corazón no lograba superar la frontera de lo colectivo popular, atisbos de denuncia social, y bocetos líricos del territorio, de su flora y fauna, sin alcanzar aún ese tono combatiente de lo épico. Faltaba la indispensable individuación del Enemigo, dificultad que Neruda tardará todavía algunos años en resolver. La crónica poética del pasado histórico había producido sólo el poema dedicado a “Almagro” (después “Descubridores de Chile”).

Faltaba la indispensable individuación del Enemigo, dificultad que Neruda tardará todavía algunos años en resolver. La crónica poética del pasado histórico había producido sólo el poema dedicado a “Almagro” (después “Descubridores de Chile”).

Figuras actuales no aparecían aún, por lo cual fue significativo que, a pocas semanas de su instalación en México, Neruda escribiera un “Oratorio Menor en la muerte de Silvestre Revueltas” (El Nacional, México, 7.10.1940), músico a quien conoció durante el Congreso Antifascista de Valencia-Madrid 1937. Este poema inauguró, al mismo tiempo, la ampliación del tema Chile al tema América para el proyecto del Canto general, y el retorno a la experiencia personal.

En el plano estilístico, “El corazón magallánico (1519)” marcó el recurso del poeta a la retórica de la interrogación (directa o indirecta) para aproximarse al origen y características del nuevo mundo por redescubrir. La modulación interrogativa será frecuente en los poemas del período mexicano de Neruda.

Así, en “El corazón magallánico (1519)” leemos estas preguntas de varia intención: «De dónde soy, me pregunto a veces, de dónde diablos / vengo, qué día es hoy, qué pasa, / ronco, en medio del sueño, del árbol, de la noche», «Oyes / el agua lenta, el agua, / el agua / sobre la Patagonia?», «Cuál es el dios que pasa? Mirad su barba llena de gusanos».

Así, en “El corazón magallánico (1519)” leemos estas preguntas de varia intención: «De dónde soy, me pregunto a veces, de dónde diablos / vengo, qué día es hoy, qué pasa, / ronco, en medio del sueño, del árbol, de la noche», «Oyes / el agua lenta, el agua, / el agua / sobre la Patagonia?», «Cuál es el dios que pasa? Mirad su barba llena de gusanos».

En otros poemas del mismo período domina el tono personal: «¿Nunca más, dime, sombra, nunca más, dime, mano?” (“Quiero volver al Sur”); «Qué hay para ti en el Sur sino un río, una noche, / unas hojas que el aire frío manifiesta?» (“Melancolía cerca de Orizaba”); “Qué luna como una culata ensangrentada?» (“Centro-América”).

La terrible atmósfera de desolación que impregna “El corazón magallánico (1519)” sugiere que el recuerdo del cruce del Estrecho, vivido por Neruda diez años antes, influyó la composición del poema.

La terrible atmósfera de desolación que impregna “El corazón magallánico (1519)” sugiere que el recuerdo del cruce del Estrecho, vivido por Neruda diez años antes, influyó la composición del poema.  En 1932 regresó a Chile, primero en un barco holandés desde Batavia (Java) hasta Colombo (Ceylán), y desde aquí hasta   Puerto Montt atravesando el Estrecho de Magallanes en la fase final. Interminables meses en compañía de Maruca Hagenaar, su esposa holandesa, en el carguero Forafric, inmortalizado por el poema “El fantasma del buque de carga” (Residencia I). A ese viaje Neruda dedicó además algunos amargos pasajes de la conferencia “Viaje por las costas del mundo (1942-1943)”, donde la presencia del Estrecho configura el máximo de la íntima desolación del poeta:

Por largo tiempo me acompañaron solitarios nombres de regiones desconocidas y lejanas, en donde tuve una casa, unos libros, tal vez una mujer. Esos nombres nunca interesaron a nadie… ¿Qué hubiera significado para nadie un mes, mil días, muchas semanas mías, muchas estaciones, en el golfo de Martabán, vagando por las orillas del río Irrawadhy, … o un día de lluvia en tren, en tercera clase a través de Tailandia, en la selva, o una mañana en el estrecho de Magallanes, tiritando, enfermo y sin trabajo, mirando al borde del agua el hocico de un impreciso buey marino con grandes bigotes de escarcha?… La división del mar es, pues, siempre diferente. Mis largas caminatas junto a sus acantilados, mis navegaciones hasta los rincones helados, en donde merecí llevar colgante del cuello el albatros muerto del antiguo marinero, me hicieron buscar más debajo de las olas, impregnarme de su zoología fantasma, temblar en el sitio mismo del naufragio.

Por largo tiempo me acompañaron solitarios nombres de regiones desconocidas y lejanas, en donde tuve una casa, unos libros, tal vez una mujer. Esos nombres nunca interesaron a nadie… ¿Qué hubiera significado para nadie un mes, mil días, muchas semanas mías, muchas estaciones, en el golfo de Martabán, vagando por las orillas del río Irrawadhy, … o un día de lluvia en tren, en tercera clase a través de Tailandia, en la selva, o una mañana en el estrecho de Magallanes, tiritando, enfermo y sin trabajo, mirando al borde del agua el hocico de un impreciso buey marino con grandes bigotes de escarcha?… La división del mar es, pues, siempre diferente. Mis largas caminatas junto a sus acantilados, mis navegaciones hasta los rincones helados, en donde merecí llevar colgante del cuello el albatros muerto del antiguo marinero, me hicieron buscar más debajo de las olas, impregnarme de su zoología fantasma, temblar en el sitio mismo del naufragio.

(Anticipo de revista NERUDIANA n°25-26 en vías de publicación/aporte de Pedro Lastra y Hernán Loyola)/

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