Cual cuento del lobo, mucho se ha especulado con el inminente fallo del Tribunal Internacional de la Haya sobre la demanda marítima boliviana. Se anunció para el pasado mes de julio. Ahora se rumorea la entrega para agosto (en pleno verano europeo). Pese a lo anterior, la mayoría estima que se conocería a fines de año.
En lo que nadie se atreve a especular es con su contenido. Aunque oficialmente se asume el optimismo acerca de un fallo en derecho – que acoja los sólidos argumentos esgrimidos por nuestro país en ese litigio – se instala la inquietud por lo que podría significar “un fallo salomónico”, que priorice no agraviar, o perjudicar, notoriamente a una de las partes.
Se descarta la posibilidad que el fallo pueda alterar el Tratado de 1904, que estableció los límites definitivos entre ambos países luego de la Guerra del Pacífico (que un artículo transitorio de la actual Constitución boliviana declara “insalvablemente nulo” por contravenir la reivindicación nacional de alcanzar una salida soberana al mar).
Hipotéticamente el Tribunal Internacional, aún sin reconocer los llamados “derechos expectaticios”, reclamados por Bolivia (basados en sucesivas negociaciones y conversaciones bilaterales entre ambos países, en donde incluso se barajaron alternativas, como la de Charaña), podría “instar” a retomar un diálogo en búsqueda de una solución para el conflicto que se arrastra desde hace más de un siglo. En circunstancias que el Presidente Evo Morales ha instalado el litigio como una de sus principales banderas de agitación interna, desplegando una fuerte y agresiva ofensiva diplomática, política, comunicacional y jurídica.
En ese contexto, un fallo que considere la obligación de negociar con buena fe una salida al mar para Bolivia, sería considerado como una derrota jurídica, diplomática y política para nuestro país. Mientras el gobierno boliviano lo asumiría como una gran victoria, que lo acerca al ansiado mar perdido en el conflicto bélico.
En este incierto escenario, sectores de derecha y algunos del llamado progresismo, cuestionan la decisión del gobierno de someterse a la jurisdicción de la Corte, asunto zanjado por un Tratado Internacional, levantando la propuesta de desahuciar el pacto de Bogotá, que nos vincula con la Corte Internacional de Justicia.
Optar por ese camino sorprende. En primer lugar, por el momento escogido. A escaso tiempo que el Tribunal Internacional emita su fallo. Además por su ineficacia, considerando que un eventual desahucio del pacto por parte de nuestro país no desliga a Chile de la obligación de acatar el fallo (a menos que se le declare insalvablemente nulo).
Así también sorprenden algunas de las argumentaciones a favor de la mencionada opción. En especial las esgrimidas por el ex subsecretario de RR.EE. y ex Comandante en Jefe del Ejército, Oscar Izurieta, afirmando que la suscripción de dicho pacto fue necesario cuando el país estaba en una débil postura. Hoy, asumiendo una mayor fortaleza, se estaría en condiciones para defender la soberanía, sin necesidad de recurrir al derecho internacional.
Es más que evidente que el fallo de la Haya, cualquiera sea su contenido, no pondrá fin a un conflicto que se arrastra desde el siglo 19 y que múltiples esfuerzos diplomáticos de ambos gobiernos no han logrado resolver en 130 años. Pese a la exploración de muy diversas fórmulas, más o menos imaginativas, considerando canje de territorios, o “enclaves”, con y sin soberanía.
Así, el problema se asemeja a los intentos por cuadrar un círculo, luego que tanto Chile como Perú han declarado sus fronteras como estratégicas y que ningún país aceptaría romper su integridad territorial para ceder un corredor marítimo a un país vecino. Sobre todo, a uno en que se alimentan sentimientos irrendentistas, por territorios perdidos en un conflicto bélico, cedidos en virtud de un tratado libremente suscrito por las partes y plenamente vigente.
Además, en el contexto de la agresiva ofensiva política, diplomática y comunicacional desplegada por el gobierno de Bolivia. La misma que ha generado una fuerte reacción nacionalista en nuestro país, disminuyendo, al extremo, el porcentaje de la población que apoya potenciales concesiones al incisivo vecino.
Todo lo anterior no implica que Chile deba desahuciar toda instancia de diálogo y búsqueda de solución a un problema que tensiona las relaciones entre dos países vecinos, esgrimido, además, con objetivos de política interna por diversos sectores en Bolivia.
Por el contrario. Tiene sentido la búsqueda de un entendimiento, aún si el fallo fuese completamente favorable para Chile. Sin obligación alguna de negociar asuntos zanjados por un tratado plenamente vigente y libremente suscrito por las autoridades de la época en ese país, Chile puede manifestar plena disposición a buscar soluciones viables, útiles y concretas a la demanda boliviana que, con o sin razones jurídicas, estima que la actual mediterraneidad es un obstáculo para su desarrollo. Una estimación que no se condice con las actuales condiciones de acceso al mar que les garantiza el propio Tratado de 1904 y que nuestro país ha buscado cumplir integral y fielmente. Independientemente que se puedan incrementar y mejorar.
Mantenerse o retirarse del Pacto de Bogotá refiere a otro debate. Una discusión legítima, que bien puede desarrollarse con posterioridad al conocimiento del fallo del Tribunal de La Haya, existiendo buenos y poderosos argumentos a favor y en contra. Entre ellos, el rechazo a medidas de fuerza, así como el reconocimiento del derecho internacional, recurso civilizatorio para resolver conflictos entre los estados y garantizar la plena vigencia de los derechos humanos como un todo indivisible.