Por Iván Witker
Aunque los apagones merman día a día el apoyo al régimen imperante en Venezuela, nada indica -de momento- que se esté frente al colapso del mismo. Aún más, todo parece indicar que la lógica geopolítica global se terminará imponiendo. Ahí, los intereses estadounidenses chocan con los de rusos y chinos.
Elliott Abrams, emisario especial del gobierno estadounidense para el problema venezolano, insinuó hace algunos días que se estaba en conversaciones con Beijing para presionar a Maduro. No se conocen detalles ni observan señales de acercamiento, pero lo más probable es que el actor local no sea considerado en esas tratativas.
Los arreglos inesperados entre los stockholders del sistema mundial suelen molestar a los actores locales. Un buen ejemplo ocurrió con la crisis de los misiles (1962). En aquel año, Nikita Jrushov y los hermanos Kennedy –tras 13 días de enorme tensión mundial y que han sido recreados varias veces en películas y series televisivas- optaron por solucionar esa, una de las mayores crisis de la Guerra Fría, que tuvo como epicentros a Cuba y Turquía.
Mucha documentación testimonia el fuerte enfado de Fidel Castro con la solución acordada entre Moscú y Washington sin consultarle literalmente nada. Y bien documentada está también su reconocida impulsividad que lo llevó a sacar a la calle a miles de cubanos a gritar “Nikita mariquita, lo que se da no se quita”. La experiencia histórica invita a pensar entonces que el involucramiento de China continental en el avispero venezolano bien podría desembocar en un arreglo inesperado.
Al día de hoy, China ha entregado a Maduro generosos créditos por casi US$ 62 mil millones de los cuales falta por pagar la mitad. Le compra masivamente petróleo, y, políticamente, le ha manifestado su apoyo. No cabe duda entonces, que el shichino (esa fuerza fundamental que mueve las cosas según Confucio) está presente en territorio venezolano y conviene interrogarse acerca de las razones de ello.
En primer término, Caracas reconoció a Beijing en 1974, tras ese cambio global tan profundo ocurrido en el mundo con los viajes de Kissinger y Nixon. Pese a ello, ambos países nunca ampliaron sus vínculos a las esferas del comercio o cooperación diplomática. Fue un paso meramente formal. Sólo con Hugo Chávez, Beijing asomó en el horizonte venezolano. Su interés era por un lado motivar a la dirigencia china a comprarle petróleo, algo que ocurrió aunque inicialmente en montos modestos, y, por otro, demostrar que le gustaba jugar en grande.
Chávez recibió en Caracas en 2001, con anuncios grandilocuentes y mucho exhibicionismo, a Jiang Zemin (a esa audiencia asistió Julio Iglesias, según información con fotos en sitios oficiales del gobierno chino, donde le cantaron a dúo “Solamente una vez”). Ahí se firmó un Acuerdo de Desarrollo Estratégico, el primero en su tipo entre un país latinoamericano y el gigante asiático. Chavez dijo gozoso que los chinos construirían el primer tren de alta velocidad en América del Sur (Ruta Tinaco-Anaco) y mucho más. Zemin no se fue a casa sólo con sonrisas y el recuerdo de la verborragia de Chavez; compró dos yacimientos petroleros a nombre de la estatal china Sinopec.
Por razones desconocidas, nunca hubo rastros del famoso tren-bala. Por el contrario, los yacimientos funcionaron en cierta armonía hasta el 2015 cuando estalló un lío judicial entre Sinopec y PDVSA que finalizó recién hace dos años en una corte de Houston. Esto demuestra que los chinos son magnánimos cuando quieren conseguir sus objetivos, pero no están dispuestos a regalar sus dineros.
La verdad es que la relación China-Venezuela floreció a partir de 2007, aún con Chavez, cuando ambos gobiernos crearon un fondo binacional de US$ 7 mil millones para proyectos conjuntos, cuya pieza central fue la colaboración espacial y la entrega a la china CITIC Group de la certificación minera del llamado Arco del Orinoco.
Al año siguiente, Venezuela tuvo en órbita su primer satélite (llamado obviamente Bolívar) destinado a las telecomunicaciones del país y levantamiento de mapas de las riquezas mineras del país; algo de sumo interés para la parte china. Años después fueron lanzados otros dos (el Miranda y el Sucre) y ahora preparan un cuarto (Guaicaipuro); todos con fines similares. A partir de 2011, Beijing invirtió también en minas de coltán, oro y diamantes. Caracas le compró 18 aviones de ataque K-8 y radares para la defensa antiaérea. Chávez describió esas activas relaciones, “tan sólidas como la muralla china”.
En 2010, las compras de petróleo por parte de Beijing dieron un salto gigantesco y pasaron de 40 mil barriles diarios (extraídos básicamente de los yacimientos de Sinopec) a casi 400 mil barriles por día. Mientras, las telecomunicaciones venezolanas pasaron a estar controladas íntegramente por ZTE. En 2014, el Presidente Xi llegó a Caracas a firmar una Asociación Estratégica Comprensiva.
Desde entonces el gobierno de Maduro ha contado con préstamos y créditos chinos frescos a tasas casi simbólicas, pagaderas con petróleo, para atender emergencias. Sin embargo, parece obvio que las capacidades de pago de volúmenes tan exorbitantes de deuda tiene que menguar ante tamaña crisis interna. Como lo demostró el pleito Sinopec-PDVSA, los chinos no están para regalar su dinero, por lo que es probable se inclinen hacia un cambio que les garantice no perder sus recursos. Venezuela es un deudor riesgoso.
Finalmente, Beijing tiene otra razón para mirar con cautela la situación venezolana. Los ciudadanos chinos residentes en el país. La última cifra oficial conocida se remonta al año 2000 y correspondía a 60 mil personas. En algunas de sus alocuciones, Maduro ha señalado que en la actualidad habría medio millón. Son cantidades no menores en un contexto complejo, que de ideología nada tiene. (Red NP)