Recibir una alerta de mensaje, tomar el móvil, abrir una aplicación de redes sociales, revisar el contenido, darle o no un “like”, pasar página, repasar perfiles de contactos para estar al día, cerrar la aplicación, dejar el móvil… Todo en pocos minutos y varias veces por cada hora para vivir nuestra cotidiana experiencia digital y seguir con la rutina diaria de un acompañamiento silencioso y, a fin de cuentas, solo.
(Des)compartiendo incomunicaciones
¿A quién no le ha pasado el relato que encabeza esta nota desde hace al menos unos doce o trece años, cuando irrumpieron las primeras redes sociales con algo de masividad en Chile, y que en el último quinquenio se ha acelerado y multiplicado fruto de los avances tecnológicos, el asentamiento de la cultura digital y, recientemente, de la pandemia Covid-19?
Para la psiquiatra Marie-France Hirigoyen el fenómeno de la vida y el trabajo posmoderno se ha transformado en una fábrica de solitarios, tal como lo plantea en su libro “Las nuevas soledades”. Mediante testimonios recogidos en forma anónima de sus pacientes, explora el actor contemporáneo de vivir, plagado de temores al rechazo y dudas sobre las posibilidades de querer y ser querido.
Solteros cada vez más numerosos, la independencia de las mujeres y su soledad como aparente elección, la felicidad en el centro de las conversaciones, la apreciación negativa de los solitarios, la ilusión de la búsqueda de la pareja ideal, los cambios en el modo de construir la vida con otro, el desconcierto de los hombres, la apreciación negativa de los solitarios, la relaciones cada vez más duras… Todo se plasma en el temor al rechazo y a encontrarse con la nada: ¿nadie me quiere o no quiero a nadie?
De acuerdo a la autora transitamos una ruta de encuentros imposibles o cada vez más complejos. La crisis de los estereotipos, las dificultades para asumir ser padres, la dureza de las rupturas, las mujeres por décadas bajo control como paso a la violencia, el trabajo como fábrica de soledades, la poligamia sucesiva, parejas que no conviven, la obligación del amor transmutado a un camino a la soledad…
Duro diagnóstico reflexivo acerca de cómo quedamos aislados en un mundo cada vez más expuesto, visibilizado, sélfico y competitivo. Es aquí que la ciberdependencia cobra su precio al mantener la ilusión de no estar solos. Los chats como espejismos comunicativos, la falsa intimidad bajo exhibicionismos afectivos y compulsivas confesiones en redes sociales, las exigencias por verse atractivos y ser los mejores, las pseudoamistades sin conflictos, el miedo a la alteridad, el zapping de las relaciones, consumir para existir y las falsas recetas de la autoestima como búsqueda de protección.
Diseñando tristeza
Algunas derivas de las nuevas soledades remiten al debilitamiento del deseo, a la vida sin sexo, a la reivindicación de la asexualidad, de pasar del deseo del otro al deseo de ser uno mismo, de la negación del amor para evitar el sufrimiento de la potencial ruptura, de una practicidad aniquiladora de los afectos sinceros y valientes. Una huida de un mundo angustiante -independiente del nivel de vida-, la búsqueda del desprendimiento como desapego y el silencio para comprender la soledad.
En este plano, junto con Hirigoyen, vale la pena rescatar un libro publicado el 2019 y fuertemente comentado en Europa en meses recientes, del teórico de medios interactivos, Geert Lovink. En “Tristes por diseño – Las redes sociales como ideología”, el académico de la Escuela Superior de Amsterdam afirma que la tristeza se ha transformado en un problema de diseño, donde los altibajos de la melancolía se codificaron en las plataformas de las redes, bajo algoritmos que recogen cada comportamiento de los usuarios y cuyo resultado después de navegar siempre es una pérdida de tiempo.
Fake news, memes, selfies, adicciones en línea, virales tóxicos y toneladas de mensajerías por cada segundo expresan el fracaso de un mundo de solitarios conectados. De una usabilidad digital desechable que requiere la superación de lo que denomina el “nihilismo de las plataformas”.
A su juicio la tecnología induce a la tristeza como estado mental, llena de recomendaciones algorítmicas que arrastran de modo creciente al usuario a un enganche que evita que se vaya de la red y que lo agota. Sea desde Sur Corea, Taiwán o Silicon Valley, la fórmula es la misma, dice.
Lovink no insta a abandonar las redes sociales, porque mucha gente depende de ellas para conectarse con amistades o para acceder al trabajo. Sí advierte que la idea primaria del utopismo tecnológico en los 90, de internet surgiendo como instrumento de empoderamiento ciudadano, ha dado paso a la saturación comunicativa que produce el efecto contrario de aislamiento, dependencia y pérdida de tiempo.
La constante fluir de contenidos efímeros en redes como twitter u otras lleva en ocasiones a las mujeres a la tristeza, la depresión y la melancolía, advierte; mientras a los hombres, la irritación, el enfado o la descalificación y el troleo. En todos los casos también, la saturación a la exposición de contenidos conlleva a un potencial estrés digital. Particularmente explica en el periódico catalán La Vanguardia que la autorrepresentación constante de un estatus social deseado suele contrastarse con la precaria realidad, cuestión que conduce a la tristeza.
Sin caer en fatalismos moralistas, sea que estemos de acuerdo con Lovink o no, las redes sociales han derivado en gran medida en asentar la cultura del yo como constante distracción. Una práctica sucesiva de mensajes autorreferentes, que acaban fragmentando la autoestima en medio del silencio que, paradójicamente, se incuba y descansa entre toneladas de entropía digital.
¿Mejor cibersolitario que análogamente mal acompañado?