El debate sobre la nueva Constitución en materias económicas ha ido bajando de decibeles y la mayor parte de los comentaristas internacionales saluda que Chile haya encaminado una salida a la profunda crisis social y política de 2019 mediante un proceso constituyente participativo.
Este ha dado lugar a un borrador de texto constitucional que no contiene medidas extremas o que no se conozcan en otros ordenamientos institucionales democráticos en el mundo. No obstante, persisten voces empresariales internas, y de los representantes de sus intereses, que insisten en la “incertidumbre” que sobrevendría de aprobarse la nueva Constitución. Uno se pregunta: ¿no es acaso la economía de mercado esencialmente incierta? ¿Quién sabe a cabalidad cuál será el valor del dólar, o del cobre, o de las tasas de interés, o de los salarios reales o de la inflación externa e interna en unos meses más? ¿O de los retornos empresariales y del trabajo en cualquier horizonte de futuro que se quiera analizar? A lo más se puede conjeturar escenarios. Dado lo importante que son las expectativas en economía, más vale hacerlo de manera razonada. Tiene poco sentido ensombrecer sistemáticamente los panoramas futuros e insuflar miedo a la población con el objeto de crear un clima adverso a los cambios. Esto se revierte a la postre contra sus propios intereses. ¿Y no consiste acaso la democracia en que no se sabe cuánto durará un gabinete, qué políticas se llevarán a cabo exactamente frente a coyunturas sobrevinientes o quién gobernará en el próximo período, en los llamados peyorativamente “gobierno de turno”? Menos mal que lo son, pues si no estaríamos en presencia de una dictadura.
También aparecen tergiversaciones desde fuera. En esto destacan las del Wall Street Journal. En la prensa conservadora actual se suele hacer afirmaciones sin fundamento, incluyendo la internacional. En este caso, se afirma que «si la campaña del «no» (del rechazo) fracasa, la economía chilena de alto rendimiento de las últimas tres décadas podría encaminarse a un nivel de mediocridad similar al de sus vecinos Bolivia y Argentina«.
La evidencia (en este caso tomada del World Economic Outlook Database del FMI) muestra que la tasa de crecimiento anual promedio del PIB entre 1990 y 2019, en los 30 años anteriores a la pandemia, fue similar en Chile (4,5%) y Bolivia (4,1%), y agreguemos también en Perú (4,2%). En cambio, si no se considera la década de 1990, entre 2000 y 2019 este crecimiento fue superior en Bolivia (4,2%) que en Chile (3,7%). Lo propio ocurrió entre 2010 y 2019 (4,7% para Bolivia y 3,2% para Chile). Recordemos que en la última década predominaron en Chile los años de Sebastián Piñera y que en Bolivia gobernó Evo Morales entre 2006 y 2019. Para registro.
Por otro lado, en las dos últimas décadas la evidencia indica que Perú creció bastante más que Chile, aunque esto contradiga el prejuicio según el cual se supone que Chile es superior a Perú en todo y para qué decir que Bolivia, en donde además gobernó un indígena que nada menos que nacionalizó el petróleo y el gas, entre otras heterodoxias que le permitieron recanalizar socialmente la renta proveniente de los recursos naturales del país y al mismo tiempo impulsar un persistente crecimiento.
Por su parte, Argentina creció efectivamente menos que Bolivia y Chile, lo que se acentuó notoriamente en la última década. En buena parte de ella gobernó el liberal Mauricio Macri (2015-2019) con mediocres resultados, también para registro.
Tasas de crecimiento anual del PIB (%)
Entonces, siguiendo la lógica que mide el progreso de los países a partir de las tasas de crecimiento del PIB, como hace el Wall Street Journal, al parecer lo conveniente para Chile sería «encaminarse a un nivel de mediocridad similar» al de Bolivia.
Convengamos, en cambio, que lo razonable es no analizar los temas económicos con prejuicios que dan la espalda a los hechos (el llamado “sesgo de confirmación”). Se debe partir por constatar el mejor desempeño económico relativo en materia de crecimiento del PIB de Bolivia -que parte de más abajo en el PIB por habitante- durante los gobiernos de Evo Morales en comparación con Chile y Argentina. Y más recientemente también con Perú. Y que Chile ha bajado su tasa de crecimiento en las últimas dos décadas, sin poder mantener el récord de la década de 1990 al retornar la democracia, por lo que requiere repensar su modelo productivo y crear nuevas palancas de aumento de la productividad y del bienestar colectivo. Eso es lo que sugieren los datos (los de PIB y otros, como los que acaba de compilar la OCDE para Chile en materia de Objetivos de Desarrollo Sostenible hacia 2030). A partir de ahí, se podrá opinar lo que se quiera, pero al menos considerando de qué se está hablando.
También se podrá constatar que la nueva constitución no es incompatible con políticas liberales -con excepciones más que razonables en algunas materias sociales, ambientales y de uso de recursos naturales- o bien social liberales, o socialdemócratas o transformadoras de las estructuras productivas y distributivas. Todo conjunto de políticas, cualquiera sea su orientación, se podrá canalizar por la vía de la ley, en tanto los gobiernos elegidos dispongan de mayoría parlamentaria. Si no es así, deberán componer sus legislaciones con el parlamento. Esto incluye reformas a la Constitución a partir de 2026, pues ya no será pétrea.
¿No es en mecanismos de gobierno de este tipo en lo que consiste la democracia? La perspectiva efectiva de Chile es que está cerca de lograr por primera vez en su historia un sistema de gobierno emergido de un proceso constituyente plural, democrático, paritario y con escaños reservados indígenas. De aprobarse, la mayoría del pueblo determinará en elecciones periódicas -con igualdad de oportunidades de competencia entre los distintos proyectos políticos- la orientación de la acción gubernamental, protegiendo al mismo tiempo los derechos fundamentales de la ciudadanía y con una mayor autonomía territorial e indígena. No hay ni “autocracia”, ni “desmembramiento del Estado” ni “indigenismo”. Solo una democracia plural actualizada para el siglo XXI.
Esto es lo que en lo fundamental garantiza la nueva Constitución. Y es a lo que no se resignan los conservadores y sus aliados “amarillos”. No les resulta concebible que en un país como Chile de tan arraigado y naturalizado dominio oligárquico, empiece a primar desde 2026 sin vetos de las minorías aquello que se denomina -desde la revolución francesa y las independencias latinoamericanas- la soberanía popular y nacional republicana.