Desolación del Racionalismo moderno. Por Mario Valdivia V.

por La Nueva Mirada

Nuestros políticos están desprestigiados. Quizá no por ser políticos, sino porque son seres humanos. Es posible que el desprestigiado sea el ser humano. Nosotras, nosotros.

Perdida la pasión, más bien reprimida como un residuo primitivo, nos relacionamos con los demás – y nos entendemos a nosotros mismos – exclusivamente como portadores de intereses y conveniencias. La pasión tiene fama de oscura, explosiva, inmanejable, peligrosa. Las conveniencias y los intereses se pueden articular, medir y negociar en un dialogo racional. Sea en transacciones mercantiles o políticas.

la falta de pasión des – moraliza. Literalmente, licúa la posibilidad de ser moral.

Sin embargo, la falta de pasión des – moraliza. Literalmente, licúa la posibilidad de ser moral. Si nada apasiona, nada tiene importancia; si nada importa, no hay con qué apasionarse. Con la modernidad y el racionalismo, pienso que los seres humanos como nunca en la historia hemos procurado relacionarnos exclusivamente desde nuestra razón, como si la pasión y el cuerpo no existieran o fueran inferiores. Tan modernos, y nunca tan poco materiales, tan espirituales. Interesadas, desapasionadas y sin moral, la astucia deviene la habilidad esencial: el disimulo de nuestras conveniencias como si correspondieran a intereses de los demás. Vemos a los otros como máscaras porque los miramos tras las máscaras que somos. Arteras y engañosos, vivimos diseñando estrategias de ocultación para proteger lo único valioso que tenemos: nuestras conveniencias. Confiar, dar por supuestas las buenas intenciones, aceptar la verdad mientras no se demuestre lo contrario, es de ingenuas, inocentones sin remedio. ¿Quién quiere ser considerado un completo boludo? Así, nuestra propia malicia, nos hace ver a los demás como marrulleros.

desde nuestra razón, como si la pasión y el cuerpo no existieran o fueran inferiores.

Detrás del político en la televisión nos vemos a nosotros mismos. No podemos pensar bien.

Vemos a los otros como máscaras porque los miramos tras las máscaras que somos.

Echo de menos la pasión, los valores gravitantes. Me ocurre a mí, y observo que es una nostalgia extendida. Observamos y sentimos la astucia generalizada como desolación. Pensamos mal de nosotros mismos y procuramos tranquilizarnos con explicaciones cínicas, convirtiendo el cinismo en estilo dominante. Quizá nunca he podido subirme sin reservas al carro de la modernidad. O quizá la modernidad tiene una pasión de fondo sin la cual no puede existir – la pasión por la verdad, por la razón -, que no quiere reconocer como un valor pasional. Y si es verdad que solo somos individuos movilizados por conveniencias personales, ella pone en evidencia el cinismo que hay en su raíz. Quien insista en los derechos de la razón y la verdad, no estaría haciendo nada más que asegurar sus conveniencias personales. La modernidad inventa así su desolación distintiva.

El cuidado de la vida en la tierra, la protección de la red de nichos que la vida produjo como su propia morada, la relación delicada y respetuosa que se hace necesaria con lo que no entendemos racionalmente bien, el misterio de la constante regeneración de la vida, demanda a fondo nuestra capacidad de apasionarnos, de cultivar valores morales gravitantes. La modernidad amenaza la vida. No será salvada solo con más razones, verdades instrumentales y tecnología. La vida en la tierra se impone como sagrada. No como un valor superior antimoderno, sino como una superación de la racionalidad, que preserva todas sus potencialidades. Un despertar de la pasión de cuidadores y cuidadoras de la única morada de la vida en el universo (hasta ahora), que supere la pasión por razones y verdades con las que no contamos ni contaremos nunca, sin destruir lo que sabemos. Tenemos que vivir, aunque no sepamos bien cómo, cuidando apasionadamente la vida.           

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