Nos educamos para un mundo sólido. Algo así como una bodega de cosas y personas agrupadas por categorías, que debemos saber manipular mediante protocolos y procedimientos.
Desde la ingeniería a la psicología, pasando por la economía y la sociología, me parece que eso es lo que normalmente aprendemos a hacer.
El mundo líquido es un mundo de conversaciones. De creación compartida de narrativas que le dan sentido a la existencia, crean horizontes de posibilidades e inventan propósitos. (Supongo que es lo que tratamos de hacer en esta publicación.) Y también de escuchar narrativas de otras, y las que intiman lo que viene. (K. Kavafis: “El misterioso rumor les llega de los acontecimientos que se aproximan”.)
Me parece obvio que narrar y escuchar narrativas es educable. Pero no abandonando las humanidades en nombre de destrezas tecnológicas para manejar con eficiencia cosas y personas por categorías en el mundo-bodega. Cuando las narrativas revienen como esquemas lógicos (Power Point), éstos como información y ésta como código binario; y aquellas quedan clasificadas en la categoría “Arte” en el mundo-bodega.
También de conversaciones para producir acción y colaborar en la producción de resultados para otras personas. De hablar comprometidamente en la intersección de las narrativas y la acción. Exige cambiar la educación del lenguaje como instrumento para transmitir mensajes con información, al lenguaje como actos de habla. A conversar como práctica creadora de relaciones mutuamente valiosas y confiables. Muy pocas personas pueden navegar solas en el mundo líquido. La navegación y el nomadismo son artes grupales, colaborativos, altamente exigentes de confianza. (F. Flores et al., “Building Trust”, Oxford.)
La navegación de altura en un mundo líquido solo es posible acompañada de estados de ánimo muy específicos. Cuando menos por oposición al ánimo de confianza personal basado en saber, en la certidumbre, típico del que es necesario para manejarse competentemente en el mundo-bodega. El ánimo que cultivamos por default en nuestro sistema de enseñanza: aplomado si sabe qué hacer, confuso y atemorizado si no sabe; al que nos hemos acostumbrado, seguramente. Pero el mundo es líquido precisamente porque no se puede saber qué hacer. El conocimiento, la base de la educación actual, no sirve en aguas turbulentas ni en aventuras nómades por tierras ignotas. Y es lo que hay.
Se navega en el mundo liquido en un ánimo de resolución. La responsabilidad por la acción es exclusivamente de la navegante, con plena aceptación de que el cálculo de minimización de riesgo no es posible, y no hay un número que pueda fundamentar ni justificar su decisión. Y de serenidad. Con plena aceptación de que el futuro traerá eventos contingentes imposibles de controlar, que nada es seguro. Vivir a la expectativa de resultados planeados, olvidadas de la radical imposibilidad de predecir – pensando que esta vez sí el riesgo ha sido bien calculado – es el ánimo habitual que preside la acción en el mundo-bodega. A la espera, haciéndose ilusiones una vez más, rondado por la ansiedad.
¿Se puede aprender a cultivar el ánimo de resolución serena? Seguro, tal como fue aprendido el ánimo de certidumbre basado en el conocimiento de la modernidad científico-tecnológica que convirtió el mundo en bodega. Quizá épocas pretéritas más navegantes, nómades y aventurosas que la nuestra ya lo experimentaban.