El alma despierta de Juan Guzmán Cruchaga. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

Un desgarro sonoro, una voz, llamas extinguidas. Todo eso y más tiene el breve poema “Canción” del chileno Premio Nacional de Literatura en 1962. A principios de Siglo XX el texto logró una buena acogida, incluso entre uno de los críticos más implacables y severos de la época.

Canción

Alma, no me digas nada,

que para tu voz dormida

ya está mi puerta cerrada.

Una lámpara encendida

Esperó toda la vida tu llegada.

Hoy…

la hallarás extinguida.

Los fríos de la otoñada

penetraron por la herida

de la ventana entornada.

Mi lámpara estremecida

dio una inmensa llamarada.

Hoy…

la hallarás extinguida.

Alma…no me digas nada

que para tu voz dormida

ya está mi puerta cerrada.

Recuerdo en la década de los 80 cuando por televisión pasaban un aviso con este poema de Juan Guzmán Cruchaga (1895 -1979). La voz engolada y estereofónica del locutor me causaba una gran impresión. También la imagen de una casona antigua, un día nublado y flores desde las que goteaba el rocío mañanero. Entre la sensación de romance y desesperanza, recuerdo también que en mi mente infantil aprendí estos versos de memoria y me motivaron a iniciar una incipiente vocación de poeta influenciado por el dolor, el amor y la angustia. En ese momento desconocía que el implacable crítico Hernán Díaz Arrieta, también conocido como Alone, redactor de un conocido diario, escribió sobre esta obra: «¿Qué tiene ese breve poema, sordo, discreto, de ojos bajos, de voz meditativa y tono menor, que abre y cierra en su mínimo espacio un círculo eterno, resonante?».

Y es que es así, tal cual lo menciona Alone, este pequeño poema, escrito por Guzmán Cruchaga en su juventud, tiene una sonoridad y eternidad especial, una búsqueda que desgarra, que llega a la médula. Con cinco palabras al inicio (Alma no me digas nada) es capaz de establecer una sentencia feroz y descarnada. El hablante lírico le pide al alma que se calle porque es tal el nivel de desesperación que no puede hacer nada. ¿A qué nivel de dolor o angustia puede llegar el alma? ¿Son los ecos de la vida los que no se escuchan, los que se esconden debajo de gruesas frazadas, que deslumbran, sueñan y atrapan? Según una de las tantas definiciones de la RAE, el alma es “el principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la vida”.  Incluso, Duncan McDougall, un desconocido médico de Haverhill, Massachusetts, se aventuró en experimentar en 1907 con pacientes moribundos y perros para determinar que el alma pesaba 21 gramos. A pesar de que los resultados no fueron totalmente claros y concluyentes, hasta el día de hoy persiste esa creencia en la cultura popular y nadie ha sido capaz de rebatirla.

Volviendo al poema de Guzmán Cruchaga, la desazón y el dolor en los versos del poeta son tremendos. Premio Nacional de Literatura en 1962, explora con distintos elementos como puertas cerradas, lámparas encendidas, el frío de la otoñada, ventanas entornadas y llamaradas extinguidas. En el texto no hay una vuelta atrás, es la desolación misma, la decepción de la vida, la voz dormida, apagada, la señal de que no hay un punto de regreso posible. No existe una vuelta atrás.

Guzmán Cruchaga estudió Derecho, después de recibirse consiguió trabajo como cónsul y fue enviado como diplomático a diferentes destinos, tales como El Salvador, Hong Kong, Washington, Argentina y Colombia. Muy joven comenzó a escribir sus versos en Zig-Zag. A los 19 años publicó “Junto al brasero”. Posteriormente dio a conocer su primera obra teatral “La sombra”. Continuó su trabajo poético con “Lejana”. En 1922 retomó el teatro con “El maleficio de la luna” y además publicó su libro de poemas “La fiesta del corazón”. En 1925 dio luz a una antología con sus versos “Agua de cielo”. En los últimos años de su vida redactó “Canción y otros poemas” (1950); “María Cenicienta o la otra cara del sueño” en 1952; “Altasombra” en 1958 y “Sed”. Pero es “Canción” el poema que persiste en la retina colectiva, el que queda y se aprende fácilmente. El surco de la vida, el rastro del alma es lo que se asoma y perdura en una existencia posiblemente sombría y triste.

Escuché el poema en una grabación con la voz añosa y sobrecogedora de Guzmán Cruchaga. Me quedo con el texto leído por el locutor ochentero, ese que con la sonoridad de sus palabras hizo que una fría tarde de otoño me asomara con interés hacia la pequeña pantalla cuadrada, encendida en mi casa y me conmoviera. Han pasado unos cuarenta años y aquí sigue resonando el poema con el alma despierta y errante de Guzmán Cruchaga. Más allá de los 21 gramos de McDougall y del principio vegetativo, intelectual y sensitivo que esgrime la RAE, para mí el alma está en lo que no se mide. En una esplendorosa libertad que no se ve porque avanza dentro del organismo de manera impalpable, irresistible e impoluta.

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