Por María Paz Ortega Frei
Han transcurrido 18 años desde el inicio de la investigación judicial sobre las circunstancias de la muerte de Eduardo Frei Montalva. Gracias al trabajo del juez Madrid, de los abogados que han llevado la causa y los desvelos de la familia, se ha podido establecer, a partir del año 2009, que el ex presidente fue asesinado. Se trata del único caso de magnicidio en la historia de Chile.
Ciertamente, en una democracia avanzada, apenas establecidos los hechos, actores políticos, intelectuales, dirigentes sociales, autoridades espirituales y líderes de opinión, habrían hecho sentir su enérgica condena. Nada de aquello ocurrió el 2009, cuando el juez reveló que el ex mandatario había sido asesinado. A partir de los recientes errores del gobierno en la designación de un ministro y un subsecretario, ante la inminencia de un fallo por parte del juez Madrid, el tema de los derechos humanos y el caso Frei retoman un lugar en la agenda pública.
¿Por qué tantos años de apatía? ¿Qué falta en Chile para que los derechos humanos sean parte del consenso básico de nuestra convivencia?
Por lo visto los chilenos hemos estamos hace rato en otra. Es un hecho que la política no entusiasma y que después de las movilizaciones de los 80, para recuperar la democracia, nuestro interés parece centrarse en los temas del crecimiento.
En una democracia avanzada, apenas establecidos los hechos, actores políticos, intelectuales, dirigentes sociales, autoridades espirituales y líderes de opinión, habrían hecho sentir su enérgica condena. Nada de aquello ocurrió el 2009, cuando el juez reveló que el ex mandatario había sido asesinado.
Vivimos casi dos décadas de dictadura militar. Sus defensores y, también, muchos de quienes fueron sus detractores, piensan que a pesar de los “excesos” cometidos, el país logró despegar. No es majadero insistir que aquellos “excesos” se llamaron desaparecidos, torturados, muertos. Parte de nuestra enfermedad, como país, es haber llegado a admitir ese modo de pensar. Cierta indiferencia respecto del magnicidio del Presidente Frei, como de todos los crímenes cometidos en dictadura,tiene su raíz en la consideración de esos hechos como parte del costo a pagar por los indicadores de progreso, que el país se vanagloria en haber alcanzado en estas últimas tres décadas.
Aquella es una manera de pensar terrible y aberrante. Sin embargo se reitera, con frecuencia, a propósito de los atropellos a los derechos humanos en dictadura y de las víctimas que, hasta hoy, claman justicia. El caso de Eduardo Frei Montalva no escapa a esta inmoral indiferencia. Tiene que ver con una crisis de valores que afecta a la política nacional.
Aquella indiferencia, también se extiende entre los que padecimos la dictadura. Demasiado rápido olvidamos los sentimientos que ese tiempo despertó en nosotros. Frente al terror y la arbitrariedad pudimos experimentar sentimientos de solidaridad y lealtad. La experiencia de esos años nos hizo seres humanos sensibles, con la lealtad incorruptible de los indefensos.
El caso Frei es parte de esa enfermedad. Del razonamiento que se funda en el deseo de olvidar la historia, de negar la conexión con el pasado, de dar vuelta la página, de espalda a los otros, sobre todo a los perdedores. No es majadero recordar que esos perdedores son los desaparecidos, torturados, asesinados y los excluidos. De esta enfermedad, los únicos responsables somos nosotros.
Eduardo Frei Montalva, mi abuelo, y todos nosotros, participamos de esa experiencia. La vivimos desde el dolor por la pérdida de la democracia y fuimos capaces de sobreponernos con generosidad, pensando en recrear el sentido de comunidad perdida.
Ese afán de solidaridad y nobles sentimientos fueron resultado de la dura experiencia que nos dejó la dictadura. Lo olvidamos demasiado pronto. La ansiedad por dejar atrás ese período y mirar hacia adelante, nos alejó de lo mejor de nosotros mismos. Nos plegamos con burdo entusiasmo al exitismo, al goce de nuestra libertad, con indiferencias y egoísmos.
El caso Frei es parte de esa enfermedad. Del razonamiento que se funda en el deseo de olvidar la historia, de negar la conexión con el pasado, de dar vuelta la página, de espalda a los otros, sobre todo a los perdedores. No es majadero recordar que esos perdedores son los desaparecidos, torturados, asesinados y los excluidos. De esta enfermedad, los únicos responsables somos nosotros.
Más allá del impacto momentáneo por un inminente fallo de la justicia en un caso emblemático ¿será posible que lleguemos a entender que los derechos humanos son un estándar ético, básico para proyectar hacia el futuro nuestra convivencia?
Lamentablemente el espectáculo de este mes de agosto nos dice, a las claras, que derechas e izquierdas conservadoras no asumen cabalmente que, más allá de lo judicial o de lo político, la ética de la convivencia se funda ante todo en el respeto sagrado del otro. De su vida y derechos fundamentales, sin ninguna ambigüedad. Y sin apelar a ningún contexto.