Más allá del episodio Cristián Barra y su desenlace, permanece el intento del gobierno de Sebastián Piñera de autorizar que las Fuerzas Armadas participen en tareas policiales al margen de todo estado de excepción. Esto contradice radicalmente el camino emprendido desde 1990.
El episiodio de Cristián Barra fue grave, por mucho que el gobierno de Sebastián Piñera nos haya ido acostumbrando a un desorden creciente de su gestión. El personaje es expresivo de esa categoría de actores políticos que se han dado en llamar “operadores”, es decir que hacen “carrera política” alrededor de alguna figura y se ocupan de asuntos menudos a la espera de oportunidades que los proyecten hacia una mayor visibilidad para después recalar en alguna candidatura. Luego de ser nombrado en el curioso cargo -sin existencia previa- de “delegado presidencial en la Macrozona Sur”, trató después de unos meses de «instalarse», en la expresión consagrada por los adeptos de la pedestre comunicación política al uso en el país, con unas declaraciones irresponsables contra las Fuerzas Armadas. Las acusó de «falta de voluntad» en el conflicto de La Araucanía: «Siempre son reticentes. Me toca reunirme con ellos como jefes de la defensa en las distintas regiones y particularmente encuentro insólito que lleguen a las reuniones con abogados, para poder decir por qué no pueden hacer las cosas que uno quisiera».
Que una autoridad nombrada por el presidente haya hecho declaraciones contra fuerzas dotadas del monopolio del uso legal de la fuerza de manera tan irreflexiva y en un tema tan delicado, es simplemente insólito. Si las fuerzas de la Defensa Nacional no intervienen en materias de orden público, de no mediar determinados estados de excepción y no de cualquier manera cuando estos se declaran, es porque la propia constitución de 1980 se lo impide.
Pero el problema de fondo parece ser que en la derecha se está incubando una respuesta a su incapacidad de gobernar y al desquiciamiento policial creciente instando a recurrir a la represión al margen de la ley, como si la historia reciente del país no tuviera suficiente de ese criminal y a la postre inútil enfoque propio de los regímenes autoritarios y de las mentes obtusas y violentas. Un señor González, ex comandante en jefe de la Armada, de paso no muy brillante por el servicio, se ha permitido incluso decir que «si usted diera luz verde a las Fuerzas Armadas para que controláramos la erradicación de los actos terroristas, esa cuestión se hace en 72 horas», refiriéndose al conflicto en la zona de la Araucanía.
Esta fanfarronería también irresponsable debe ser contrastada con la actitud que ex altos mandos del Ejército han manifestado públicamente con cordura, al subrayar que la intervención de las FF.AA. en el conflicto con una parte del mundo mapuche terminaría agravando el problema. Se puede sostener que, entre otras cosas, le daría legitimidad a las minorías que actúan con violencia frente a un problema que se arrastra por 500 años y que requiere de una solución política, como la que han construido países como Canadá, Australia o Nueva Zelandia.
Los problemas sociales y políticos no se resuelven a patadas en el mundo de hoy (como lo hicieron efectivamente sus antecesores civiles y militares de manera sangrienta en 1973, provocando una herida en la historia de Chile que no termina de cerrar), y menos una reivindicación histórica como la que nace del despojo de las tierras del pueblo mapuche, por mucho que volver tres siglo atrás o un siglo y medio atrás sea difícil. Pero para eso está la acción política, para resolver problemas. Y sobre todo cabe recordar como terminó el régimen dictatorial de las FF.AA.: con tres años de protestas populares entre 1983 y 1986 que los mandos militares no pudieron controlar, a pesar de los centenares de asesinados, de los quemados y de los encarcelados y torturados. Aunque el régimen disponía de todo el poder de fuego imaginable, dirigido por un dictador sin escrúpulos, tuvo que dar paso, así y todo, al fin pactado de una dictadura que ya no podía sostenerse en momentos en que se aproximaba el fin de la guerra fría.
El ministro de Defensa Baldo Prokurica cerró el episodio con una declaración sensata, seguida de la destitución presidencial de Cristián Barra, que indica el camino a seguir con lógica republicana: «nuestra legislación establece que la labor del orden público y seguridad corresponden a Carabineros y la PDI. En tanto, las FF.AA. tienen un rol definido durante el Estado de Excepción, al cual se han apegado estrictamente, y que se aboca a labores de logística, planificación, equipamiento y de apoyo a las policías”.
Pero permanece el intento del gobierno de Sebastián Piñera de autorizar que las Fuerzas Armadas participen en tareas policiales al margen de todo estado de excepción. Esto contradice radicalmente el camino emprendido desde 1990 y que sitúa a las Fuerzas Armadas en tareas de defensa nacional y de eventual apoyo a otras tareas del Estado, pero solo en situaciones de excepción que requieran su concurso, debidamente autorizadas por el parlamento. La reforma constitucional presentada por el gobierno a fines de 2019, en nombre de un supuesto resguardo de la «infraestructura crítica», pero en realidad como respuesta a la rebelión social de octubre, fue aprobada meses después en el Senado por la derecha con el apoyo de los senadores DC (salvo Yasna Provoste, que no participó) y PPD (salvo Adriana Muñoz, que votó en contra). Esta grave regresión para la democracia no obtuvo más tarde, en buena hora, un quórum suficiente en la Cámara de Diputados. Pero parte del gobierno insiste en querer arrastrar a las Fuerzas Armadas a un conflicto civil de orden social y político del que definitivamente no deben participar, y menos en un momento de redefinición del orden constitucional y de elecciones de nuevas autoridades.