Jack Torrance (Jack Nicholson), acepta un puesto como cuidador de invierno de un hotel de alta montaña. Se instala allí junto con su esposa (Shelley Duvall) y su hijo (Daniel Lloyd) y empieza a sufrir inquietantes trastornos físicos y psicológicos. Debido a la extraña influencia del lugar, se ve envuelto en una situación de violencia acompañada por distintos elementos sobrenaturales. Esta es a grandes rasgos la trama de la película “El resplandor”, dirigida por Stanley Kubrick, inspirada en una novela de Stephen King y vapuleada por la crítica en su momento por alejarse del contenido del libro, aunque valorada con el paso de los años. La película, estrenada en 1980, tiene la extraordinaria particularidad de narrar muy bien el síndrome de la cabaña que hoy en día, producto del coronavirus, está afectando a gran parte de la población mundial.
¿Qué es el síndrome de la cabaña? Es la aparición del temor intenso de cambiar de ambiente tras un tiempo prolongado de encierro, a pesar de que el entorno en el que se encuentre la persona no sea el mejor. El origen de este síndrome nace en el XX, con el nombre “cabin fever”. Muchos colonos americanos debían pasar largas temporadas en invierno dentro de sus cabañas, experimentando síntomas depresivos, ansiosos y sensación de encierro. Esto último fue lo que le pasó a Jack Torrance en “El resplandor”, el encierro lo fue enloqueciendo y de pasada fue atrapando a su familia en el añoso hotel que se encontraban cuidando. Con el COVID- 19 ha sucedido lo mismo. Meses de aislamiento en las casas y departamentos han conmocionado a parte importante de la población, la que en plena etapa de confinamiento no se atreve a salir de sus hogares y menos ver a otras personas por el miedo al contagio. El síndrome de la cabaña provoca inseguridad al salir, alteraciones en los patrones del sueño, sensaciones de cansancio y letargo. En términos personales, todavía no he llegado al nivel de desquiciamiento de Torrance, pero el síndrome de la cabaña y el coronavirus me han afectado directamente a mí y a mí familia. Me ha costado asumir públicamente esto, pero de a poco ha ido saliendo. En el peak de la pandemia, a fines de junio, me contagié severamente con coronavirus. Tengo la suerte de tener un padre médico que se dio cuenta a tiempo y me ayudó. Estuve cinco días hospitalizado en una clínica, con oxígeno y calmantes, mucho dolor de cabeza, sin gusto ni olfato, alucinaciones y pocas ganas de comer. Afortunadamente, recibí una transfusión de plasma y rápidamente salí adelante. Volví a mi casa y quedé al cuidado de mi señora. Al principio no podía leer ni escribir. No me concentraba. Me demoré un mes en poder retomar mi actividad normal, con mucha fatiga y pérdida de masa muscular. Bajé diez kilos. El síndrome de la cabaña se apoderó de mí. No me atrevía a salir a la calle. Después de un tiempo, igual tuve que hacerlo. Me hice exámenes y, a pesar de tener los anticuerpos que me defendían del virus, seguí con miedo. Guardando las distancias, Jack Nicholson, mientras filmaba “El resplandor” llegaba tarde a su alojamiento, exhausto, agotado después de soportar el perfeccionismo de Stanley Kubrick, quién en una escena clave de la película lo obligó a romper 22 puertas hasta encontrar la toma perfecta. Así me sentía, destrozado. Pero el agobio además de físico era mental. Recuerdo cuando tiempo después de haber sido dado de alta, fui a pagar mi hospitalización a la clínica y la secretaria que me atendió quería que volviera a su oficina otro día para aclarar un punto que estaba inconcluso. Alcé la voz y le respondí con un poco de desesperación que no, que no quería volver a pasar por el proceso de salir a la calle, de enfrentar a la gente, de soportar el aire, el stress de la Comisaría Virtual, las salidas limitadas. Más encima el trato hacia los ex enfermos de COVID-19 era deplorable: nos trataban casi como si fuéramos leprosos. Preferí pagar de una vez porque era incapaz de volver a soportar todo eso. Quería regresar al síndrome de la cabaña, a la protección entre cuatro paredes, el relajo con algunos momentos de angustia, la sensación de desconocer si el virus va a tener alguna salida, si va a terminar, si los niños van a poder volver a jugar libremente con sus amigos, sus compañeros de colegio. Respirar con libertad, sin mascarilla. Si de una vez por todas, va a terminar el toque de queda.
todavía no he llegado al nivel de desquiciamiento de Torrance, pero el síndrome de la cabaña y el coronavirus me han afectado directamente a mí y a mí familia.
me contagié severamente con coronavirus. Tengo la suerte de tener un padre médico que se dio cuenta a tiempo y me ayudó. Estuve cinco días hospitalizado en una clínica, con oxígeno y calmantes, mucho dolor de cabeza, sin gusto ni olfato, alucinaciones y pocas ganas de comer. Afortunadamente, recibí una transfusión de plasma y rápidamente salí adelante.
Más encima el trato hacia los ex enfermos de COVID-19 era deplorable: nos trataban casi como si fuéramos leprosos.
Ahora que volvemos a la fase 2, puedo decir con propiedad que sentí el COVID-19 de manera brutal en mis venas, vi de cerca el sufrimiento, la muerte de seres queridos, gente que le tocó entubarse y hasta el día de hoy es incapaz de volver a tener una vida normal. Ya no sueño con el coronavirus, pero igual es duro recordarlo. Me siento afortunado de poder estar bien y hablar tranquilo del tema. Ahora el síndrome de la cabaña, aunque no ha desaparecido por completo, me lo tomo con un poco más de liviandad, incluso con un poco de humor. Por eso, prefiero pensar en otras cosas y olvidarme de la gente estúpida que se arranca fuera de Santiago, repletando las carreteras como si se acabara el mundo y la pandemia no existiera. Dentro de todo lo que se me viene a la mente, me acuerdo de “El resplandor” y de los entretelones que se comentaron como que antes de empezar a filmar, Jack Nicholson estuvo dos semanas comiendo pan con queso, algo que odiaba con todas sus fuerzas, para lograr que su personaje en la película se notara rabioso, realmente violento y molesto con la vida. Daniel Lloyd, por su parte, el pequeño actor que interpretó al hijo de Nicholson en el filme y que ahora tiene 48 años, comentó hace poco, en unas de las pocas entrevistas que ha dado, que desde la producción prometieron regalarle el triciclo que ocupó en la película. Nunca se lo dieron. Cosas de la vida.
Ahora que volvemos a la fase 2, puedo decir con propiedad que sentí el COVID-19 de manera brutal en mis venas, vi de cerca el sufrimiento, la muerte de seres queridos, gente que le tocó entubarse y hasta el día de hoy es incapaz de volver a tener una vida normal.
Jack Nicholson estuvo dos semanas comiendo pan con queso, algo que odiaba con todas sus fuerzas, para lograr que su personaje en la película se notara rabioso, realmente violento y molesto con la vida.