La escritora argentina luchó desde niña contra sus demonios internos, fantasmas que la llevaron a crear una poesía como vía de escape a la muerte. En sus diarios confiesa, siete años antes de suicidarse, que “me demoré en mi proyecto toda la vida. Lo sé de antemano. El proyecto antecede al acto. Cometer el acto es anular el motivo de la espera. (…) Pero lo principal, el núcleo de mi proyecto es así: esperar con esperanza algunos años en los que nada importará salvo ese encuentro desde ya declarado imposible. Luego, a los treinta, me suicido. Ni siquiera pensaré en la poesía”.
El 26 de septiembre de 1972 se inauguró una nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores, la razón: tener un lugar especial para velar a Pizarnik. El día anterior -durante una salida de fin de semana del hospital psiquiátrico de Buenos Aires en donde se encontraba internada a causa de la depresión que la había llevado a intentar dos veces quitarse la vida- se suicidó con una sobredosis de Seconal. Sus últimos versos fueron los siguientes: “No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”.
Para comprender la poesía de Pizarnik es fundamental conocer su vida. Hija de inmigrantes judíos provenientes de Eslovaquia, llegaron a Argentina huyendo del germen antisemita que se gestaba en las entrañas de Europa. Nació el 29 de abril de 1936 y desde su primara infancia manifestó problemas de peso, alteraciones hormonales, tartamudeo e insomnio.
Como muchas escritoras, sus primeras líneas las forjó en un diario de vida (género considerado menor en la literatura, pero que se valora por el intimismo que entrega sobre su autor) y en ellos escribe sobre una infancia rota, olvidada, irrecuperable y sin recuerdos que valga la pena conservar. “Insomnios dedicados a la infancia tan lejana. Infancia lamentable, rota, como una buhardilla llena de ratones y de carbón inútil. He intentado rescatar un solo recuerdo hermoso, pero no lo he conseguido”.
Desde su adolescencia se refiere a episodios de promiscuidad, que nunca aclara, pero que la llevan a reconocerse como una joven desdichada y enferma en los suburbios tenebrosos. La culpa la consume, vive en la soledad, moviéndose por cafés, en una constante alteración nerviosa. “Lo que necesito es una enfermedad, es reposo, es aislamiento, es dulzura y silencio”.
Esta última frase muestra una de las más fuertes características en la personalidad de Pizarnik, por un lado, huir de la obligatoriedad que la llevan a ser parte del mundo bajo cualquier excusa, como la necesidad de enfermarse; y, por otra parte, hace esfuerzos sobrehumanos por estudiar, escribir, tener una pareja. De aquella época, refiere un sentimiento constante de alteración de los nervios y una ausencia total de serenidad.
El deseo de dormir eternamente, en oposición a crear proyectos o estudiar, se presentará en reiteradas oportunidades. “Quiero tener un futuro, quiero aprender y demostrarme que soy joven, que puedo luchar por mí y por mi libertad”.
Enrique Pichón Rivière: de lo neutral a la desconfianza y el enojo
Con relatos breves, notas y poemas, Alejandra Pizarnik se inicia en la creación de sus Diarios como una forma de crear un espacio propio y de laboratorio que le permitirá ejercitarse en la escritura. Con imágenes literarias que parecen fotografías, es posible conocer sus pensamientos más profundos y es en esta etapa donde aparece la figura de una joven (casi siempre desnuda) que se enfrenta a la muerte en un estado perpetuo de desolación.
Es así como se puede inferir la constante lucha de Pizarnik por dejar de sentir el dolor depresivo que la mantenía al borde del abismo desde la adolescencia, etapa en la que comenzó a frecuentar al psicoanalista León Ostrov, terapia que duró alrededor de un año hasta que ella decidió emigrar a Francia manteniendo el contacto a través de cartas durante años.
Ostrov recordaría años más tarde que “mi primera impresión (…) fue la de estar frente a una adolescente entre angélica y estrafalaria. Me impresionaron sus grandes ojos, transparentes y aterrados, y su voz, grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos”.
Fue gracias a Ostrov que Pizarnik decidió embarcarse en la literatura arrastrando su inconsciente en cada uno de sus versos. La unión psicoanalítica-obra, permite encontrar claramente la presencia del Yo freudiano en sus poemas.
Según la psicóloga Katherine Taborda, este período se denomina “Semillas del recuerdo infantil inscritas en el ser”. Un poema que lo ejemplifica es “La enamorada”:
Esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.
hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió
enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado
oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
Y si bien la literatura la mantuvo a flote durante un tiempo, ya en 1965 Alejandra Pizarnik decidió volver al tratamiento psiquiátrico-psicoanalítico, esta vez con con el doctor Enrique Pichón Rivière; médico con quien tuvo una relación que partió siendo neutral y que derivó en la desconfianza y enojo.
Las primeras sesiones fueron para Pizarnik una etapa de prueba en donde observa al psiquiatra en su quehacer profesional, sin embargo, comienza a sentirse poco atendida, escuchada, olvidada, por lo cual empiezan las quejas hacia Pichón Rivière.
“El doctor de algún modo evita mi próximo libro. O sea: me siento culpable. No, me lo hace sentir como un imposible. Y debo defenderme con todas mis fuerzas (ínfimas, casi inexistentes) de este gran No. Y voy a escribir día y noche. Contra él y contra el mundo y todo lo que me es hostil y espera o exige mi suicidio”, escribe la autora sobre lo que ella interpreta como la objeción del profesional a que se dedique a la literatura.
Ya en 1971 la pérdida de control en Pizarnik la llevan a ser internada en el hospital psiquiátrico El Pirovano. El 9 de octubre escribe en su diario: “Van cuatro meses que estoy internada (…), hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes, quise envenenarme con gas. Las palabras son más terribles de lo que sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana. En cuanto al escribir, sé que escribo bien y eso es todo. Pero no me sirve para que me quieran. Decir que me abandonaste sería muy injusto; pero me abandonaron, y a veces me abandonaron terriblemente, es cierto”.
Es importante comprender la dualidad literatura-vida y literatura-muerte. Siente que no es dueña de sí misma y teme perder la voluntad. La ansiedad la lleva a alejarse de la literatura. Ella misma lo explica así: “La salud está en la literatura (…) Escribir es querer darle algún sentido a nuestro sufrimiento. Sin embargo, escribir también implica dolor: mi psiquismo de profundidades, de intensidades, por eso que sufro al escribir. Porque quiero, por añadidura, escribir bien y para eso debería poder remontar a la superficie”.
Fin a lo mundano
Los dolores adolescentes afloran al final de la vida de Pizarnik, Los problemas de sobrepeso que sufrió de niña la hacen sentir repulsión por actos tan simples como comer: “Me siento mal. Todo lo que como, cada alimento terrestre se detiene en mi garganta como si dudara. Hace meses que sobrellevo estas náuseas, esta imposibilidad de asimilación. La comida me provoca espantosas imágenes. Pus, sangre, tierra maloliente, escombros, cuerpos desnudos y sucios y heridos. Me duele la garganta cuando mastico y no me duele cuando fumo. Cuando mas- tico me duele todo, hasta las piernas, hasta el corazón. La sobremesa es un penoso intento de no asfixiarme y de no vomitar. Pero vomitar no me libera, me obliga a creer que eso que vomito fue ingerido de la misma manera: que estuve comiendo vómitos”.
La dualidad es patente nuevamente: “Nunca me odio tanto como después de almorzar o cenar. Tener el estómago lleno equivale, en mí, a la caída de una maldición eterna. Si me pudiera coser la boca, si me pudiera extirpar la necesidad de comer. Y nadie goza en esto tanto como yo. Siento un placer absoluto. Por eso tanta culpa, tanta miseria posterior”.
La total pérdida de interés por lo constante, lo real, la llevan a planear su fin. Espero a tener un fin de semana de libertad de El Pirovano para cumplir con lo que se prometió más de veinte años antes; terminar con su vida. Julio Cortázar, amigo de Alejandra Pizarnik, la despide con un poema en el cual deja de manifiesto la negación emocional que siente sobre su muerte.
Aquí Alejandra
Bicho aquí, /aquí contra esto, /pegada a las palabras /te reclamo.
Ya es la noche, vení, /no hay nadie en casa
Salvo que ya están todas /como vos, como ves, /intercesoras,
llueve en la rue de l’Eperon /y Janis Joplin.
Alejandra, mi bicho, /vení a estas líneas, a este papel de arroz /dale abad a la Zorra, /a este fieltro que juega con tu pelo
(Amabas, esas cosas nimias /aboli bibelot d’inamité sonore
las gomas y los sobres /una papelería de juguete /el estuche de lápices /los cuadernos rayados)
Vení, quedate, /tomá este trago, llueve, /te mojarás en la rue Dauphine, /no hay nadie en los cafés repletos, /no te miento, no hay nadie.
Ya sé, es difícil, /es tan difícil encontrarse
este vaso es difícil, /este fósforo,
y no te gusta verme en lo que es mío, /en mi ropa en mis libros /y no te gusta esta predilección /por Gerry Mulligan,
Quisieras insultarme sin que duela /decir cómo estás vivo, cómo /se puede estar cuando no hay nada /más que la niebla de los cigarrillos,
Cómo vivís, de qué manera /abrís los ojos cada día
No puede ser, decís, no puede ser.
Bicho, de acuerdo, /vaya si sé pero es así, Alejandra, /acurrúcate aquí, bebé conmigo, /mirá, las he llamado, /vendrán seguro las intercesoras, /el party —para vos, la fiesta entera.