Desde hace veintiséis años, cada 20 de mayo se realiza en Montevideo la denominada «Marcha del silencio», una caminata que, apenas cae la noche, recorre catorce cuadras por el centro de la ciudad para recordar a los casi doscientos uruguayos desaparecidos durante las dictaduras del Cono Sur. Participan decenas de miles de personas. En la última, que tuvo lugar la semana pasada, el cálculo más o menos unánime es que hubo entre setenta y ochenta mil asistentes.
La marcha siempre ha sido lo que dice que es: una caminata a paso lento, que dura aproximadamente una hora y media, sin banderas partidarias, sin cánticos ni gritos, en completo silencio. Cada año ese silencio da la impresión de ser más conmovedor y, también, más crispado, quizá porque cada año se vuelve más notoria la inoperancia del Estado para buscar a los desaparecidos, hallar sus restos, detener a los responsables de esos crímenes, juzgarlos y conocer toda la verdad, es decir cada una de las verdades de cada uno de los casos.
Es sabido que hay, en distintos ámbitos del Estado y de la sociedad, posiciones discrepantes. Y que hay poderes en pugna en esas posiciones, las que parecen atravesar en diagonal a todo el sistema, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Poderes institucionales y poderes fácticos. Hay quienes hacen todo lo posible para continuar la búsqueda y juzgar a los responsables de los crímenes, hay quienes se ponen lerdos a la hora de tomar decisiones y hay otros que quieren dar el carpetazo y cancelar de forma definitiva cualquier actuación sobre el tema. Hay, también, una lucha por el relato que en los últimos años se ha vuelto más severa.
Los familiares de los desaparecidos, las organizaciones sociales y la mayoría de la izquierda, han sido incansables a la hora de reclamarle a los que saben que digan la verdad, que revelen sus secretos, que ofrezcan gestos de paz y justicia. Le reclaman al Estado uruguayo, responsable último de los hechos. Por otro lado, aquellos que saben qué fue lo que pasó —militares de alto rango y algunos civiles— han dado siempre la callada por respuesta. En ciertos casos fueron más lejos: mintieron de forma aviesa para entorpecer las investigaciones.
Pese a todo, el abogado Ricardo Perciballe, quien es el fiscal a cargo de la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad, me dijo que desde su oficina «se ha avanzado muchísimo en la fase investigativa, tenemos un conocimiento acabado de todas las causas que están en nuestra órbita, tanto en Uruguay como en el exterior, y logramos probar cómo sucedieron los hechos en cada caso y quiénes son los responsables».
Debería ser alentador, pero no lo es. Cuando le pregunté dónde estaban entonces los escollos, se limitó a señalar que «en la Fiscalía a mi cargo no tenemos escollo alguno». Perciballe no puede decir más, pero lo cierto es que su fiscalía es una de las muchas variables de una ecuación muy compleja en la que juegan otros actores.
A esos otros apuntan los familiares de desaparecidos. En una comparecencia ante la prensa, la activista Elena Zaffaroni, integrante de la organización de Familiares de Detenidos Desaparecidos, subrayó que «son los tres poderes del Estado los que tienen en sus manos la obligación y la responsabilidad de darnos esas respuestas», porque «fue el Estado el que decidió y cometió estos crímenes».
Los familiares de detenidos desaparecidos también deben afrontar por estos meses otras jugadas jurídicas, políticas y sociales que buscan disminuir o desacreditar el problema de esos crímenes impunes. Muchas causas están trabadas con chicanas elaboradas por los defensores de los militares, y son apañadas por determinados estamentos judiciales. En el Parlamento, un distinguido senador del partido Nacional (en el gobierno), se permitió rezongar «sin levantar el tono» a una de sus colegas del Frente Amplio (en la oposición) por usar una remera con la inscripción «Todos Somos Familiares», que es la consigna de quienes luchan por hallar a los desaparecidos y castigar a los responsables. En ese mismo ámbito del Senado, un exgeneral del Ejército devenido en político de éxito ha aprovechado la amplificación que le brinda su banca para reclamar el cese de las actuaciones judiciales: «¿Hasta cuándo se seguirá procesando a militares octogenarios por hechos ocurridos hace 50 años?», preguntó.
Una conocida escritora que es además firme defensora de los militares presos por delitos de lesa humanidad ha señalado que los desaparecidos en Uruguay son nada más que 32, y que «dato mata relato». Al margen del mal gusto al emplear semejante terminología para el caso concreto, ella pareció referirse a los desaparecidos en territorio uruguayo, y excluir por algún motivo a los más de cien compatriotas que fueron desaparecidos en Argentina, a los nueve desaparecidos en Chile y a los desaparecidos en otros países (Paraguay, Colombia, Bolivia). La gran mayoría de esos desaparecidos fueron secuestrados por agentes del Estado uruguayo que actuaban ilegalmente fuera de fronteras.
El panorama es complejo, porque resulta evidente que desde el gobierno actual no se perciben con mucha empatía los reclamos de los familiares, sino más bien lo contrario. Cierto es que la fiscalía especializada ha sido diligente, pero es casi una mosca blanca dentro del aparato estatal. Desde que comenzó a funcionar, a comienzos del año 2018, ha investigado más de ciento cincuenta casos y ha pedido un total de cuarenta procesamientos. Sin embargo, el propio Poder Judicial ha puesto sus reparos a esos pedidos y se ha tomado su tiempo, un tiempo que para muchos es excesivo.
La fuerza de la lucha, a estas alturas, radica en el empeño de quienes militan desde hace décadas por verdad y justicia, y de los cientos de miles de personas que una y otra vez se han manifestado en las calles con esa bandera. Se trata de sostenerla en alto, de muy diversas maneras, para mantener la legítima presión social sobre las instituciones del Estado. Es la forma de seguir adelante.
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Muchos esperamos saber la verdad sobre los detenidos desaparecidos en Uruguay y otros países.Aca en Chile se dio una larga batalla donde fue fundamental la Iglesia Católica pero falta ahora cambiar nuestra Constitución y hacerla garante efectiva de los Derechos Humanos. VIVA la Lucha de los pueblos!