Estamos en tiempos de irritación mutua, casi de abierta enemistad. Las redes sociales anuncian acabo de mundo. Era que no: en pocos días más votamos una nueva constitución. Quizás es un mal momento para una selfie.
Una mirada más pausada me pone en un ánimo celebratorio de quienes somos. Contenidamente, por supuesto, no quiero ser gil. De partida, estamos conversando. Institucionalmente, como se dice, y conversando sobre cómo seguir conversando, incluyendo qué instituciones crear para hacerlo como dios manda. La derrota y la victoria decisiva que aseguraría el plebiscito han ido quedando atrás. Motivo de elogio, de seguro. Pero no queda atrás nuestra voluntad de seguir conversando. Lo hicimos ante la explosión de octubre de 2019, cuando una crisis acumulada durante una década o más, explotó con violencia y afanes guerreros. Seguimos haciéndolo ahora.
¿Hemos sacado algo en limpio en este proceso de conversar? Personalmente, mucho, independientemente de si se aprueba o rechaza el proyecto constitucional. Y, por lo que escucho a mi alrededor, creo que vale para muchas personas. Nos hemos puesto más atentos a nuestro machismo, al abuso cotidiano al que sometemos a las mujeres. El simple uso machacante del femenino todas, no solo todos, al dirigirnos a una audiencia, nos empuja a tomar consciencia de la arbitraria proporción entre los géneros que todavía hay en muchos lugares. Estamos menos ciegos y crueles, y hemos ganado en decencia personal, al reconocer la dignidad y el valor de las diversidades de género. Nos hemos arraigado más hondo en la libertad y la solidaridad. Somos mejores con ley de matrimonio homosexual, que formalizó un cambio producido en la vida diaria. Y también hemos adquirido mayor sensibilidad con las múltiples culturas que nos forman, el valor que tienen, la importancia de conservarlas y cultivarlas.
Para mí, la nueva conciencia adquirida sobre el pueblo mapuche es caso aparte. Es absurdo, vergonzoso, de hecho, tener que reconocer que hasta hace poco no era claro del todo para mí que, hasta comienzos del siglo pasado, en el territorio llamado Chile en los mapas, habitaron dos pueblos. Uno, que llegaba desde el norte al rio Bio Bio, que fue colonia española, y desde la independencia, constituyó Chile. Otro, al sur de ese río, que no fue nunca colonia española porque aseguró su independencia mediante una guerra de cincuenta años. Ni fue, obviamente, parte de Chile, país creado por la independencia declarada de esa situación colonial en 1810. Entre ellos, hubo una frontera formal, con tratados mutuos, y permisos formales de cruce, que duró tres siglos. Solo a fines del Siglo XIX, esa región se incorporó a Chile, tratados de paz mediante, que muchos cuestionan. Aprecio haber ganado la convicción de que este no es un caso particular más, ni podrá ser arreglado someramente.
Quiero agregar también un elogio que merecen para mí los jóvenes que manejan los acontecimientos, cuando menos los políticos. Me resulta insufrible su palabrería buenita, su afectividad de peluche de tik tok, su estilo de predicadores de púlpito, sus desarticuladas consignas de sala de clases de primaria. Pero aprecio su compromiso, su limpieza, su toma de responsabilidad, su voluntad de arriesgarse, su capacidad de refrescar la conversación. Elogio que nos ayuden a ver lo que estaba mal detrás de lo que parecía perfecto, a impacientarnos con lo que antes nos pedía paciencia, a ver, huevones ciegos que éramos, la diversidad, la falta de respeto, la crueldad disfrazada de moral y sentido común sin examinar.
Invito a votar con aprecio por quienes somos, la semana que viene.