Por Patricio Escobar
(Barcelona/España)
Acechados por el rebrote
En países que con grandes esfuerzos habían logrado contener la curva de contagios del Covid-19, están surgiendo agresivos rebrotes de la epidemia. Hay pocos casos en que ello no haya ocurrido, pero sí están aquellos que han respondido a los primeros síntomas de rebrote con una gran contundencia, logrando amagar un nuevo siniestro. Destacan en este último grupo China, Corea del Sur y Nueva Zelandia. Pero muchos otros, como es el caso de España, están viviendo un verdadero déjà vu respecto a la situación de marzo pasado.
En ausencia de una vacuna que prevenga el contagio o, en su defecto, un tratamiento eficaz para aquellas personas ya contagiadas cabe intentar aislar las variables que puedan ayudar a explicar la actual situación.
Sabemos que el virus posee una cantidad de cepas más bien limitadas; se han identificado hasta ahora seis de ellas, pero estas poseen escasa variabilidad. Significa que el virus no requiere una evolución mayor para afectar a los seres humanos; de cierta forma, ha alcanzado su desarrollo óptimo. En ese contexto, el rebrote que se experimenta no es resultado de una mutación que haga más agresivo al virus.
En lo que se refiere al mix de acciones preventivas diseñadas para minimizar la probabilidad de contagio, a las ya recomendadas a inicios de la pandemia (distancia social, lavado frecuente de manos y uso de mascarilla), no se ha agregado ninguna otra ni se ha reducido la insistencia en la aplicación de alguna de ellas. En ese sentido, el rebrote no está relacionado con un cambio aplicado a las políticas de control de la pandemia.
Por último, las acciones terapéuticas y de hospitalización aplicadas a la población contagiada no han experimentado diferencias significativas. Se trata de las hospitalizaciones de las personas contagiadas que lo requieren, la internación en pabellones UCI de los hospitalizados que necesitan esa asistencia y el control de la letalidad de los más graves. En todos los casos sí se aprecia que las tasas son menores respecto a lo observado a inicios de la pandemia. Las razones son dos y muy claras: las personas afectadas son significativamente más jóvenes (treinta años menos en promedio) y tienen mejores condiciones de salud. Por otra parte, está la experiencia ganada por los sistemas sanitarios en los meses precedentes, que se ha traducido en una acción más eficaz a la hora de combatir la enfermedad. Sin embargo, todo ello sigue sin explicar el rebrote y su impacto.
Gregarios
Filósofos, antropólogos y otros entendidos en el alma de los grupos humanos señalan que, si bien no somos completamente gregarios, en el sentido de alcanzar la plenitud siendo parte de un rebaño, claramente no somos lobos solitarios o ermitaños que buscan la sabiduría tomando distancia del mundanal rüido, al decir de Frai Luis de León.
El confinamiento vivido durante los primeros meses no estuvo exento de una sensación de novedad. El afán por abastecerse, dentro de las posibilidades, tenía mucho de una lógica de campamento, aunque con datos que pueden resultar curiosos. Es difícil explicar por qué en distintos rincones del planeta que hubieron de confinarse de manera relativamente simultánea, las personas salimos desesperadamente a conseguir un mismo tipo de bien: papel higiénico.
El mundo trataba de quedarse en casa. La última vez que debió haber tomado una medida de este tipo fue en la Europa de mediados del siglo XIV, con motivo de la Peste Negra. Pero claro, no se sabía qué podía ser útil y además la mayoría no disponía de una casa en la cual quedarse.
El caso es que hicimos grandes esfuerzos por seguir las indicaciones de la ciencia que, salvo excepciones, guió las políticas de los Gobiernos frente a la crisis. Esto no es menor, porque hace algunos siglos habríamos salido raudos a quemar algunas brujas y, rosario en mano, clamar al cielo por protección.
El panorama a poco andar era claramente desolador. Lo que pocas semanas antes eran urbes atestadas de actividad y visitantes, hoy lucían calles vacías, como nunca vieran las generaciones presentes. Era un mundo suspendido en el tiempo en que la actividad productiva se iba deteniendo en medio de la paralización total de la vida social. Sin embargo, la población parecía no reaccionar. Sus empleos desaparecían por miles cada día, pero ello no afectaba la legitimidad del Gobierno para dictar nuevas y más drásticas medidas de control.
Como era esperable, la curva de contagio se recuperó al mismo ritmo que la felicidad experimentada al reencontrarnos.
Pasados los peores momentos de la epidemia, se inició lentamente el periodo de normalización o de desconfinamiento, con una sensación muy parecida a cuando, después del terremoto, se asoma la cabeza de debajo de la mesa para ver qué quedó en pie. Sin embargo, lo que fue el intento de manejar una salida controlada de la situación anterior, con los aforamientos, las distancias sociales y las mascarillas, chocó de frente con nuestro yo más gregario. De los tímidos saludos iniciales y a distancia, a compartir una cerveza o un café en la mesa de un bar, hubo muy poco. Volvimos a reunirnos y ese placer nadie volvería a restringirlo. Como era esperable, la curva de contagio se recuperó al mismo ritmo que la felicidad experimentada al reencontrarnos.
Rebeldes
Tempranamente surgieron algunos hechos que, en un principio, eran de difícil explicación. ¿Por qué países similares experimentan un impacto muy distinto de los efectos de la pandemia? Y posteriormente, cuando el mundo comenzó a vivir la temida segunda oleada del virus, ¿por qué algunos países que fueron un ejemplo de eficacia en la primera fase, experimentaban contagios sin control en la segunda?
En la primera fase se podía comparar la situación de Chile y Costa Rica. Con un ingreso per cápita relativamente similar y dotaciones institucionales comparables, el balance de Chile era desastroso en términos de contagio, hospitalización y muertes, incluso sin considerar la opacidad de las cifras que entregaba el Gobierno respecto a los fallecidos, al tiempo que Costa Rica mostraba un férreo control de la pandemia. Situación similar se estaba viviendo en Ecuador y Perú, y otros países en una relación de ese tipo.
La hipótesis principal que se podía levantar estaba relacionada con la confianza de la ciudadanía en las acciones del Gobierno. Independientemente de la orientación política de las personas, en algunas sociedades estas tenían cierta tranquilidad respecto a que las acciones prescritas por la autoridad política iban en la dirección correcta y solo cabía acatar las instrucciones. En otras la situación era diferente. Mientras en Costa Rica el 74% de la ciudadanía sentía confianza en las acciones del Gobierno, previo a la crisis, en Chile ese porcentaje bordeaba el 5%, según la encuesta CEP. Hace suponer que el grado de confianza de la ciudadanía respecto a que el Gobierno pueda cumplir su función es determinante en el acatamiento de las normas y, por tanto, en sus resultados.
Mientras en Costa Rica el 74% de la ciudadanía sentía confianza en las acciones del Gobierno, previo a la crisis, en Chile ese porcentaje bordeaba el 5%, según la encuesta CEP.
El paso del tiempo y las primeras evidencias respecto a los efectos del confinamiento en la economía, fueron suscitando crecientes resquemores frente a la amenaza de nuevas clausuras según la resistencia de la curva de contagio frente a las medidas. Lo que fue un mayoritario acatamiento comenzó a dar paso a un relajamiento de las nuevas costumbres y a una resistencia sorda.
Hasta ahora las políticas expansivas y las inyecciones de liquidez a las economías del mundo han contenido, en gran parte, los efectos más inmediatos del Lockdown o del Gran Confinamiento, como lo ha llamado el FMI. Pero el panorama de calles sin comercios abiertos donde antes bullía esa actividad genera inquietud y desconfianza. Después de todo, es difícil entender que una economía paralizada pueda proveer los ingresos permanentes que las personas necesitan hoy y mañana. Si en un primer momento los productores de bienes y servicios quedaron un tanto perplejos cuando ya no pudieron continuar con su actividad, la amenaza de repetir la experiencia no recibiría la misma respuesta. “No nos pueden impedir trabajar” se convirtió en una frase recurrente, que alimentó la actitud de resistencia.
Por último, otro elemento que reflejó el estado de la sociedad fue la obligatoriedad del uso de mascarilla en el espacio público. Según aumentaba la incidencia de la epidemia, se fue incrementando su utilización por parte de la ciudadanía. Esto, a pesar de la incomodidad que suponía llevarla en el húmedo verano del hemisferio norte. Con todo, llegó un momento en que prácticamente no se veía un transeúnte sin su mascarilla y la insistencia de la autoridad estaba puesta en su uso correcto. Sin embargo, junto a la aparición de los primeros signos de resistencia, se ha comenzado a observar una frecuencia mayor en la abstención del uso, a pesar de incurrir en una falta penada con una multa de 600 euros en España. Este proceso fue coronado con la aparición en Europa de las primeras manifestaciones de rechazo a las medidas de control, las que paulatinamente aumentaban frente a la necesidad de normalización de la vida cotidiana y el retorno del estudiantado a las salas de clases. Si bien las consignas son difusas y ni siquiera es tan claro que se dirijan contra el Gobierno, las movilizaciones mezclan la reivindicación de derechos conculcados con el sometimiento a las nuevas normas. En el extremo, reaparecen los “botellones”, eventos en que se reúnen centenares de jóvenes a consumir alcohol sin respetar medida alguna de seguridad, dado que no cuentan con los ingresos suficientes para instalarse en la terraza de un bar. Son perfectamente conscientes de que, contagiándose, tienen una alta probabilidad de ser asintomáticos, pero que inevitablemente se transformarán en vectores de contagio a poblaciones en mayor riesgo que pueden pertenecer incluso a su entorno más cercano. Sin embargo, necesitan reunirse.
Sin embargo, junto a la aparición de los primeros signos de resistencia, se ha comenzado a observar una frecuencia mayor en la abstención del uso, a pesar de incurrir en una falta penada con una multa de 600 euros en España.
Negacionistas
Ciertamente la rebelión adoptó muchas formas, pero claramente se pueden agrupar en dos corrientes. La primera se centró en la ineficiencia del Estado, explicada por irresponsabilidades diversas, incapacidad de los gestores de las políticas de prevención y control o, definitivamente, por el mal diseño de esas mismas políticas, todo lo cual acarreaba perjuicios considerables a diversos colectivos. En el discurso asociado proliferaban ejemplos de las experiencias de otros países, aunque muy cercano a la sensación de que el jardín del vecino es siempre más verde que el nuestro. Al mismo tiempo, una segunda corriente se inspiraba en toda clase de teorías conspirativas, llegando a negar la propia existencia del virus y la pandemia.
Ambos casos son complejos en sí. Hasta ahora el de mayor impacto social es el que se desarrolla en la forma de resistencia política a las acciones de los gobiernos, puesto que afecta la capacidad del Estado para contar con una unidad de acción frente a la crisis, al tiempo que mina la adhesión de la ciudadanía a las medidas necesarias. El segundo, que es propiamente el negacionismo, constituye una forma de aproximación extrema en que confluyen corrientes muy diversas, pero que mezcladas se orientan hacia formas de nihilismo. En esa diversidad se encuentran desde los rebeldes más radicales, que tras la epidemia ven la oscura mano de la industria farmacéutica o los problemas de seguridad de un supuesto laboratorio en WuHan, hasta los terraplanistas; desde segmentos anarquistas, que ven la oportunidad de confrontar al Estado, hasta supremacistas blancos y neonazis. Basta ver el tipo de asistente a las actividades electorales de Donald Trump o la última manifestación en Berlín.
Basta ver el tipo de asistente a las actividades electorales de Donald Trump o la última manifestación en Berlín.
La emergencia de los negacionistas viene de la mano del auge de las teorías conspirativas, que llevan hasta el paroxismo a segmentos que honestamente muestran su escepticismo frente a todo discurso oficial que, con demasiada frecuencia, amaña la realidad para defender los intereses de los grupos en el poder. Sin embargo, llevado al extremo, el escepticismo es pasto fértil para alimentar febriles teorías de la conspiración.
Una buena pieza de teoría conspirativa es imposible de contrastar con evidencia. Es un sofisma que se funda en el hecho de invertir el peso de la prueba. El ejemplo más clásico es “La tetera de Russell”. Mientras Bertrand Russell bebía plácida y tranquilamente un té, entra un amigo suyo a la habitación y le dice que en el espacio hay una tetera igual, que gira alrededor del Sol. Russell le pide que se la muestre, pero el amigo responde que es imposible, porque con ese tamaño ningún telescopio la puede ver. Russell queda en un problema porque, a pesar de encontrarla absurda, no puede rechazar la proposición de su amigo. No hay cómo probar que la tetera no está ahí. Esta alegoría la creó el mismo Russell para refutar la existencia de dios, en el entendido que el peso de la prueba está siempre del lado del que afirma algo respecto a la realidad.
Una buena pieza de teoría conspirativa es imposible de contrastar con evidencia.
Cada cierto tiempo José María Aznar, quien gobernó España de 1996 al 2004, desliza en alguna declaración pública o entrevista que “algún día se sabrá quién estuvo realmente detrás de los atentados de Atocha…”, que en el 2004 le costaron la elección cuando trató, a contracorriente de toda evidencia, de convencer a la ciudadanía que los atentados eran obra de ETA; independientemente de que es una investigación cerrada y concluida plenamente, y que responsabiliza con evidencia física a grupos yihaidistas que deseaban responder al apoyo de España a las políticas belicistas de G.W. Bush. En este caso, como el tiempo, para efectos prácticos, es eterno, siempre podría ser válida la afirmación de Aznar. En ese entendido se puede reemplazar “los atentados de Atocha” por “los montajes de la NASA respecto a la llegada del hombre a la Luna” o “la redondez de la Tierra”.
En ese entendido se puede reemplazar “los atentados de Atocha” por “los montajes de la NASA respecto a la llegada del hombre a la Luna” o “la redondez de la Tierra”.
El negacionismo actual importa un peligro grave pues, por vez primera, sale de las catacumbas de la razón y se muestra públicamente, a lo cual ayuda de manera significativa el que el presidente de USA hable del “virus chino”. Si antes el pudor impedía propagar este tipo de argumentaciones, hoy ello ha sido superado y hay quienes afirman impertérritos que la Tierra es plana.
La pandemia ha puesto al mundo en un suspenso inédito. Es cierto que la probabilidad de morir por su causa es baja; no lo es tanto el que nuestro bienestar material, por muy sólido que sea, se desvanezca. Y lo que es peor, que el sentido común sea reemplazado por otros paradigmas para tratar de comprender la realidad, que se hayan reñidos con la razón.