Ideas de sociedad: Lo que está en juego. Por Gonzalo Martner

por La Nueva Mirada

La política progresista y de izquierda está en crisis y fragmentada, en reconstrucción. Pero es una reconstrucción/construcción cultural más amplia la que está en juego. Los vientos progresistas tienen la tarea de seguir bregando por consolidar una cultura de la convivencia igualitaria y respetuosa de la diversidad, fundada en el cuidado recíproco de la dignidad humana.


Sostiene Carlos Ruiz Encina que “el proceso constituyente es también uno de reorganización de una política agotada”. Esta es una afirmación válida. La política progresista y de izquierda, en especial, está en crisis y fragmentada, reconstruyéndose poco a poco luego de un largo período en que fue protagonista de la reconquista de las libertades pero no logró disminuir suficientemente las desigualdades heredadas, que es su razón de ser en última instancia. Pero cabe agregar que es también una reconstrucción/construcción cultural más amplia la que está en juego. Vale la pena citar en este sentido al personaje Sibel en la novela El museo de la Inocenciade Orhan Pamuk: “lo que define la cultura y la civilización según mi, no es tanto la libertad y la igualdad de todos los individuos como la capacidad de cada cual de comportarse respecto a los otros como si fueran libres e iguales.”

Esa capacidad es la que debe hacerse general en la diversidad de una sociedad plural, lo que requiere moldear sus bases materiales de existencia, por supuesto (ver por ejemplo https://lamiradasemanal.cl/salidas-de-crisis-y-opciones-de-largo-plazo-por-gonzalo-martner/). Su anverso, el autoritarismo y el culto de las jerarquías, es la pesada herencia de la colonia y de la hacienda que se reencuentra en la reproducción cotidiana de la cultura del dominio oligárquico-conservador y sus conductas discriminatorias y de abuso de poder, con las que todavía nos toca convivir y que hacen con frecuencia tan conflictiva la vida social en el país.

Edgar Morin

El contexto actual es poco halagüeño, es decir uno en el que, siguiendo a Edgar Morin, “el egocentrismo individual ha provocado la destrucción de las solidaridades tradicionales, de la familia extendida, del pueblo, del barrio, del trabajo, en beneficio de solidaridades nuevas pero burocráticas” o en el que prevalece una nueva vecindad laxa o bien de grupos (en)cerrados mediados por las redes digitales. Incluso en parte de las nuevas generaciones militantes crecen formas de socialización basadas en el culto a la separación rígida de identidades, con sus respectivas victimizaciones y afanes autoritarios de castigo.

Los vientos progresistas tienen la tarea de seguir bregando por consolidar una cultura de la convivencia igualitaria y respetuosa de la diversidad, fundada en el cuidado recíproco de la dignidad humana, alejada de la vulgaridad e incultura del clasismo, del supremacismo de los barrios altos y del sexismo cotidianos. Para Morin, “una sociedad sólo puede avanzar en complejidad, es decir en libertad, en autonomía y en comunidad si progresa en solidaridad”. Esta cultura de la solidaridad y del respeto y cuidado igualitario también existe en parte ancestralmente en nuestra sociedad. George Orwell, en su observación admirativa de los usos y costumbres de la clase obrera británica, la llamó la “decencia común”. Michael Ignatieff, luego de una amplia indagación comparativa en el mundo actual, ha llamado virtudes cotidianas a aquellos valores que están presentes en medio de la diversidad, como la lealtad, la confianza y la contención, constatando que cierto orden moral siempre nace de la necesidad de creer que la vida tiene un sentido más allá de la lucha por la supervivencia.

Chile debe también hablar hoy de utopías, y no solo de su reconstrucción económica e institucional. Como la del horizonte de construir “una sociedad del buen convivir en la diversidad”, en la que se pueda vivir bien una vida buena (Ronald Dworkin) y en la que exista una esfera pública que acoja y procese, en marcos democráticos, las discrepancias de pareceres propias de la pluralidad social y cultural y de los intereses divergentes que emanan de estructuras productivas diferenciadas insertas en el mundo global y de proyectos de vida que siempre serán humanamente diversos (ver al respecto Esto no da para más). Lograr vivir bien supone que la existencia humana se construya y desenvuelva con dignidad y autorrespeto. Una vida buena se entiende como aquella que persigue los propósitos éticos de cada cual y el respeto a la importancia de la vida digna de los otros y de la vida resiliente en el planeta, en condiciones de justicia. Una sociedad de la convivencia solidaria en la diversidad requiere de la responsabilidad respecto al destino común y a los derechos y las libertades de los otros, sin renunciar a la propia identidad y a la propia cultura y enraizamiento, apoyada en instituciones políticas, económicas y sociales que contribuyan a hacerlo posible. Se necesita pasar de una sociedad de la individuación negativa y globalmente mercantilizada a una sociedad de la solidaridad, la creatividad y la cultura. Esta utopía concreta, en la expresión de Ernst Bloch o Henri Lefebvre, o bien utopía real, en la expresión de Eric Olin Wright, supone resignificar la esfera de la economía como un medio para alcanzar dimensiones de bienestar en determinadas condiciones y no como un fin en sí misma. La sociedad y la política requerirán desacoplar los objetivos de bienestar que se propongan alcanzar en cada periodo histórico de la mera métrica del crecimiento ilimitado de la producción mercantil de bienes y servicios.

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