Iglesia Católica de Chile: ¿Qué hacer para superar la crisis? por Jaime Esponda Fernández

por La Nueva Mirada

En este mes, la crisis de la Iglesia Católica chilena, la mayor de su historia, escaló hasta convertirse en un asunto político nacional. Por primera vez desde su separación del Estado, en 1925, el sistema judicial intervino en la conducta de altos prelados, como es el caso del Cardenal Ezzati, imputado por eventual encubrimiento de delitos de abusos sexuales de menores, y el de 158 miembros del personal consagrado, por autoría del mismo delito, perpetrado contra 266 víctimas identificadas, de ellas 178 menores. El fiscal Arias, guiado por su aspiración trascendente, ha señalado que será protagonista de “un juicio histórico”. Aunque esta declaración escape a la sobriedad que debe caracterizar el rol de un fiscal, no cabe duda de que estamos frente a una acción estatal inédita, que debió haber ocurrido hace mucho tiempo.

De otro lado, el Presidente de la República, secundado por la Presidenta de la Cámara de Diputados, reprobó la conducta de la jerarquía eclesiástica, apoyó al Ministerio Público y logró que el cardenal Ezzati, por decisión propia, se restara de presidir el Te Deum conmemorativo de la Independencia, presionando de paso al Papa Francisco, para que lo sustituya pronto.

Este cuadro, inimaginable para una Iglesia como la del Cardenal Silva Henríquez, tiene sustento en una realidad para cuya comprensión no se requiere mucha perspicacia política: la crisis ha trascendido a la Iglesia misma, porque es el país todo, que subentiende el peso que ella mantiene en la sociedad, el que reprueba su actuar, como lo demuestran los resultados de la última encuesta de Cadem, los cuales indican que el 83% de los chilenos considera que no es honesta.

En la situación descrita, fácilmente, se advierte que el problema es análogo dentro y fuera de la Iglesia: la pérdida de credibilidad, es decir, lo peor que puede ocurrir a quien predica no solo la Verdad revelada sino la moral que de ella deriva, especialmente en un periodo en que la institución puso en el centro de su prédica los asuntos relacionados con la moral sexual.

En tal sentido, aunque la última declaración del Episcopado es valerosa, por el reconocimiento de la culpa, la petición de perdón y los compromisos que asume, el problema continúa siendo la falta de credibilidad de los fieles. Ningún compromiso, por su mera declaración, parece devolver la confianza en la jerarquía eclesiástica.

Dentro de la Iglesia, la crisis se ha manifestado en la deserción masiva de esos fieles que no son asiduos a la vida eclesial. Fuera de ella, en el rechazo cada vez más agresivo de la sociedad civil, que no distingue entre jerarquía y Pueblo de Dios.

Las causas se han tratado superficialmente, al identificarlas solo con los abusos sexuales a menores, que no son sino expresión de una realidad más profunda: la estructura de poder de la institución eclesiástica, basada en un concepto canónico autoritario, en virtud del cual el consagrado es el titular único de la autoridad sobre el laico, que carece de ella. Por cierto, en este contexto, en que el delito penal parece una extravagancia de los laicos, algunos consagrados se prevalecieron de tal estructura, abusando de los fieles más débiles, los menores.

Esta es la causa estructural de los abusos y, también, del encubrimiento de los malhechores por sus superiores jerárquicos, cuya repetición fue generando y manteniendo una cultura perversa que, al final, trascendió explosivamente.

Favoreció este proceso corrupto la restauración conservadora de Juan Pablo II, que en Chile fue capitaneada por Sodano y Medina, con la designación de obispos ligados estrechamente a los católicos de derecha o que, si no eran conservadores, mostraban un talante intelectual muy inferior al de los antiguos obispos Santos, Piñera, González, Camus. O Goic, el único sobreviviente. Todo ello condujo a una pastoral no centrada en la opción preferencial por los pobres sino principalmente en lo que, no sin intencionalidad, se ha denominado la agenda “valórica”, limitada a la moral sexual.

No son, entonces, los liberales ni la secularización la causa de esta crisis de la Iglesia, sino esa estructura y el alejamiento del pueblo, que favorecieron la conducta maliciosa o errática de algunos que forman parte de la jerarquía y de otros que han tratado de la peor forma a quienes, consagrados o laicos, han levantado su voz.

Afortunadamente, la Iglesia chilena, ha tomado conciencia de su crisis histórica. Ahora, lo importante es qué hacer para superarla.

Quienes creen que tal superación solo puede venir desde Roma no dejan de tener razón, a la luz de que fue Francisco quien, abriendo los ojos a la verdad, produjo la explosión. Aunque no le está siendo fácil, en sus manos se encuentra el nombramiento de los nuevos obispos, en particular, la inmediata designación del nuevo Arzobispo de Santiago, del nuevo Obispo de Chillán y de la mayoría de los renunciados.

Pero, a la Iglesia le será imposible superar la crisis sin una reacción interna de carácter estratégico. En tal sentido, tienen razón los todavía Obispos, en su última declaración, cuando dicen que lo primero es «escuchar» a los laicos. Pero, si los escuchan, se darán cuenta de que los laicos (nosotros y nosotras) no quieren tanto una Iglesia masiva y poderosa, sino una Iglesia profética, en que consagrados y laicos, iguales en la Fe, sean también iguales en la comunidad, en que las mujeres estén plenamente incluidas y cuyo norte sea el compromiso con los pobres y los oprimidos, como lo fue la Iglesia del Cardenal Silva Henríquez.

Desde luego, la visión progresista del Papa favorece este deseo, pero ello implica una estructura eclesiástica democrática y dialogante, en la cual quien detenta la autoridad sea un servidor y que no permita la repetición de abusos y encubrimientos. Para ello, también, es necesario que cuidemos no reproducir en el laicado la estructura elitista que produjo los abusos e incorporar al quehacer de la Iglesia la voz callada del pueblo católico, que trabaja todos los días en las parroquias y capillas de Chile.

Estimo que cumpliéndose estas difíciles condiciones, nuevamente la Iglesia jerárquica volverá a ser aceptada y querida por sus fieles y, luego, respetada por el resto del país.

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