Entrevista de Irene Hernández Velasco (para BBC Mundo)
El reconocido y prestigiado filósofo español conversa de su libro “Dignidad”
¿De qué hablamos cuando hablamos de dignidad?
La dignidad es una cualidad que todo hombre y toda mujer tiene por el hecho de serlo, y en virtud del cual el resto de la humanidad le debe algo: respeto. Se ha hablado de la dignidad siempre como una palabra corriente, en Grecia, en Roma, en la Edad Media, en el Renacimiento, y todavía hoy se utiliza por los políticos y en el lenguaje familiar.
Pero la dignidad no había sido objeto de estudio filosófico, no se había puesto en el centro de una consideración filosófica. En mi libro me gusta definir la dignidad también como el principio contra la mayoría.
¿A qué se refiere?
Siempre hemos pensado que el interés general, la voluntad general, prevalece sobre el individuo, sobre la voluntad individual. Y siempre hemos pensado que la parte debe subordinarse al todo. Pero a partir de los siglos XVIII y XIX, en Occidente, se descubre que el individuo posee una cualidad que resiste a todo, incluso al interés general o al bien común. Y esa cualidad es la dignidad.
¿Cómo tiene lugar este cambio, cómo surge este nuevo concepto de dignidad? Porque es un concepto que ha evolucionado con el tiempo, ¿no?
Sí. El concepto de dignidad es uno de los conceptos que se usan todo el rato, pero prácticamente no se definen. Cuando se escribe la historia del concepto de dignidad se habla de los estoicos, de Cicerón, de la Edad Media, de Pico della Mirandola… Es verdad que todos ellos utilizaron la palabra dignidad. Pero la dignidad con verdadero contenido es simultánea al descubrimiento de la subjetividad moderna.
De la misma manera que nace el retrato moderno en el Renacimiento, el ensayo vivencial con Montaigne, la novela moderna a partir de Cervantes, los derechos fundamentales y los derechos humanos, en paralelo a todo eso y siguiendo el mismo procedimiento nace el concepto de dignidad de todo lo individual.
Aristóteles decía que el individuo, el ciudadano, debía subordinarse a la ‘polis’. Y durante el siglo XVIII Rousseau estableció el principio de la voluntad general, que es el principio democrático.
Pero descubrimos que, junto al principio mayoritario o democrático, en el que prevalece siempre la mayoría, debemos proteger al individuo frente a los posibles atropellos de la mayoría. Y esa defensa del individuo frente a la posible tiranía de la mayoría es la dignidad, y se produce con el descubrimiento de la subjetividad moderna.
¿Todo el mundo tiene derecho a la dignidad?
Hay dos clases de dignidades. Hay una dignidad que podríamos llamar filosóficamente ontológica, lo que significa que todo hombre y toda mujer, por el simplemente hecho de serlo, tiene una dignidad que es inviolable e indestructible. Incluso el peor de los hombres posee esa dignidad, y nada en el mundo puede disminuir o perjudicar esa dignidad de origen, y que lleva por ejemplo a disfrutar de determinados derechos, libertades y garantías y que hace que el resto de la humanidad se convierta en deudora, que le deba un respeto.
Otra cosa es la dignidad en sentido práctico, en el sentido de cómo uno se comporta, si su acción moral, su libertad, está o no a la altura, es o no conforme con la dignidad de la que eres portador.
Todos sabemos que existen comportamientos indignos. El que realiza un comportamiento indigno es indigno en el sentido práctico, pero eso no perjudica a su dignidad de origen, que nadie puede atropellar sin cometer un delito, una inmoralidad. Hasta Hitler tendría derecho a un juicio justo.
¿Qué es lo contrario a la dignidad?
Lo contrario a la dignidad es la cosificación, la instrumentalización de lo que es digno subordinándolo a un fin preferente. Nadie en el mundo puede cosificar a otro sin cometer una inmoralidad, una vileza. Lo que no significa que no ocurra. Y tampoco significa que el que es portador de la dignidad no tenga un comportamiento indigno, todos sabemos que eso ocurre. La diferencia es que nadie puede atropellar la dignidad sin envilecerse, sin degradarse y sin degradar.
¿Nos puede dar ejemplos de esa cosificación?
Cuando se invoca por ejemplo que el principio mayoritario, la felicidad del mayor número como decía el filósofo Bentham, el bien común, el interés general, merecen el sacrificio de una persona.
Que podemos matar a esa persona, sacrificarla, encarcelarla, hacerla sufrir un juicio injusto o atropellar sus derechos si eso favorece el progreso del pueblo, el interés general o el bien común. Lo más prodigioso de los sistemas democráticos contemporáneos es haber logrado coordinar estos dos principios contrapuestos, en una especie de equilibrio de poderes.
Es cierto: prevalece la voluntad general. Pero la voluntad general no puede llevar, por ejemplo, a ordenar el sacrificio de niños o la violación de mujeres, no puede ordenar la supresión de la libertad de expresión, no puede ordenar que debamos extraer los órganos vitales a los pobres para dárselos a los ricos que paguen por ello.
La dignidad establece unos principios y aunque la voluntad general fuera en contra de ellos, la dignidad actuaría contra esa mayoría. La dignidad hace por ejemplo que progrese lo que a mi juicio es la gran ley de la cultura: pasar de la ley del más fuerte, propia de los animales, a la ley del más débil, propia de la humanidad.
Y la ley de la humanidad prevalece cuando lejos de prevalecer lo que es rentable, lo que es beneficioso para el grupo, lo que la mayoría decide, prevalecen las personas débiles, los viejos, los niños, los pobres, los enfermos, las minorías… Esa sustitución de la ley del más fuerte por la ley del más débil expresa la dignificación de un pueblo.
¿Somos conscientes de nuestra propia dignidad?
En España hubo en 2011 el movimiento de los indignados, que fue capaz de agitar mucho la estructura de la sociedad y de la opinión pública porque todo el mundo sentía la dignidad, pero nadie era capaz de definirla.
La dignidad, que en la historia era atribuida siempre a una minoría, a unas dignidades especiales, en el siglo XX experimenta una revolución y se realiza el prodigio de extenderla a todo hombre y a toda mujer por el hecho de serlo.
A diferencia de otros conceptos como la libertad, la igualdad o la justicia -conceptos elaborados por teóricos, por filósofos y por escritores- la dignidad, sin embargo, fue algo que todo el mundo sentía y que representó una demanda social: la dignidad de las mujeres, la dignidad de los niños, la dignidad de los homosexuales, la dignidad de los pobres… En nombre de la dignidad se han hecho grandes revoluciones y transformaciones sociales. Pero, aunque todo el mundo sentía la dignidad, nadie la definía, no ha existido un libro filosófico sobre la dignidad.
Aunque la dignidad se ha democratizado, todavía hay colectivos a los que no les ha llegado, ¿verdad?
La dignidad se ha impuesto como algo justo y deseable porque pertenece a la categoría que unos a otros nos reconocemos. Y yo diría que ya nadie niega esa dignidad del hombre y la mujer por el hecho de serlo, por lo menos en la cultura occidental.
Otra cosa distinta es que la transformación social que viene a consecuencia de este principio todavía no sea completa. Pero bastaría con alejarnos 50, 70 años para descubrir hasta qué punto estaba arraigada en la naturaleza humana la idea aristocrática.
Ortega y Gasset, por ejemplo, insiste en sus libros en una visión aristocrática en virtud de la cual existe una minoría selecta, que son los que tendrían una mayor dignidad, a la que dice que deben seguir dócilmente el resto de la sociedad, es decir, la inmensa mayoría.
Y ese principio aristocrático lo aplica prácticamente a todas las esferas, incluso a la relación entre hombre y mujer. Todavía en los años 40 Ortega y Gasset tenía una actitud de desigualdad entre el hombre y la mujer.
También hemos tenido que esperar a la descolonización de los pueblos en los años 50 y 70 para atribuir exactamente la misma dignidad a la cultura occidental y a las culturas descolonizadas, tanto africanas, asiáticas o latinoamericanas. La capacidad de transformación del concepto de dignidad, el número de revoluciones que se ha dicho en su nombre, es extraordinario y muy reciente.
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Puede ser por ejemplo el caso de los de los inmigrantes, que en muchos lugares todavía adolecen de esa dignidad al cien por cien, ¿no?
Yo haría un matiz. Durante siglos el extranjero era un ser sin dignidad, no tenía derechos y no tenía dignidad, por eso era tan importante pertenecer a una ciudad. Con la crisis económica de 2008, se han producido grandes migraciones hacia occidente desde Medio Oriente, desde África, desde Asia.
El trato que han recibido los inmigrantes a veces ha podido ser injusto o indebido. Pero la gran revolución en la historia de las ideas es que por primera vez en la historia universal Occidente se ha sentido indignado por el trato recibido por los inmigrantes.
Por primera vez en la historia universal, hemos atribuido la misma dignidad al inmigrante que al nacional, y por eso nos hemos indignado. No nos indignábamos cuando las mujeres eran esclavas en Grecia, en Roma o en la Edad Media. O cuando lo eran los negros y sufrían atropellos aberrantes.
Nos hemos empezado a indignar en el siglo XIX y el XX porque por primera vez hemos atribuido a la mujer y al negro exactamente la misma dignidad que al hombre o al blanco. La indignación requiere antes atribuir dignidad a aquello que te produce ese sentimiento de injusticia.
Efectivamente, y por poner otro ejemplo, la violación antes no era delito en muchísimos casos…
Así es. Con el nombre de esclava, de sierva, de subordinada, de concubina, de lo que quieras, se verificaban todos los días millones y millones de violaciones, que la mujer asumía sin pensar además que estaba sufriendo atropello.
De pronto, sobre todo a partir del siglo XIX, sentimos que la mujer tiene exactamente la misma dignidad del hombre -y no solamente la mujer rica, sino también la mujer media o la mujer pobre- y que esa dignidad queda atropellada por un comportamiento del varón que durante miles de años era considerado normal, inherente a la posición del amo, del señorito, del jefe, y que a partir de que se atribuye a la mujer la misma dignidad que el hombre nos produce rechazo, repugnancia. Justamente esa repugnancia es motor de civilización.
Se habla mucho en las últimas décadas de la muerte digna, de la eutanasia. ¿Es otra de las revoluciones de la dignidad?
Es difícil saber eso. Toda mi teoría gira en torno a sustituir el concepto de felicidad por el concepto de dignidad. El concepto de felicidad requiere, como el propio Aristóteles dice en la «Ética», un mínimo de bienes, un mínimo de posesiones. Sin embargo, la dignidad no es un concepto condicionado a la posesión de unos bienes.
En cualquier momento y circunstancia, uno puede vivir con dignidad. En la cola de Auschwitz, esperando a entrar en una cámara de gas, no se puede vivir con felicidad, pero sí con dignidad.
En ese sentido, yo no hablo de una muerte digna, sino de una vida digna. Alguien puede morir invocando una muerte, yo eso no lo impugno, pero sí impugno que si esa misma persona que decide morir decidiese seguir viviendo no pudiera vivir una vida con dignidad. Siempre hay un modo de vivir con dignidad la vida.
¿Hay personas con más dignidad que otras?
No. Si le preguntase a Kant, a Cicerón o a Pico della Mirandola, todos ellos anteriores a la dignidad democrática del siglo XX, le responderían que sí.
Para ellos la dignidad era todavía una cualidad de unas personas que o bien tenían una especial libertad, una especial racionalidad en el caso de Cicerón o una especial moralidad en el de Kant lo que les daría una cualidad distintiva respecto al resto de los seres humanos.
Pero la gran intuición, la intuición transformadora, revolucionaria y colectiva del siglo XX, es que todos los hombres y todas las mujeres, por el hecho de serlo, tienen exactamente la misma dignidad. Una dignidad que además es absoluta e inexpropiable.
¿Y no es injusto que tengan la misma dignidad aquellos que tienen un comportamiento digno que aquellos que tienen un comportamiento absolutamente indigno? Antes, ponía usted el ejemplo de Hitler…
El poseer una dignidad igual y absoluta de origen no impide que luego se premie el mérito y se castigue el desmérito. El concepto de dignidad, siendo absoluto, sin embargo, no lo invade todo.
Una persona que hace un trabajo extraordinariamente meritorio se convierte en un modelo social, logra un premio Nobel o gana veinte Grand Slam.
Y, en cambio, otro que es un delincuente va a la cárcel. La misma línea de origen no impide el mérito o el castigo. Incluso esa igualdad de origen no impide una desigualdad social.
¿Cuál es el mayor delito que se puede cometer contra la dignidad?
La cosificación, como decía antes. Se distingue entre la dignidad y la cosa, entre la dignidad y el precio, como dice Kant. El precio es aquello que puede ser sustituido por algo equivalente.
Si voy a comprar un pastel, doy unas monedas porque es su equivalente, lo que tiene precio es sustituible. En cambio, la dignidad es aquello que no puede ser sustituido por algo equivalente.
Así que el mayor delito contra la dignidad es tratar a las realidades que tienen dignidad como si solamente tuvieran precio. Es decir, la cosificación, la instrumentalización, la conversión en mercancía.
¿Entonces la prostitución o los embarazos subrogados, al haber dinero por medio, carecen de dignidad?
Yo no entro en los asuntos casuísticos que pueden venir desde el punto de vista jurídico o bioético. ¿Qué pasa si secuestran un avión y los secuestradores dicen que matarán a uno de los ocupantes del avión salvo que se libere a tal persona?
Los asuntos jurídicos o los asuntos bioéticos -que suelen tener que ver con el nacimiento de la vida o su muerte, es decir, con el aborto o la eutanasia, con dónde empieza la vida y donde termina- a mi juicio no pertenecen a la filosofía de la dignidad.
La filosofía de la dignidad creo que tiene que moverse en un plano muy general, muy universal y muy abstracto, y no puede pretender resolver como si fuera un catecismo los problemas prácticos planteados por el derecho o por la realidad clínica.
Sé que si hablara con otra persona le diría que sí o que no de acuerdo con su ideología. Pero a mi juicio en ese caso no está haciendo filosofía, sino que está divulgando su propia ideología.
¿Cómo espera que evolucione el concepto de dignidad en los próximos años? ¿Teme que pueda haber involuciones o es un concepto ya plenamente asentado y por tanto imparable?
No hay nada imparable, porque yo no creo en la ley del progreso necesario y creo que cualquier avance puede perderse. Pero, aun así, cuando uno echa la vista atrás no puede por menos que observar un avance sostenido.
A veces con retrocesos, a veces con dudas, a veces con caídas en el abismo, a veces con muchísimas víctimas en la cuneta… Pero que se observa indudablemente un avance sostenido desde hace 7.000-8.000 años, y no sólo en un sentido material sino en un sentido moral.
Pienso que, sobre todo Occidente, está avanzando en este paso de la ley del más fuerte a la ley del más débil. Así que si tuviera que pronosticar el futuro diría que muy probablemente el principio de la dignidad seguirá avanzando, con caídas, con reacciones, con vueltas atrás, con vacilaciones, a veces incluso poniendo en demasiado peligro determinados valores, a veces al borde del precipicio y con muchas víctimas.
Pero observo que en las democracias liberales el equilibrio entre el principio mayoritario de la democracia y el principio de dignidad es un equilibrio muy delicado.
Y a veces se nota, sobre todo en determinados populismos de derechas o izquierdas, una cierta tendencia a romper esos equilibrios, lo que tiene que ver con una idolatría al principio mayoritario y un desprecio al principio minoritario.
Ciertos sistemas dictatoriales y autocráticos, como puede ser el chino, pueden representar a veces una seducción, como hemos visto en la pandemia.
Mucha gente dice en estos momentos que no quiere tanto el respeto a la dignidad individual, sino que se resuelva el problema, como en los sistemas autoritarios. Siempre existirá el riesgo de que una ciudadanía moderna anhele la resolución práctica de todos los problemas, aunque sea en detrimento de cierta dignidad individual.