Brasil vive una de las mayores crisis políticas de su historia. Una, de carácter estructural, que, pese a todo, no tiene como principal causa la corrupción sistémica e histórica que afecta a ese país, aunque ese factor contribuye poderosamente a su agravamiento.
Es una crisis con origen en su ordenamiento institucional, aprobado a fines de una dictadura militar, en el poder durante 21 años, con su impresionante saldo de víctimas de violaciones a los derechos humanos.
Como lo sostiene el cientista político Luis Maira, la actual constitución favorece una estructura múltiple de partidos y una configuración territorial de los distritos electorales que contribuye a fragmentar el poder. Ello obliga a las fuerzas mayoritarias a constituir coaliciones amplias, sin demasiadas afinidades ideológicas y políticas, que les garanticen respaldo suficiente en el Congreso.
Ciertamente, el respaldo de partidos minoritarios o de signo político distinto al de las fuerzas mayoritarias no es gratis. Ello obliga al jefe del Estado a repartir cuotas de poder a sus aliados, incluyendo el gabinete y la administración pública. Así se abre espacio al pago favores políticos y diversas modalidades de cohecho y corrupción. Por ello, se afirma que, tras las elecciones legislativas, las fuerzas mayoritarias salen a “comprar” partidos y parlamentarios para componer sus necesitadas mayorías.
Eso le ocurrió a José Sarney, Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva, Dilma Rousseff y, en general, a todos los mandatarios, luego del retorno a la democracia.
Ciertamente, la crisis política se profundizó luego del llamado “golpe blanco” que destituyó a Dilma Rousseff el año 2016, por “maquillar” las cuentas fiscales, una práctica corriente hasta entonces en ese país. La decisión de impulsar la acusación, que terminó con la destitución de la mandataria, fue tomada por el PSDB (la social democracia) en acuerdo con el Partido Democrático Brasileño (MPDB), del propio vicepresidente en ejercicio, Michel Temer, quién asumió el poder con el compromiso de gobernar el resto del mandato sin presentarse a la reelección.
Entonces se desató la llamada “operación lava autos” (lavajato) que hoy se ramifica a doce países en la región. Fue precedida por el escándalo del llamado “mensalao” (mesada), asumiendo un gran protagonismo el fiscal Sergio Moro, que ordenó prisión para grandes empresarios, involucrados en actos de corrupción.
Moro imputó de manera transversal a dirigentes políticos y parlamentarios, de gobierno y oposición, incluido Lula da Silva, condenado, en segunda instancia, a 11 años de prisión. Ello, pese a que no se ha podido acreditar que Lula sea propietario del departamento en el balneario de Guaraná. La sentencia, que aún contempla etapas de apelación, se funda en “convicciones” acerca de la presunta responsabilidad del ex mandatario que, aún en prisión, encabeza las encuestas de opinión de cara a las próximas elecciones del mes de octubre.
El escenario de la carrera presidencial
El Partido de los Trabajadores (PT) se ha negado, hasta hoy, a considerar un plan B en la alternativa que el Tribunal Electoral se niegue a validar la candidatura presidencial del mítico líder sindical que hoy se encuentra cumpliendo condena, sin otorgarle la presunción de inocencia que consagra la ley antes de una sentencia definitiva. Puntualmente concurrirá a ese tribunal a inscribir su candidatura, esperando la decisión definitiva del mediados de septiembre (45 días antes de la elección) apostando, arriesgadamente, a que pueda ser validada.
Tan sólo a partir de esa decisión, que marcará el futuro político de Brasil, el PT podría considerar una alternativa. Sus opciones no son muchas. O levanta un candidato de sus filas (se mencionan Fernando Haddad, coordinador de la campaña presidencial de su partido, y Jaques Wagner, ex ministro en los gobiernos de Lula y Dilma y ex gobernador de Bahía) o decide apoyar a Ciro Gómez, un ex ministro de Lula, inscrito por el Partido Democrático de los Trabajadores, que aparece en tercer lugar en las encuestas (13%), detrás de Lula (33 %) y de Jair Bolsonaro, el ultraderechista que marca 17 % y que con su discurso en contra de la política y la corrupción (reivindicando el régimen militar), busca capitalizar el descontento ciudadano.
La apuesta del PT es más que arriesgada. Porque es muy difícil que el Tribunal Federal, o el Tribunal Electoral, reviertan la decisión de los de primera instancia, que impiden la opción de Lula. También, porque un eventual “plan B” tendrá poco tiempo para desplegarse y la capacidad de Lula para endosar su fuerte respaldo a otro candidato de su partido, o de un aliado, no está garantizada.
El fenómeno Bolsonaro
Jair Bolsonaro es un ex militar, de ultraderecha, que con un discurso políticamente incorrecto (misógino, racista, homofóbico, anti política y, evidentemente, en contra de la corrupción) busca capitalizar el descontento ciudadano con la política y los políticos.
La estrategia parece estarle funcionando en importantes sectores de clase alta, clase media escolarizada y sectores juveniles (entre los 16 y 34 años), que manifiestan su protesta anti sistémica, a través de una adhesión a Bolsonaro, valorando su discurso de político no tradicional, que habla con la verdad, dice lo que piensa y promete sanear al país. Incluso con el concurso de los militares, que llamaría a su gobierno, como lo ha anunciado.
Con Lula fuera de carrera, Bolsonaro hoy encabeza las encuestas de opinión, con un modesto 17 % y con un techo electoral presumiblemente muy bajo.
Todos los esfuerzos por ampliar su base de apoyo, con la incorporación de partidos de centro derecha o derecha, hasta ahora han fracasado. En parte, por la radicalidad de su discurso. Pero también, muy principalmente, porque la opción del candidato de la social democracia brasileña, Geraldo Alckmin, les parece una mejor y más segura alternativa, pese a marchar en cuarto lugar en las encuestas, hasta hoy, con menos del 10 % de las preferencias.
Geraldo Alckmin concita el apoyo de la centro derecha y se convierte en la principal alternativa a la centro izquierda
Pese a no ser un candidato muy carismático y ubicarse hasta ahora en un cuarto lugar en las encuestas, detrás de Lula, Bolosnaro y Ciro Gómez, Geraldo Alckmin parece ser el candidato con mayor potencial para enfrentar a cualquier otro candidato que no sea Inacio Lula da Silva.
Tal como era previsible, acaba de recibir el apoyo de cinco partidos de centro derecha o centro (Partido Popular, Partido Republicano Brasileño, el Partido de la República, Demócratas y Solidaridad), con incidencia y fuerza electoral disímiles. Sin embargo, se debe considerar que ellos no tan sólo aportan votos, también valiosos minutos en televisión (que se distribuyen en proporción al caudal de votos de cada partido) sumamente relevantes para enfrentar la próxima campaña presidencial.
Su partido, la Social Democracia, que se unió con el PMDB, de Temer, para desalojar a Dilma Rousseff del poder, manteniendo importantes responsabilidades en el desacreditado gobierno en ejercicio, es uno de los principales partidos de oposición. Todo apunta a que el PMDB, que nunca ha ganado una elección presidencial pero retiene un importante caudal electoral, se sumaría a la coalición que viene configurando Alckmin. Con esos cálculos, apuestan a su candidatura, asumiendo que Lula quedará fuera de carrera y Bolsonaro tiene un techo de apoyo que limita su opción.
Pero claramente no está dicha la última palabra para la trascendente elección presidencial del mes de octubre. Falta el pronunciamiento definitivo del Tribunal Federal y del Tribunal Electoral que resuelva la situación de Inacio Lula da Silva como posible candidato.
Aún el PT no muestra todas sus cartas ante los diversos escenarios posibles y cuáles serían los criterios para definir un hipotético “plan B”. ¿Criterios meramente electorales o también políticos?
Pero la gran incógnita que nadie está en condiciones de responder, hoy en Brasil, es si las elecciones del mes de octubre constituyen efectivamente un paso adelante para resolver la profunda crisis institucional que hoy enfrenta el país o si, por el contrario, bien pudieran contribuir a agravarla.
Todos asumen que las elecciones no resolverán, por sí misma, la crisis y que se requieren profundas reformas políticas e institucionales para enfrentarla de raíz. Todo ello sin profundizar en la crisis económica, que golpea con mayor fuerza a los sectores más vulnerables, la violencia que sacude a las principales ciudades de la mano del crimen organizado y, cómo no, el tema de la corrupción sistémica, con tanto hilo por cortar.
La moraleja es que la preocupación y atención de los demócratas no puede ser “tuerta”. Debe considerar una crisis de la democracia y de la política, que no es patrimonio de la región sino de carácter global. Condiciones propicias para aventuras populistas de muy diverso signo, tanto en el universo desarrollado como en los llamados “países emergentes”.