El parlamento chileno legisla una nueva normativa para regular el derecho a una muerte digna de personas que sufren enfermedades terminales, padeciendo horribles dolores.
Como ha sucedido históricamente, con el debate en torno a los llamados temas valóricos – divorcio, aborto, ahora eutanasia – la legítima resistencia de una minoría ciudadana es transformada en chantaje político por sectores que buscan cualquier atajo- eventualmente el cuestionado Tribunal Constitucional- para entrampar el desarrollo democrático y civilizado del país.
Vivir con dignidad implica también el derecho a morir en la misma condición. El debate ha sido largo, aunque interferido por evidentes distorsiones mediáticas, más que frecuentes en Chile.
El texto de la normativa actualmente en trámite legislativo, señala, que la eutanasia podrá ser solicitada por “la persona que ha sido diagnosticada en estado de salud terminal o, en estado de sufrimiento físico o mental constante e insoportable, que no pueda ser apaciguado por el actual estado de las ciencias médicas y que resulta de una lesión o condición patológica incurable”
Puede resultar casi natural asociar la palabra en cuestión a una situación horrorosa. Sin embargo, valga recordar que eu- tanatos, (del griego), significa etimológicamente buen morir. Asumamos que el evidente desarrollo de la medicina, junto con aumentar la esperanza de vida acrecienta la complejidad del tratamiento a enfermos terminales y los desafíos éticos asociados a esta nueva realidad. Así el debate respecto de la eutanasia aparece asociado a los grandes temas de la bioética que enfrenta la práctica clínica contemporánea.
Lejos de las tentaciones dogmáticas, incluidas las religiosas- que corren el riesgo de contrastar con las propias conductas de sus voceros – vale instalar la conversación desde conceptos asociados al progreso de la humanidad.
A quienes se resisten desde el dogma de principios, con frecuencia en nombre de Dios, valga situarlos ante la realidad cotidiana de los que viven la dolorosa experiencia de una disyuntiva, ciertamente no deseada.
Podemos recordar que el año 2014 se conocieron dos situaciones dramáticas que chocaron con la legislación que castiga penalmente la eutanasia en nuestro país. El doctor Manuel Almeyda sufrió una insuficiencia respiratoria y cardíaca que lo transformó en oxígeno dependiente, con una precaria calidad de vida. Solicitó públicamente que se le permitiera la eutanasia. Ciertamente no tuvo acogida. Falleció poco después, tras negarse a recibir alimentación, durante días, con apoyo de sus familiares. El mismo año, la joven Valentina Maureira, portadora de fibrosis quística avanzada, pedía a la Presidenta de la República la misma autorización eutanásica, imposibilitada legalmente.
Más recientemente el dramático caso de otra joven, Paula Díaz, contribuyó a la reinstalación del debate que hoy debe resolver el parlamento con la expectativa de un cambio legislativo para humanizar el derecho a una muerte digna. Situaciones dramáticas que desafían respuestas eficaces y fundadas desde nuestra institucionalidad democrática.
La condición humana involucra principios. Ellos, ciertamente, no son monopolio de una minoría que se resiste a los cambios de época. No es arbitrario interrogar el discurso pro- vida de quienes – bajo liderazgos políticos de la senadora Jacqueline Van Rysselberghe y el diputado José Antonio Kast – continúan celebrando la obra de un régimen que, durante 17 años, se sostuvo en la aplicación sistemática de la tortura física, psicológica y los crímenes de lesa humanidad.