La negligencia de décadas en el Congreso en materia de inmigración ha conducido a una colisión de emergencias en la frontera estadounidense, reclamos de más de 11 millones de migrantes indocumentados o en situación legal precaria, y las aprensiones de una menguante mayoría “blanca”.
Ni los unos ni los otros
La última vez que el Congreso de Estados Unidos aprobó una reforma integral de su sistema de inmigración fue en 1986, en la segunda presidencia de Ronald Reagan. Hubo, entonces, una amnistía para unos cinco millones de inmigrantes indocumentados, y estipulaciones para mejorar la vigilancia en la frontera y exigir que los empleadores verificaran la situación legal de los empleados.
La porción de amnistía se cumplió para gratitud duradera de los migrantes. Los otros aspectos de la legislación no se cumplieron y el país continuó recibiendo más migrantes por la razón sencilla de que Estados Unidos los necesita, tanto por la mano de obra barata que muchos de ellos aportan, como por su contribución al balance de edades en la población.
Desde entonces, con presidentes demócratas o republicanos, con mayorías de unos u otros en el Congreso, una y otra vez han fracasado los intentos de una política migratoria coherente.
Ahora el presidente Joe Biden, con una mayoría leve y quizá efímera en el Congreso, debe lidiar con un embrollo en el cual juegan tres segmentos diferentes cuyos intereses no son, necesariamente, los mismos y, en varios niveles, son contrarios.
El drama
Esta semana, mientras todavía continúan los vuelos que han evacuado a más de 120.000 personas tras la victoria Talibán en Afganistán, el gobierno de Biden acelera la deportación de unos 15.000 haitianos que, sorpresivamente, acamparon bajo el puente internacional en Del Río, Texas.
Durante años, los migrantes desde América Central han organizado caravanas que cruzan México anunciando su presencia y su meta. De alguna manera, miles de haitianos se las arreglaron para cruzar el mar hasta México y marchar a Del Río, más al norte en el cruce del Río Bravo, multiplicándose sin aviso previo de unos pocos cientos a miles y miles en pocos días.
La imagen muy difundida de agentes de la Patrulla Fronteriza que, a caballo y con látigos, dispersaron a algunos haitianos, se suman a las escenas de menores de edad enjaulados y miles de migrantes hacinados en centros de detención del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) en los últimos tres años.
En mayo de 2020, cuando empezó a subir la cifra de migrantes –en su mayoría centroamericanos- que llegaban a la frontera sur, el gobierno del presidente Donald Trump aplicó una regla sanitaria que, bajo la excusa de paliar la pandemia de la covid-19, recurrió a la expulsión expedita sin la audiencia que la ley estipula para quienes buscan asilo en Estados Unidos. El gobierno de Biden ha continuado esa política por la cual han sido enviados de retorno al otro lado de la frontera casi un millón de personas.
El año fiscal en EEUU comienza el 1 de octubre y concluye el 30 de septiembre. En el período fiscal 2020, la Patrulla Fronteriza efectuó 458.088 detenciones de migrantes. Esta no es la cifra de individuos detenidos, ya que muchos migrantes deportados, cruzan la frontera otra vez y otra vez son detenidos y expulsados. Hasta agosto pasado, esto es un mes antes de que concluya el año fiscal 2021, la Patrulla de Fronteras ha realizado 1,541.651 detenciones, de las cuales 130.710 son de menores de edad que llegan a la frontera sin compañía de adultos responsables.
Estas oleadas de migración, empujadas por huracanes, terremotos, violencia y crisis políticas, ofuscan el debate y espolean el temor de muchos estadounidenses por la “invasión” que desfigura la composición social del país.
Indocumentados y precarios
El presidente Biden prometió, durante su campaña electoral en 2020 y cuando llegó a la Casa Blanca, una política migratoria “justa y humana”, que abriría la senda para la residencia legal permanente y, eventualmente, la ciudadanía para unos 11 ó 12 millones de inmigrantes que ya están en el país. La resistencia de los republicanos llevó a los demócratas a intentar una reforma de a pedacitos, con leyes que enfoquen cuatro contingentes diferentes que suman unos 8,3 millones de personas.
El primero suma unos 800.000 migrantes traídos ilegalmente al país cuando eran menores de edad. En 2012 el presidente Barack Obama, por decreto, creó un programa de dilación de las deportaciones a la espera de que el Congreso legislara una solución definitiva. El presidente Trump intentó forzar al Congreso para que actuara en el asunto, decretando la suspensión del programa –conocido como DACA– en marzo de 2017. Aún así, y con mayoría republicana, el Congreso no actuó y las muchas demandas judiciales han mantenido a DACA en vigencia, y a los “soñadores” que el programa ampara en un limbo del cual pueden ser expulsados en cualquier momento.
El segundo grupo lo comprenden los “tepesianos” amparados en un estatus de protección temporaria por el cual el Poder Ejecutivo designa países donde los desastres climáticos, los volcanes y terremotos, y la violencia fuerzan la emigración.
Hay ahora unos 746.000 ciudadanos de una docena de países amparados por este programa –conocido como TPS– y que han vivido por décadas en Estados Unidos, en la angustia periódica cada vez que vence la designación y el gobierno ha de renovarla.
La lista de países la encabeza El Salvador, con 198.420 tepesianos, seguido por Honduras con 60.350 y Haití con 40.862. En marzo el gobierno de Biden extendió esa designación a Venezuela con lo cual otras 323.000 personas han pasado a ser elegibles para TPS.
El tercer grupo en el plan demócrata son los trabajadores agrícolas, cuyo número anda por los millones, pero no hay una cifra única. Estos son, principalmente, los peones zafrales que por años han estado en el país con visas de trabajo temporarias. Quienes abogan por la residencia permanente para este contingente señalan no sólo el aporte económico que siempre han hecho al país, sino su labor durante la pandemia que mantuvo las cosechas y la alimentación del país en tiempos duros.
A diferencia de los tres grupos anteriores, que tienen algún tipo de residencia legal, aunque sea temporaria, el cuarto grupo son los verdaderos indocumentados, los llamados “trabajadores esenciales”, así calificados durante la pandemia y para quienes no hubo cuarentenas ni licencias pagadas. Es el personal de emergencia, la limpieza de edificios, las plantas de procesamiento de carnes, frutas y verduras, las oficinas y hospitales, los restaurantes, los hoteles, el cuidado de pacientes en residencias para ancianos y discapacitados, el personal médico, los transportistas y otras categorías de laburantes sin cuya persistencia la economía hubiese colapsado.
La resistencia
Casi toda legislación exige financiación, y la aprobación del presupuesto requiere en el Senado 60 votos. Los demócratas tienen 50 curules, los republicanos otros 50 y el voto de desempate le corresponde a la vicepresidenta Kamala Harris.
Con una mayoría magra en la Cámara de Representantes y escasa en el Senado, los demócratas optaron por el trámite de “reconciliación presupuestaria” que permite la aprobación de la ley de gastos con sólo 51 votos. E incluyeron en el presupuesto de de 3,5 billones de dólares, fondos para la reforma migratoria por tajadas.
Esta semana la parlamentaria del Senado, Elizabeth Mac Donough, cuya función es la interpretación de las reglas, dictaminó que la inclusión de inmigración en el debate del presupuesto es inapropiada, lo cual dejó al gobierno de Biden y a los demócratas en el Congreso con pocas opciones.
Una vez más las emergencias fronterizas, que alientan el discurso anti – inmigrante, parecen a punto de desbaratar una solución de largo plazo para la migración.
En el trasfondo de la resistencia en este asunto están las cifras del Censo que, tras un empadronamiento accidentado por la pandemia en 2020, mostró que por primera vez desde 1790 ha habido en Estados Unidos una disminución de la población que se considera “blanca”.
El censo mostró que, entre los 331,5 millones de habitantes, los que se identifican como blancos siguen siendo la mayoría con 235 millones, en tanto que los que se dicen “latinos” o “hispanos”, conforman la minoría más numerosa con 62,1 millones.
Las mismas cifras muestran que el 40 % de la población es “no blanco” y la Oficina del Censo calcula que hacia 2045 los blancos no hispanos serán una minoría, la más numerosa, es cierto, pero ya no mayoría. La edad media de los blancos el año pasado era de 43,7 años, de lejos la más alta entre todos los grupos demográficos, y casi el 25 % del crecimiento de población en la última década ha ocurrido entre los inmigrantes.