La naturalización de la desigualdad. Diamela Eltit (Premio Nacional de Literatura 2018)

por La Nueva Mirada

(*Exposición realizada en Congreso Futuro 2019)

Ya sabemos de manera fehaciente y más aun irrebatible que en Chile, como otros países de América Latina (aunque no todos) existe y transcurre una impresionante desigualdad. Que la puesta en marcha del neoliberalismo global se ha articulado desde la producción de un horizonte desigual que no termina de profundizarse. A tal punto que ya la palabra misma “desigualdad” ha perdido su dramatismo para transformarse en una palabra técnica, retórica, sin cuerpos, sin territorios, sin hablas.

Se habita en diversos mundos. A la manera de un ajedrez, las figuras sociales se agrupan en un tablero donde cada lugar está determinado por las reglas de juego y allí los peones van, como no, al sacrificio porque son los elegidos para la sobrevivencia de los otros. El peón forma parte de una constelación. Las otras figuras del tablero de ajedrez portan según las reglas del juego  lugares estratégicos, son altas, definidas, estéticas, el peón es plano, inadvertido, neutro.

Algo así. O más todavía.

A tal punto que ya la palabra misma “desigualdad” ha perdido su dramatismo para transformarse en una palabra técnica, retórica, sin cuerpos, sin territorios, sin hablas.

La naturalización de la desigualdad ocurre y transcurre sin mayores sobresaltos. Pero se trata de un mero espejismo, de una falsa superficie. Es violencia pura, ya explícita (la presencia infatigable de la policía en las zonas populosas), o simbólica, me refiero a la colonización de los imaginarios en los segregados que naturalizan su desigualdad social como un  hecho merecido, “normal”.

Esa violencia simbólica y material, se devuelve en violencia. Existen “buenos segregados” y “malos segregados”, me refiero a ese creciente y aterrador número de ciudadanos que se desagregan y emprenden de manera cada vez más exponencial la ruta del delito fundamentalmente contra la propiedad. Desde luego el delito bajo distintas formas ha sido siempre parte del escenario social, pero me refiero aquí a su proliferación actual que parece incontenible.

Ese es el fantasma, el enemigo, el monstruo Frankenstein que ataca y destruye. Pero ya sabemos que Frankenstein es el hijo de su  padre científico, que surgió sin intervención de la madre, que fue producido en un laboratorio en donde se ensayó una y otra vez la exactitud de su emergencia. Ese Frankenstein escrito por Mary Shelley en una noche memorable atravesó los tiempos e ingresó de lleno en la cultura pop de los diversos presentes. Así  se repone ese monstruo hecho por la suma de pedazos de cuerpos sin valor para la hegemonía. Un cuerpo cosido por la ciencia que se levanta una y otra vez para sembrar el pánico. Podemos pensar que hoy nos sobrevuela la arista del fantasma Frankenstein en las marcas de un preciso ensayo económico que ejecuta la tarea de producir desigualdad y ejecuta el trabajo de diseminarla.

Es violencia pura, ya explícita (la presencia infatigable de la policía en las zonas populosas), o simbólica, me refiero a la colonización de los imaginarios en los segregados que naturalizan su desigualdad social como un  hecho merecido, “normal”.

Una violencia que actúa de manera primordial en contra de sus propios desiguales para segmentarlos.

La delincuencia es el enemigo número uno para la población, no es el sistema que la produce y la acrecienta. Las cárceles ya lo sabemos están sobre pobladas, el camino de la droga no se detiene, existe un porcentaje de la población que se organiza desde otros códigos, fuera enteramente de todo.

Pero se trata de un efecto inscrito en el proyecto neoliberal. Un efecto que además le permite desplazar y distribuir la desigualdad dejándola caer sobre sus desiguales que infringen  la ley con una estela de violencia masiva. Hoy los sectores vulnerables son representados por el conjunto del mundo mediático a través de la figura de los que delinquen, ese es el rostro que alimenta los noticiarios, la crónica roja, la imaginación ciudadana, el rostro como una forma de terror social. Esa es la voz que emerge con mayor nitidez ante la desigualdad, la que impera en el imaginario social y  borra los signos que la producen. Un amenazante chivo expiatorio del sistema que lo cubre y lo recubre.

Podemos pensar que hoy nos sobrevuela la arista del fantasma Frankenstein en las marcas de un preciso ensayo económico que ejecuta la tarea de producir desigualdad y ejecuta el trabajo de diseminarla.

Desde otro punto de vista ya sabemos que la presión al consumo es un síntoma de prosperidad del proyecto. Que  el consumo, siempre necesario desde luego, tiene una vertiente más patológica que es un consumismo sin freno, una adicción al objeto ya de antemano anacrónico por la velocidad de la tecnología que la discontinúa o por las modas imperantes. Sabemos también que el objeto en muchos casos desplaza al sujeto. Que todo este gran aparataje objetual se sostiene en la deuda. Es esa deuda interminable un elemento fundamental para sostener y alimentar al sistema. Porque la deuda obliga, genera lazos, apacigua los ánimos por la obligación a un  pago, su fin presagia una nueva deuda y fortalece así los intereses. Entonces ¿Cómo construir una voz en medio de una sociedad controlada por ella misma, segmentada de manera implacable, una voz crítica de una ciudadanía empeñada en sobrevivir en medio del sistema?

El año 2018 estalló en Chile quizás uno de los reclamos más inesperados y elocuentes del siglo XXI ante la desigualdad. Las universitarias chilenas levantaron sus voces para establecer sus demandas y pusieron de manifiesto el malestar ante un estado de cosas. Desde diversas vertientes se asumieron feministas de manera repetida. Y se abrió así una discusión que no ha cesado. Me parece importante señalar, en el marco de las importantes denuncias feministas de las jóvenes que permearon el universo social chileno, que ellas consiguieron configurar una “voz” esta vez masiva ante las irregularidades que rodean al sujeto mujer.

La delincuencia es el enemigo número uno para la población, no es el sistema que la produce y la acrecienta. Las cárceles ya lo sabemos están sobre pobladas, el camino de la droga no se detiene, existe un porcentaje de la población que se organiza desde otros códigos, fuera enteramente de todo.

Sé que resulta monótono señalar de manera reiterada cómo la desigualdad se encarna y opera de manera totalitaria en  la mujer como sujeto social. Parece necesario insistir en que el género como superficie cultural que escribe y describe  a la mujer no es inocente. Son discursos coercitivos que a lo largo de los siglos se han desplegado una y otra vez para marcar un lugar, un sitio, un territorio humano siempre desigual. La construcción de género sostenida en convenciones arbitrarias, se modifica en el tiempo de acuerdo a los sistemas productivos y su estela de requerimientos.  En ese sentido lo “femenino” cambia, se desplaza, se actualiza, pero siempre de manera desigual, porque ese desigual es el pilar que sostiene y ha sostenido  en gran parte a los sistemas.

Sistemas que funcionan según binarismos rígidos que impregnan y disciplinan -sigo el trazado abierto por Michel Foucault- la totalidad del aparato social.

Entonces ¿Cómo construir una voz en medio de una sociedad controlada por ella misma, segmentada de manera implacable, una voz crítica de una ciudadanía empeñada en sobrevivir en medio del sistema?

Entonces la mujer ingresa desde siempre y para siempre en una categoría cultural –la de género- móvil, mutante para controlar los tiempos en los que habita. Así su sexo biológico es controlado mediante una impregnación de esa precisa categoría cultural, al punto que sexo y género, se funden, se hacen uno. Porque este género se inocula de manera múltiple desde diversos espacios que archivan de manera sincrónica  los requisitos de la mujer. Un archivo múltiple que almacena a la manera de una nube tecnológica la totalidad de la información.

Se trata entonces de un vasto sistema de producción del sujeto mujer, fundado en una categoría: lo femenino en cuya construcción están implicadas las diversas instituciones que organizan el curso y el transcurso del aparato social como la familia, la ley, la educación, la religión entre otras. Me atrevo a asegurar, conservando matices  y zonas de ambigüedad, que si bien no se nace femenina, sí se nace femenina desde un dictamen social, donde la mujer solo debe repetir un aprendizaje de sí que la antecede. Que ese nacimiento femenino es anterior al cuerpo que también está cautivo en esa red. Que la mujer encadenada a su género siempre subsidiario solo puede emanciparse mediante un agudo proceso de descolonización del aparato discursivo del que está cautiva y que a lo largo de la historia ha probado su eficacia mediante la naturalización de cada uno de sus presupuestos.

Una vez que han colapsado los dogmas que señalaban que la mujer no contaba con mismas las capacidades intelectuales de los hombres, entre otros muchos supuestos, ¿por qué continúa inalterable la discriminación y una evidente misoginia?

En pleno siglo XXI, en una época que podríamos llamar futurista, en el tiempo en que la tecnología es tan vertiginosa que se vuelve de antemano anacrónica, en los días en que ese vértigo tecnológico inscribe su futuro en el presente, habría que preguntarse por qué la mujer, así, como totalidad, y de manera mucho más intensa y con mayor violencia en sectores no elitistas, permanece de manera inalterable en una posición subsidiaria. Una pregunta radical si se piensa que la mujer representa prácticamente la mitad de habitantes del mundo.  Una vez que han colapsado los dogmas que señalaban que la mujer no contaba con las mismas capacidades intelectuales de los hombres, entre otros muchos supuestos, ¿por qué continúa inalterable la discriminación y una evidente misoginia?

Desde luego, una de las respuestas posibles es que la sociedad está programada desde una estructura binaria que necesariamente pone uno de sus polos sobre otro y allí, lo masculino como convención habita zonas de sentido dotadas de un poder tan alto que es capaz de escribir al otro género según su conveniencia. Se requiere de un cambio de paradigma intenso y multifocal de alta envergadura lo que presagia que las rearticulaciones  requieren de un largo tiempo para generar desde dentro del propio sistema una nueva estructura.

Porque, una parte importante de las mismas mujeres, perpetúan los signos que las oprimen debido a la internalización de las voces masculinas que operan en ellas y, en cierto modo, las empujan a  combatir a aquellas mujeres que buscan la emancipación de los modelos.

Pero, desde luego les corresponde a las propias mujeres romper la colonización de sus imaginarios. Les corresponder leerse y comprenderse como sujetos sociales y desprenderse de las voces que las habitan y la obligan a un incesante trabajo por alcanzar lo inalcanzable, el género que las cerca y las obliga.

Porque, una parte importante de las mismas mujeres, perpetúan los signos que las oprimen debido a la internalización de las voces masculinas que operan en ellas y, en cierto modo, las empujan a  combatir a aquellas mujeres que buscan la emancipación de los modelos.

Pero sin duda uno de los signos poderosos para pensar la discriminación y el poder de su extensa maquinaria radica en el salario.

Lo que habría que pensar es que si por un mismo trabajo a la mujer se le paga menos que al hombre es porque para el sistema vale menos. De otra manera no podría ocurrir esa irregularidad. Si pensamos en el salario como sustento y la producción como elaboración ingresamos en el territorio específico del trabajo fundado en una inequidad basal de los cuerpos donde el transcurso de la mujer es sub pagada, sub considerada.

Al mismo trabajo las mujeres ganan un salario menor que los hombres. Se trata de una realidad mundial pero especialmente asimétrica en Chile. Desde luego ese pago menor está justificado por el sistema financiero que lo promueve. Teóricamente la mujer debido a su capacidad reproductiva justifica ese menos.

Sin embargo esa convención naturalizada y normalizada por los sistemas resulta clave para incrementar la riqueza mundial.

Lo que habría que pensar es que si por un mismo trabajo a la mujer se le paga menos que al hombre es porque para el sistema vale menos. De otra manera no podría ocurrir esa irregularidad. Si pensamos en el salario como sustento y la producción como elaboración ingresamos en el territorio específico del trabajo fundado en una inequidad basal de los cuerpos donde el transcurso de la mujer es sub pagada, sub considerada.

Y esta insensatez, las jóvenes feministas que poblarán con saberes el siglo XXI la comprenden, la piensan y la combaten.

Podríamos preguntarnos por el funcionamiento de la democracia en este escenario dramático y sin embargo multitudinario. Y el salario como hecho público es solo la punta de iceberg, filoso y terrible contenido en un código que ya en el siglo XXI es difícil de aceptar.

Y esta insensatez, las jóvenes feministas que poblarán con saberes el siglo XXI la comprenden, la piensan y la combaten.

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