La rebelión popular chilena vista desde América Latina

por La Nueva Mirada

Por Luis Maira

Una mera coincidencia de los compromisos de mi agenda – actividades programadas en México y Colombia – me ha permitido apreciar de cerca la reacción que produjo en nuestra región el estallido de la movilización social que se produjo en Chile el a partir del 19 de octubre pasado.

La primera de ellas es el asombro ante la situación producida. De algún modo, existía un consenso de que Chile era para la mayoría un caso exitoso y una situación especial. El fundamento de este juicio se fundaba más en factores cuantitativos que cualitativos. Sobresalía el dato del crecimiento en los años iniciales de la Transición en la década del 90, cuando vimos crecer nuestro PIB en los ocho años posteriores a la salida de Pinochet en más de un 7% y la economía dobló su tamaño en el curso de esa década. A ello se agregaron los logros en materia de superación de la pobreza que el dictador dejó, según los datos de la Encuesta CASEN de 1987, un 45,4%, de los cuales 18,3% eran extrema pobreza o indigencia, que se redujeron en el mismo periodo a un 13,5% y 4,8% respectivamente. A esos dos datos fundamentales, se agregaban los logros del incremento de las exportaciones, de la suscripción récord de Tratados de Libre Comercio y las triunfales perspectivas de ser la primera nación de la región que buscaba acercarse al status de país desarrollado. Para los empresarios del campo financiero o productivo, pasamos a ser el ejemplo a imitar y esta idea era compartida por buena parte de los analistas de los otros 19 países de la región. Que la arrogancia que estaba detrás de tales imágenes produjera algún disgusto era algo obvio, pero lo significativo era que no se cuestionaba el contenido de dicha evaluación.

A esos dos datos fundamentales, se agregaban los logros del incremento de las exportaciones, de la suscripción récord de Tratados de Libre Comercio y las triunfales perspectivas de ser la primera nación de la región que buscaba acercarse al status de país desarrollado.

Por eso se recibió como algo normal la afirmación que hiciera Piñera en una fecha tan cercana como el 8 de octubre pasado, de que Chile era “un verdadero oasis con una democracia estable”, considerando que “en América Latina, Argentina y Paraguay [están] en recesión, México y Brasil estancados, Bolivia y Perú con una crisis política muy grande. Colombia con este resurgimiento de las FARC y de las guerrillas.» Ante semejante recuento, el Canciller Teodoro Ribera extrajo, días después, la debida conclusión: el Presidente Piñera se había convertido en “el principal estadista de América Latina”.

Las imágenes, cada vez más abrumadoras, destruyeron lo que se puede considerar como el mito de Chile y esto ha aumentado el impacto de las enormes protestas, el asalto a farmacias y supermercados, la destrucción de las estaciones del Metro y los incendios y saqueos generalizados que abarcaron la geografía íntegra del país.

Luego del asombro, vino la reinterpretación de la historia reciente. Chile salió del trío de países estables de América Latina que formaba junto a Uruguay y Costa Rica y al interior de este grupo, dejó de ser “el modelo exitoso a imitar”. En lugar de ese relato, prevaleció la idea de una crisis que no tenía que ver con el aumento de 30 pesos del valor del precio del metro, sino con 30 años de acumulación de abusos, desigualdad e injusticias que hacían de la solución de este teorema político un asunto difícil de predecir.

Luego del asombro, vino la reinterpretación de la historia reciente. Chile salió del trío de países estables de América Latina que formaba junto a Uruguay y Costa Rica y al interior de este grupo, dejó de ser “el modelo exitoso a imitar”.

Esta versión responde, a mi juicio, a una mirada corta, pues excluye la clave central del estallido chileno que tiene que ver con el carácter sistemático de la refundación capitalista que Pinochet logró instalar en el país. A diferencia de todas las demás Dictaduras de Seguridad Nacional, aquí el dictador se mandó a hacer una Constitución, la de 1980, que impuso bajo estado de excepción, sin registros electorales y sin ninguna fiscalización, la que le permitió una sobrevida autoritaria a su proyecto político, al establecer mecanismos como el régimen binominal, los Senadores Designados y un quórum de dos tercios para modificar sus normas, lo que impidió que el pueblo chileno pudiera establecer un Contrato Social con equidad y libertades públicas, reflejado en una Nueva Constitución.

Esta versión responde, a mi juicio, a una mirada corta, pues excluye la clave central del estallido chileno que tiene que ver con el carácter sistemático de la refundación capitalista que Pinochet logró instalar en el país.

De este modo, la nuestra – y así lo perciben nuestros vecinos – se ha convertido en una experiencia que no supera el gran test de las sociedades democráticas: lograr un aumento de las libertades públicas y del protagonismo ciudadano y hacer posible una gradual reducción de las desigualdades acentuadas por los cambios producidos por la Tercera Revolución Industrial.

Esta percepción, que hoy prevalece en la mayoría de los países latinoamericanos, es algo que debemos tener en cuenta al buscar el camino de salida de la encrucijada que vivimos.

Esta percepción, que hoy prevalece en la mayoría de los países latinoamericanos, es algo que debemos tener en cuenta al buscar el camino de salida de la encrucijada que vivimos. Ella nos obliga a tener una agenda que resuelva situaciones como la miseria de las pensiones, el aumento de la inseguridad, la inquietante multiplicación de los circuitos del narcotráfico y las dificultades para ofrecer a los ciudadanos un ingreso que permita subsistir con dignidad y salir del endeudamiento. También una apertura de espacio a las legítimas demandas que buscan la mantención de la biodiversidad, el reconocimiento de las demandas del pueblo Mapuche, la lucha contra el centralismo que ahoga a las regiones, así como el castigo de los grupos que se han coludido para robarle desde las farmacias sus escasos recursos a los pensionados, aumentar el valor de los pollos, la principal proteína que consumen los pobres o coludirse para incrementar el valor de insumos básicos como el papel higiénico. Chile necesita enfrentar esta compleja agenda que causa frustración y rencores, adoptando un proyecto de políticas públicas que corrija de plano estos variados y complejos asuntos pendientes.

Chile necesita enfrentar esta compleja agenda que causa frustración y rencores, adoptando un proyecto de políticas públicas que corrija de plano estos variados y complejos asuntos pendientes.

Pero, junto con que ello y para hacer esto posible, debe volver a ser un país que tenga un Contrato Social que interprete la voluntad de sus ciudadanos. Y eso, en todo el mundo, significa recoger las ideas y los sueños colectivos de la sociedad en una Constitución Política que refleje el parecer de la mayoría de las chilenas y chilenos.

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