Por alguna extraña razón, la ridiculez se ha convertido en una marca de prestigio. Lo que antes era un baldón, o cuando menos el penoso recuerdo de un mal momento, ahora es una especie de condecoración. Algo similar ocurrió con la tuberculosis en el siglo XIX, cuando los románticos europeos la ensalzaban en sus poemas y la tenían en muy alta estima, al punto de añorar ese mal. «La muerte blanca», la llamaban. Hasta que llegó el señor Koch, identificó el bacilo y con su microscopio acabó con el romanticismo. Por el momento, que yo sepa, nadie ha descubierto la bacteria que provoca la ridiculez.
Siendo ya una estrella consagrada, Diego Armando Maradona tomó la costumbre de hacer ridiculeces entre semana, pero los domingos en la cancha se convertía en un dios y era excusado hasta por sus rivales. Otro que se contagió de ridiculez con gran virulencia fue el cineasta Ed Wood; él lo lograba siempre con sus películas, con sus absurdas novelas de misterio, con sus abrigos de cachemira, con su casi infinita capacidad para estropear todo lo que tocaba. Sin embargo, Wood era tan malo que acabó por ser considerado bueno, un genio, lo que algunos críticos llaman —de forma ridícula— «un director de culto». Le pusieron esa etiqueta y de paso borraron la memoria de su ridiculez.
Pero eso podía pasar antes, en el ya remoto siglo XX. Ahora, bien entrado el XXI, cualquiera que sea capaz de hacer el ridículo puede acabar en algún salón de la fama o en un reality de la televisión. Y como todos sabemos, la fama y la televisión casi siempre van de la mano y sirven para lavar las vergüenzas.
El problema surge cuando quienes se empeñan en la difícil tarea de hacer el ridículo tienen poder político: presidentes, primeros ministros, altos funcionarios internacionales, jefes de gobierno y hasta reyes que reinan, aunque no gobiernen, y así atrapan las más cándidas fantasías de muchos ciudadanos que no tienen dónde caerse muertos.
Sería muy fácil describir las ridiculeces de gente como Donald Trump o Jair Bolsonaro, así que es mejor pasarlas por alto y no caer en perogrulladas. También Nicolás Maduro acostumbra en hacer el ridículo, además de empeñarse en fundir a uno de los países más ricos del planeta. El maestro Pedro Castillo, presidente del Perú, encontró una forma originalísima de la ridiculez, al presentarse de día y de noche con una especie de bidet en la cabeza. Uno piensa: ¿Dormirá con eso puesto? Y Boris Johnson, con su torpeza, logró pasar a la posteridad no solo por ser el padre y a la vez el hijo putativo del Brexit, sino por sus rarezas cómicas y absurdas y, a veces, peligrosas. En cierta ocasión, dicen, con su paraguas casi le saca un ojo al entonces príncipe de Gales, hoy rey Carlos III.
Y luego están aquellas instituciones que, o son ridículas en su propia esencia (los ateneos, las comisiones de damas), o asumen comportamientos que no pueden calificarse de otra forma. Algunas son más o menos privadas, pero otras son públicas, están integradas por Estados, asumen responsabilidades, gastan dineros de los contribuyentes y, por lo tanto, deben someterse al escrutinio ciudadano.
Ahora se ha generado una polémica en España a raíz de un sello postal que conmemora los cien años de la fundación del Partido Comunista de ese país. Una organización más bien opaca llamada «Fundación Española de Abogados Cristianos» pidió a la justicia que suspendiera la emisión de ese sello. Cautelarmente, una jueza de Madrid aprobó la petición de forma provisoria. La filatelia enmarañó a la política, y varios dirigentes de la derecha (Vox y el Partido Popular, que acaba por ser la voz de los sin Vox), se subieron al caballo para poner el grito en el cielo: «El comunismo ha sido condenado por el Parlamento Europeo, y un sello conmemorativo del Partido Comunista de España es una infamia, y además es ilegal».
Esa polémica es un buen ejemplo de cómo el ridículo se apropia de los entresijos de la vida política para convertir la convivencia en un lugar lleno de odio y resentimiento. Ocurre que el Parlamento Europeo, en una declaración bastante ñoña, condenó en 2019 «el nazismo, el estalinismo y otras doctrinas totalitarias». Los argumentos de ese parlamento supranacional parecen salidos de una revista Reader’s Digest de los años 50, pero eso es lo de menos. Lo relevante es que sectores neofascistas de la sociedad española asuman ahora como propia una declaración que los condena justo a ellos.
Es frecuente que esas cosas ocurran. Hace unos meses, una asociación de expresidentes latinoamericanos llamada IDEA (Iniciativa Democrática de España y las Américas) emitió una declaración para pedir la libertad de la expresidenta de Bolivia, la señora Jeanine Añez. Loable interés, pero muy afeado por el hecho de que varios de los firmantes habían sido investigados, juzgados y condenados en sus respectivos países por la justicia ordinaria, casi todos por delitos de corrupción. O sea: ex – presos que pedían la libertad de una colega. El ridículo estuvo servido.
Con todo, el actual affaire filatélico español es difícil de superar. La propia emisión de un sello postal conmemorativo tiene un tufillo de ridiculez inocultable. Huele a naftalina. Si alguien quiere comunicar alguna novedad a sus parientes, a un amigo lejano o al mismísimo secretario general de la ONU, lo que hace es llamar por teléfono, o enviar un wasap, un mail, un saludo por Instagram. Pero el envío de cartas escritas en papel por correo postal viene en picada, en España y en el resto del mundo. Es como enviar un telegrama o un fax.
A todo eso debemos sumarle que la polémica ha estallado por la supuesta ilegitimidad ideológica de un partido político que integra el actual gobierno español, que el director de los Correos de ese país es un íntimo colaborador de Pedro Sánchez, y que los Abogados Cristianos que demandan se presentan a sí mismos como «una fundación que surge como ejercicio de transparencia y con el objetivo de aumentar los beneficios fiscales para nuestros socios y donantes». En fin, la ridiculez en estado puro.