Por Luis Breull
“La Televisión ha muerto”. Así lo sentenció hace dieciocho años el investigador Javier Pérez de Silva en su libro homónimo, aludiendo al impacto que ya había comenzado a generar internet de la mano de las nuevas plataformas y tecnologías de la información y comunicación, que cambiarían completamente lo que conocíamos como TV.
En Chile la industria o no leyó el texto a tiempo, no se lo tomó muy en serio, o pensó que haciendo lo mismo de siempre – con menos presupuesto, pero mejor imagen- podría sortear los malos augurios. No obstante sus empeños, con el 2018 se cerrará otro ciclo anual de multimillonarias pérdidas, mayores bajas de inversión publicitaria y audiencias (por fragmentación y fuga). Esta vez no solo en la TV abierta, sino también en la TV de pago, a costa de los servicios de streaming tipo Nétflix.
Ni ‘tusunami’ ni ‘marepoto’, sino solo debacle…
Es imposible diagnosticar un escenario de cambios en conductas, expectativas y formas de consumo audiovisual sin antecedentes concretos sobre cómo ha mutado el comportamiento de las audiencias televisivas nacionales en su exposición a la pantalla desde mediados de la década anterior.
El año 2005 el promedio general de los canales de TV abierta era de 37,2 puntos de rating hogar y el de la industria de la TV de pago alcanzaba solo a 6,8 puntos. Ya el 2015, estas cifras mostraban un acercamiento considerable entre ambas industrias, con 26,1 versus 17,6 puntos, respectivamente. Y si miramos lo sucedido entre enero y agosto 2018, la caída ahora afecta a ambos, con 24,4 y 15,4 puntos… Ergo, Nétflix, Amazon y otros operadores de lo que se conoce como servicios de TV Over The Top (OTT), comenzaron a consolidar su espacio en el visionado televisivo (especialmente en los públicos de mayor valor comercial o más atractivos para los avisadores).
Desde que la telerrealidad irrumpió en Chile con el exitoso reality “Protagonistas de la Fama” (2003, Canal 13), hubo una mutación de lenguajes, una hibridación de géneros y modelos narrativos, que selló la suerte de esta industria.
No en vano, la plana ejecutiva de Nétflix anunció para este año que gastaría 8 mil millones de dólares solo para financiar proyectos de series y películas propias, encargadas a productoras de todo el mundo.
Fácil, repetitiva, efectista y vouyerista
La gran caída de audiencias –y de ingresos publicitarios- en la TV abierta local debe analizarse a partir de su oferta hegemónica de contenidos, estrategias programáticas y retórica. Es decir, qué necesidad nos promete saciar, cuál es su metáfora de “ventana” para mirar al resto de la sociedad y qué encuadres del espacio público nos va configurando.
Desde que la telerrealidad irrumpió en Chile con el exitoso reality “Protagonistas de la Fama” (2003, Canal 13), hubo una mutación de lenguajes, una hibridación de géneros y modelos narrativos, que selló la suerte de esta industria. Se propagó rápidamente al resto de la TV abierta una forma de construcción de nuevos mundos televisivos –solo posibles de vivir desde su pantalla-, con desplazamiento y pérdida de valor de lo informativo, exaltando el exhibicionismo e intimidad de desconocidos sin méritos(centrada en lo miserable, lo grotesco, lo raro, los conflictos y el humor como espéctaculo).
Se propagó rápidamente al resto de la TV abierta una forma de construcción de nuevos mundos televisivos –solo posibles de vivir desde su pantalla-, con desplazamiento y pérdida de valor de lo informativo, exaltando el exhibicionismo e intimidad de desconocidos sin méritos(centrada en lo miserable, lo grotesco, lo raro, los conflictos y el humor como espectáculo).
Es así como aparecieron nuevos realities y múltiples programas de competencias entre sujetos nn. Se reemplazaron los documentales por docurrealities, se desplazó la política a una mínima expresión, los debates y entrevistas más complejas migraron a la TV de pago, y los paneles de conversación farandulesca plagaron los sets televisivos. Emergió así la “cultura del famoseo”, esa práctica permanente de transformar a los sujetos o rostros televisivos en “famosos” a los que hay que seguir, conocer, transformar en pseudofamilia y, finalmente, soportar casi 20 horas diarias (recirculando en cuanto programa se pueda para abaratar costos de pagar a otros invitados)
Un quehacer que renegó de lo complejo. Una oferta facilista obligada a sortear la fuga de audiencias y deterioro del negocio, escalando sus propios niveles de sensacionalismo y de voyerismo, como si todo fuera un suceso imperdible, sin ser más que una pompa de jabón, olvidable y prescindible. Un show repetido de una industria que lejos de fomentar el capital social de los chilenos, los fue angustiando y plagando de miedos (a la calle, a los otros), al tiempo que prometía entretenerlos. Un proceso que perdió el pudor frente a la reiteración de contenidos de pantalla una y otra vez, como sucede con los capítulos frescos de las teleseries, que se anteceden completamente por el episodio del día anterior. O la programación de fines de semana, que es el depositario de la recirculación de muchos contenidos emitidos de lunes a viernes.
Un show repetido de una industria que lejos de fomentar el capital social de los chilenos, los fue angustiando y plagando de miedos (a la calle, a los otros), al tiempo que prometía entretenerlos.
Si observamos este problema desde los públicos que trabajan o estudian y que vuelven al hogar en la tarde/noche, grupos más tecnologizados, conectados y actualizados, los largos noticieros de TV dejaron de hacerles sentido. Son una pérdida de tiempo. Y el resto de los contenidos no constituyen una oferta fuerte y variada frente al universo de series, programas y películas que podemos consumir en las plataformas streaming y la web.
Recibir y mirar v/s buscar, tomar, saborear y degustar
Una de las claves adicionales para entender por qué el visionado de TV abierta ha bajado tanto -a riesgo de que más de algún canal termine desapareciendo o siendo fagocitado por un actor más grande- está en el acceso y comportamiento de los públicos que consumen audiovisual y en el sentido o valor subjetivo del tiempo que reporta esta acción para cada persona.
Otro mundo se abre en las audiencias o públicos conectados 24/7 gracias a los smartphones. Alfabetos digitales en constante actualización, demandan contenidos más complejos que la oferta televisiva abierta (considerada más un ruido de fondo y un medio orientado a la telebasura, que un espacio generador de expectativas de entretención e información).
Mientras más envejecida es la audiencia y más empobrecida, es menos tecnologizada y más entregada a consumir o recibir pasivamente la oferta tradicional de los canales en los propios tiempos que la industria resuelve y estira para su abaratamiento de costos de producción y economías de escala. Un cóctel de realidad que se narra desde las pulsiones cotidianas mediatizadas en códigos de emoción, más que información pura y dura. Un espacio donde los rostros de la TV aún tienen oportunidad de subsistir.
Otro mundo se abre en las audiencias o públicos conectados 24/7 gracias a los smartphones. Alfabetos digitales en constante actualización, demandan contenidos más complejos que la oferta televisiva abierta (considerada más un ruido de fondo y un medio orientado a la telebasura, que un espacio generador de expectativas de entretención e información). Es decir, una dinámica de consumo de contenidos de segundo orden, que cumpla con cierto mínimo de estándares estéticos, bajo lenguajes y formatos globalizados, y adaptado a los propios tiempos del púlico/usuario. De allí emergen, junto con Netflix, las nuevas prácticas de “saborear” o degustar lentamente una serie por sus complejidades de trama o por su densidad; o bien, “devorar” en maratones ininterrumpidas de capítulos (dotando incluso de una nueva semántica al término infidelidad, donde al seguir una serie en pareja, uno de los dos traiciona al otro adelantando el visionado de capítulos a escondidas porque no se aguantó la espera).
Esta disyuntiva desafía al quehacer televisivo local a una dialéctica múltiple, pero donde una pequeña ventana de espacio para recapturar públicos se ha abierto con formatos como “Pasapalabras”.
Esta disyuntiva desafía al quehacer televisivo local a una dialéctica múltiple, pero donde una pequeña ventana de espacio para recapturar públicos se ha abierto con formatos como “Pasapalabras”. Un programa concurso que, sin ser facilista, adhiere a la simpleza y a la “conversación interactiva” o la interacción de los públicos en redes sociales para jugarlo simultáneamente con su emisión, también desde sus móviles y entre amigos.
El problema redunda aquí en que las lógicas imperantes en la TV local obligan a franjear estos contenidos hasta saturar la pantalla. Esto merma la diversidad programática y la novedad, como dos ejes fundamentales que damanda el público hoy e incentiva al resto de los canales a comprar formatos similares o copias para anular al rival. Un marco de competencia donde de cada cuatro programas nuevos, tres fracasan y que incentivó la táctica de “mordida de rottweiler”, es decir, si algo tiene buen rating, hay que aferrarse a ese contenido sin soltarlo, estirándolo lo más posible en su tiempo de emisión en pantalla y en su ciclo programático. No importa si se deja de innovar, se degrada el formato o el visionado decae levemente por los públicos que se aburran.Algo así como un exitoso suicidio asistido…