Nathaniel Hawthorne y su vocación de padre. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

Conocido por sus cuentos y por sus novelas “La letra escarlata” (1850) y “La casa de los siete tejados” (1851), el escritor norteamericano, Nathaniel Hawthorne (1804 -1864), tiene una obra que lo muestra ajeno a la ficción gótica que caracterizó la mayoría de sus relatos. Se trata de “Veinte días con Julian y Conejito”, un texto breve y autobiográfico que muestra la relación entre Hawthorne y su hijo Julian de cinco años cuando Sophia, madre del niño, debe ausentarse acompañada de Una y Rose, las otras hijas del escritor, por veinte días. Este es el comienzo de la historia entre el escritor y su pequeño hijo y también de Conejito, la singular mascota de “hombrecito”, como cariñosamente el autor llama a Julian.

Así las cosas, comienza el diario de vida de Hawthorne con su hijo, ambientado en 1851, en una casa rodeada de un ambiente campestre en Lenox, Massachusets. El escritor debe hacerse cargo de su retoño y también del conejo, esto último no le agrada demasiado, pero finalmente accede por el cariño que le tiene a Julian “Conejito tiene mejor aspecto cuando está afuera. Su rasgo más interesante es la inquietud que lo caracteriza, está continuamente en movimiento, es rápido y sensible como una hoja de álamo. El más mínimo ruido lo sobresalta y puedes apreciar esta emoción en el movimiento de sus orejas (…)”, señala Hawthorne en uno de los pasajes del libro.

La relación entre padre e hijo no se hace difícil, a pesar del carácter indomable de Julian, un niño que todo lo quiere, que juega solo y al que a veces le dan rabietas. El máximo placer del pequeño es destrozar los cardos que encuentra en el campo y pescar en el lago. Conejito en muchas partes del relato pasa a segundo plano, pero siempre está ahí como un personaje importante que cataliza las emociones entre padre e hijo. Junto al niño, los días se hacen largos para Hawthorne, aunque empiezan y terminan en horarios definidos. El escritor constantemente se asombra de la incansable actividad que tiene su hijo y que muchas veces lo saca de quicio. Sin embargo, no se trata de un padre castigador, el autor no es de la política de golpear a Julian cuando se porta mal, tampoco es de esos padres que juega con él o le lee cuentos antes de dormir. Hawthorne es del tipo de progenitores que dialoga con su hijo y al que también acompaña en su recorrido por la naturaleza. Es una vida simple, sin mayores aspavientos, donde las cartas se convierten en el medio de comunicación de mayor importancia e inmediatez entre las personas porque no existe otro medio. A pesar de ser poco sociable, en su relato Hawthorne hace prevalecer la importancia de la familia, la relevancia del cariño y de la unión.

Los días en Lenox son rutinarios salvo por algunos acontecimientos aislados como la visita de Herman Melville. El autor de “Moby Dick” es amigo de Hawthorne y lo va a visitar a caballo porque vivía a unos diez kilómetros de su casa. “Después de cenar acosté a Julian, y Melville y yo tuvimos una charla acerca del tiempo y de la eternidad, de las cosas de este mundo y del próximo, de libros, editores y todo lo posible y lo imposible que se prolongó hasta muy avanzada la noche y, en la que, si hay que decirlo todo, estuvimos fumando cigarros incluso en el sagrado recinto de las paredes de la sala de estar”, cuenta Hawthorne sobre el encuentro con su amigo que incluso le dedicó “en honor a su genio”, su novela “Moby Dick”.

Posiblemente “Veinte días con Julian y Conejito”, no sea la obra más recordada de Hawthorne, sin embargo, en ella se puede observar una inocencia única, la misma que uno puede ver en nuestros propios hijos cuando son pequeños y las conversaciones giran en torno al origen del universo, el arco iris o la muerte. Con esta obra el escritor, que también fue agente de aduanas y diplomático, da entender que lo destacable de la vida se encuentra en la capacidad de transmitir afecto y en que los momentos felices se construyen con pedazos de imágenes que aparecen y también desaparecen.

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