En estos días siguen divulgándose expresiones excesivas sobre la nueva constitución. Llama la atención que los calificativos más furibundos no necesariamente provengan de la derecha tradicional, sino de personeros que se suponía pertenecían a otros mundos. En definitiva, los conservadores de distintas tendencias se atrincheran, con amplio apoyo mediático, en el intento de mantener el veto minoritario sobre la voluntad popular.
Matías Walker, por ejemplo, habla de “autoritarismo constitucional”, “retroceso democrático” y que “lo que está saliendo de la Convención atenta contra los principios democráticos más básicos”, sin lo que se parezca a una sombra de argumento racional.
Javiera Parada declara que “no he leído todavía el borrador”, lo que no le impide señalar que “creo que este borrador nos acerca más, lamentablemente, al nuevo constitucionalismo latinoamericano que es el constitucionalismo bolivariano que a una constitución moderna”. Y asegura que “cuando no quedan bien dibujados los sistemas políticos el riesgo del autoritarismo o de la ingobernabilidad permanente como vemos en el caso del Perú están a la vuelta de la esquina”. Notable juicio de oídas sobre algo que no se ha leído (para qué decir estudiado). Una pequeña precisión: la constitución vigente en Perú es la de Fujimori, personaje no exactamente bolivariano. En todo caso, Parada deberá explicar cómo una ex activista de la Asamblea Constituyente (AC) terminará, como parece anunciar, votando por mantener la constitución actual, luego de haber criticado, con razón, un sistema de vetos de la voluntad mayoritaria que anula la vigencia de derechos sociales básicos, como ha subrayado con buenos argumentos y una nutrida experiencia en la materia Nicolás Eyzaguirre.
Por su parte, Jorge Correa opina que “este texto pone en riesgo la democracia, traba el crecimiento, hace improbable el buen gobierno y debilita la capacidad del Estado para enfrentar la violencia”. Nada menos. Como para salir arrancando. Pero el argumento es singularmente débil: “la Constitución se puede modificar en los mismos términos que una ley, salvo aquellas que alteren sustancialmente el régimen político, el periodo presidencial, el diseño del Congreso y su duración, la forma de Estado regional, los principios y derechos fundamentales y el capítulo sobre reforma constitucional”. Y agrega: “solo esos temas quedan blindados como propiamente debe ser en una Constitución porque se aprueban como una ley, pero deben ir a un referéndum a menos que sea aprobada por 2/3. Todo el resto del texto constitucional es, en lo sustantivo, una ley y se puede modificar igual que una ley”. Solo esos temas…
En este caso, Jorge Correa deberá explicar por qué nada de lo catastrófico que enuncia fue considerado como tal en el largo recorrido de la Constitución de 1925, que contemplaba su reforma con “el voto conforme de la mayoría de los Diputados o Senadores en actual ejercicio”. Era una norma algo más exigente que el voto de mayoría de los presentes que contempla el actual proyecto constitucional, pero sin las excepciones de quórum más alto (2/3) o plebiscito en materia de derechos fundamentales y de estructura básica del Estado que contempla el borrador. El propio presidente Frei Montalva usó este mecanismo para reformar el derecho de propiedad en la Constitución y permitir la reforma agraria que llevó adelante en su gobierno.
El tema de fondo es que la constitución posiblemente dejará de ser una “máquina de prohibir” el ejercicio de la soberanía popular y de hacer inefectivo el principio de mayoría, como hasta ahora.
Esto viene de muy atrás. Permítaseme una pequeña digresión. La monarquía parlamentaria de Polonia – la primera en el mundo – estableció en 1573 el «liberum veto«, mecanismo de imposición del poder de la aristocracia sobre la representación ciudadana (por mucho que aún fuera bastante restringida). Este consistía en una modalidad de votación mediante la cual cualquier miembro del Sejm (senado de la aristocracia de Polonia-Lituania) podía oponerse a una decisión de la asamblea mediante veto o suspensión de las deliberaciones, declarando en alta voz la expresión polaca Nie pozwalam! («¡no lo permito!»). Bastaba un solo voto de algún miembro de la aristocracia que participaba en el Sejm por derecho propio.
Como señala la escritora mexicana de origen polaco Elena Poniatowska en el prólogo a su nueva novela, El amante polaco, “cualquier moción de un diputado a favor de las clases más olvidadas o del aumento de impuestos a los grandes señores era aniquilada por esta restricción. De todas las costumbres y tradiciones sármatas, ninguna peor que ese veto que mantenía a Polonia débil y anquilosada. Amparada por él, la nobleza conservadora olvidó enseñar a leer, proteger, curar y luchar contra plagas y epidemias, y se negó a dar oportunidades a los que nacían desheredados. Muchos polacos de la clase alta jamás abrían un libro, por lo tanto, su conciencia social no llegaba muy lejos y las reformas iniciadas por el joven rey Poniatowski —quien subió al poder a los treinta y dos años (Catalina a los treinta y tres)— irritaron a los nobles de la szlachta, los propietarios de tierras, castillos y privilegios feudales”. La crisis final de la monarquía polaca bajo veto aristocrático terminó con su supresión como nación independiente en 1795 en manos de Rusia, Prusia y Austria. Esa es una de las lecciones de la ceguera histórica de la nobleza polaca (de paso comento, para la pequeña anécdota de la que surge un interés por la historia polaca, ser descendiente, como Elena Poniatowska, de una de sus miembros, Alma Tomachevska).
Como en Polonia, el veto de clase se ha expresado bajo múltiples formas en diversos regímenes políticos a lo largo de la historia. Su superación es lo que algunos en las elites no pueden concebir, bajo la larga influencia del “peso de la noche” portaliano y de la dictadura de casi dos décadas iniciada en 1973. Pero la fuerza de la historia ha estado marcando la necesidad del fin de los vetos de minoría y el inicio de una fase democrática en el que las mayorías periódicamente elegidas manden, junto a minorías que tengan sus derechos fundamentales protegidos, incluyendo el de procurar transformarse en mayoría con plenas garantías.
Nada de eso está amenazado por el proyecto de nueva Constitución. Sostener que atenta contra “los principios más básicos de la democracia” es una tergiversación sin fundamento alguno, marcada por una pasión furibunda y una falta de objetividad notoria.
En cambio, los balances iniciales con apreciaciones ponderadas de personas como Carlos Peña y Raphael Bergoeing debieran inspirar a tanto “amarillo” falto de serenidad.
Por lo demás, cabe tener presente que las definiciones constitucionales son importantes para la dinámica de las sociedades, pero no resuelven por sí mismas las fracturas históricas, las debilidades institucionales y los conflictos económicos, sociales, territoriales y culturales que las hacen difíciles de gobernar. Tampoco será el caso de Chile, cualquiera sea el resultado del proceso constituyente. Pero el nuevo proyecto constitucional, si es aprobado, ayudará a que las instituciones y el sistema político al menos estén en mayor sintonía con la voluntad popular y con las nuevas generaciones y su lenguaje. Y gocen de una renovada legitimidad, hoy por los suelos. Es lo mínimo que se puede pedir para avanzar a una gobernanza plural efectiva, de modo que el sistema político en Chile no termine por zozobrar en manos de lo que Máriam Martínez-Bascuñán llama “la impotencia de la democracia” frente a las estructuras de poder constituido. Lo que está en juego es un futuro que prolongará el divisivo orden oligárquico chileno vigente o bien abrirá la posibilidad de transitar a un orden más justo e inclusivo, y por eso más pacífico en el largo plazo.