Por Antonio Ostornol, escritor.
Cuando me invitaron a colaborar en este semanario, me pidieron escribir de libros o desde los libros. Y lo hice. Pero a partir de octubre del año pasado la contingencia se metió en el camino y me resultó imposible no referirme a la misma. La contingencia seguirá siendo exigente, pero espero volver a los libros. No ahora, más adelante. Ahora quiero hacer una declaración.
Yo, apruebo.
¿Qué apruebo cuando me pongo en la perspectiva del plebiscito de entrada? Yo, al menos, apruebo la iniciación de un proceso constituyente participativo e integrador, que genere un nuevo pacto político en Chile, mayoritariamente aceptado por la ciudadanía. Por lo mismo, creo que el primer paso es asegurar una masiva votación ese día. Cuando las municipalidades realizaron la consulta ciudadana, esa especie de mega encuesta que nadie pesca, dos millones y medio de ciudadanos chilenos dijeron que sí, que deseaban una nueva Constitución. Pocos recuerdan ese momento donde radica, junto a la gran movilización del 25 de octubre del 2019, la principal fuerza que evidenció la necesidad de un cambio más profundo. Sin embargo, en esas expresiones masivas, amplias y diversas, hubo al menos dos ideas que quedaron establecidas con nitidez. Una, que era necesario cambiar el ordenamiento político porque el actual establece quórums tan elevados que le permite a las minorías un veto real sobre las decisiones. Para no ser ambiguos, durante muchos años, después de restablecido el régimen democrático, la derecha (RN más UDI) ejerció ese veto para que no se pudiesen hacer reformas tan relevantes como terminar con el sistema electoral binominal, aceptar la subordinación del poder militar al civil, igualar los derechos civiles entre hombres y mujeres, y muchas otras iniciativas que, aunque las sustentaban partidos con votaciones mayoritarias, la derecha vetaba amparada en su sobrerrepresentación parlamentaria. Este nuevo ordenamiento debiera ser consensuado en forma mayoritaria (quizás los dos tercios sean un exceso, pero por ahí debiera andar), que establezca mínimos que la mayoría de los chilenos queremos que rijan la nueva convivencia civil entre nosotros y a la cual nos sintamos todos obligados a respetar. Parte fundamental de lo nuevo, sería disponer de un sistema político flexible, que ofrezca soluciones a las crisis basándose en la consulta a la ciudadanía.
Para no ser ambiguos, durante muchos años, después de restablecido el régimen democrático, la derecha (RN más UDI) ejerció ese veto
La violencia expresada en los primeros días de la movilización social obedeció, creo, en parte a la sensación de que vivíamos en una especie de camisa de fuerzas, que garantizaba a la derecha la mantención de su posición de poder (formal o de facto) y que, a muchos partidos y fuerzas de la centroizquierda, le resultaba cómoda desde el punto de vista de la gestión del poder. Es verdad que hubo muchos e importantes avances sociales y políticos en los años recientes, pero como decía mi papá, “con su deber no más cumple, mijito”. Exagero el argumento, lo sé, porque estoy convencido de que los logros de estos años en materia de superación de la pobreza y fortalecimiento de la función social del estado son de los más importantes en la historia de Chile. Lo que ocurre es que esos logros ya son del pasado y en la actualidad, lo que queda es el abuso de un sistema económico que, si se le deja actuar sin contrapeso, es despiadado con cualquiera que se enfrente a sus ilimitadas ansias de ganar dinero. Hemos construido una sociedad marcada por la ostentación y el lujo de los beneficiados con nuestras sucesivas modernizaciones y por el desprecio a las grandes mayorías. Y eso da rabia y se expresa en diferentes formas de violencia.
Hemos construido una sociedad marcada por la ostentación y el lujo de los beneficiados con nuestras sucesivas modernizaciones y por el desprecio a las grandes mayorías. Y eso da rabia y se expresa en diferentes formas de violencia.
Es el marco político general en que estas desigualdades se han producido lo que el proceso constituyente debiera cambiar. En este sentido, debemos construir un ordenamiento político con mayor participación ciudadana (¿cómo se hace eso? No lo sé y confío en que habrá un tiempo largo de discusión y podremos escuchar a los que han estudiado estos temas y a los que los han experimentado en diversas circunstancias. De eso se trata, creo, un proceso constituyente participativo, uno en que nos escuchamos y buscamos verdaderamente la mejor forma de funcionar como colectivo integrado). Los que se han ido alineando en torno a la idea de votar rechazo en el Plebiscito, levantando todo tipo de argumentos bastante alambicados y falaces, básicamente no quieren emparejar la cancha, ni siquiera de la discusión. ¿A qué le temen? ¿A Venezuela, a Cuba, a Corea del Norte? No, todo eso son artimañas. Le temen a la participación democrática, a tener que actuar políticamente en condiciones de igualdad con los otros e influir por lo que representan (que no necesariamente es poco, pero que no es mayoritario).
Le temen a la participación democrática, a tener que actuar políticamente en condiciones de igualdad con los otros e influir por lo que representan (que no necesariamente es poco, pero que no es mayoritario).
¿Y la violencia? Si bien estuvo asociada a los inicios de la movilización, es suficientemente diversa y heterogénea como para no saber muy bien lo que persigue. Hay una suerte de confluencia de muchas formas de acción política que, en general, me parece que están asociadas a grupos, asociaciones, o colectivos a los que no les interesa el diálogo democrático ni quieren estar en el Plebiscito. El ejercicio de una violencia casi auto justificada es, de hecho, un atentado a las posibilidades de una discusión democrática. En este sentido, hay que terminar con ella. Pero esta violencia se ancla en una realidad muy concreta que, de no enfrentarse adecuadamente, seguirá sustentando el piso para quienes han apostado por las movilizaciones con violencia. Esta realidad es la segunda idea que mayoritariamente expresó la ciudadanía a partir de la movilización social de millones de chilenos, que marcharon y no arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, que se levantaron un domingo y fueron a participar en la consulta ciudadana, que se ha reunido en pequeños y grandes grupos para discutir acerca del futuro del país, que están trabajando por lograr participar en la Convención constituyente, aunque no pertenezcan a los partidos políticos. Y es una realidad muy visible, palpable cada día, que está a flor de piel: son las demandas sociales.
Hay que terminar con la hegemonía del lucro y la ganancia como únicos parámetros para la vida social.
El punto es que las demandas sociales no están vinculadas a uno que otro beneficio más o menos interesante que se oferte. La llamada “agenda social” debe ser más profunda y proponer una transformación sustantiva del sistema en que estamos instalados. Creo que no se trata, ni mucho menos, de una revolución como las de antaño, donde se postulaba la destrucción del estado y la propiedad privada para construir un nuevo paraíso en la tierra. Aunque tampoco puede ser más de lo mismo. Hay que terminar con la hegemonía del lucro y la ganancia como únicos parámetros para la vida social. Se trata de reivindicar la solidaridad en una comunidad que puede dar más. Se trata de hacer más equitativo el reparto de la riqueza que, sea dicho de paso, no generan solo los empresarios, sino que son el resultado del trabajo de la mayoría de los chilenos y del usufructo de los recursos que a todos nos pertenecen. Por eso es necesario construir un sistema de previsión social donde, tal vez, una parte la constituyan las AFP, pero que tenga un componente solidario fuerte y eficiente; por eso debiera haber un sistema de salud pública de mejor calidad, que conviva con la salud privada; lo mismo que el sistema de educación pública, que históricamente ha sido tan relevante como el particular; por eso los sueldos en Chile debieran ser mejores y debiera acortarse la brecha entre los más altos y los más bajos. Y allí debieran estar los énfasis de una “agenda social”.
Así como en lo político, a través de un proceso constituyente, aspiramos a una sociedad más democrática, en lo social debiéramos aspirar a un estado que garantice de mejor manera los derechos básicos de la mayoría de los chilenos. Y eso implica una modificación drástica del sistema neoliberal.
Así como en lo político, a través de un proceso constituyente, aspiramos a una sociedad más democrática, en lo social debiéramos aspirar a un estado que garantice de mejor manera los derechos básicos de la mayoría de los chilenos. Y eso implica una modificación drástica del sistema neoliberal. No del capitalismo en general, sino de esta forma desatada que hemos heredado de la dictadura, y de la ola conservadora que impuso en el mundo la globalización liderada en los años ochenta por la Thatcher y Reagan. Las respuestas de hoy deben plantearse en estos dos sentidos. De no hacerlo, y centrarse solo en la restitución del orden público como una suerte de talismán mágico, es precisamente el camino para no lograrlo.