Por Antonio Ostornol, escritor.
Ciento ocho días de confinamiento irrestricto. Desde el 15 de marzo nos enclaustramos y hemos salido lo justo y necesario: compras, medicamentos, alguna visita a familiares mayores, farmacia. La mayoría de mis amigos y amigas –hay quienes han debido trabajar en sus lugares habituales- han podido migrar al teletrabajo. Muchos, por razones obvias (honor a nuestra generación), ya medio jubilados. Pero lo dominante, ha sido el encierro, como en una prisión. Al principio, nos animaba explorar la novedad de la condición inédita: reuniones en zoom, mucho delivery, restauración de las comidas familiares en torno a la mesa, mucho tiempo para ver series, películas, demasiadas noticias (y deprimentes, porque se niegan a sí mismas), y leer. Por sobre todo leer. Esos tiempos que antes eran consumidos en traslados dentro de la ciudad, en visitas religiosas a las casas de la familia, en cafés, cervezas o comidas en los múltiples centros gastronómicos que ya no están; digo, esos tiempos ahora se pasean en medio de nuestro mundo doméstico, compitiendo con las tareas de la casa, el aburrimiento y la sensación urgente de tener que hacer algo útil con ello. Cada vez escucho con más frecuencia que esta cuarentena larga –la voluntaria y la obligatoria- se hace más difícil de sobrellevar. Cada vez lo digo o lo pienso más: qué ganas de salir, de caminar, de volver a las clases presenciales, de ver a la gente, a esos otros que no conozco, y juntarme con los que quiero y extraño. Todo eso me pasa –y creo que nos pasa- después de ciento ocho días de confinamiento riguroso.
me vuelven a la memoria los primeros meses después del golpe de estado, en 1973.
Cada tanto, con mayor frecuencia de lo habitual, me vuelven a la memoria los primeros meses después del golpe de estado, en 1973. Tenía diecinueve años, cursaba segundo año en la universidad, las nuevas autoridades cancelaron el segundo semestre, intentábamos con los compañeros y compañeras restablecer las organizaciones políticas desafiando la ciudad ocupada militarmente y vislumbrando la maquinaria de muerte que comenzaba rápidamente a organizarse (creación de la DINA, Tejas Verdes, el Estadio Nacional, el asesinato de Víctor Jara, por mencionar algunos hitos). Eran tiempos de reuniones en la calle, con encuentros milimétricos en las esquinas, leyendas por si éramos sorprendidos y contraseñas para asegurarnos de estar con la persona adecuada. Se suponía que no podíamos encontrarnos con los amigos (prácticamente todos eran militantes de izquierda; los míos, al menos), no permanecer en las casas donde vivíamos habitualmente, refugiarnos en casas amigas donde permanecía muchas horas encerrado, tratando de pasar lo más inadvertido posible. Y me acuerdo haberme preguntado hasta cuándo duraría aquello y cómo saldríamos de esa pesadilla.
Ciertamente, hay un hilo delgado y sórdido que conecta estos tiempos de pandemia con los tiempos de la dictadura. Para ser más preciso –suponiendo que alguna vez estas líneas las lean los más jóvenes- me refiero a la sensación que evoco en mi condición de militante clandestino de un partido político que había sido parte fundamental de la Unidad Popular y sostén del gobierno de Allende. ¿Por qué esta precisión? Simple, vivíamos en un país polarizado y dividido, donde nos veíamos –los distintos partidos políticos- como enemigos y habíamos perdido la capacidad de habitar legítimamente el mismo espacio. Por lo tanto, cuando se produce el golpe, mientras a nosotros, los derrotados, la vida se nos volvió azarosa e impredecible, a los vencedores se les ofreció como una gratificación largamente anhelada y el fin de sus miedos. Mientras nosotros lo perdíamos todo, ellos recuperaban la posibilidad de pensar el futuro. Mirábamos la vida desde lugares opuestos.
hay un hilo delgado y sórdido que conecta estos tiempos de pandemia con los tiempos de la dictadura.
Hoy, cuando el coronavirus Sars-Cov-2 nos amenaza a todos más o menos igual, los vencedores de ayer podrían entender mejor a los derrotados de ayer. Algo de la sensación profunda que experimentamos en ese tiempo se asemeja a los que vivimos ahora. Las claves del mundo conocido se alteraron en forma definitiva. En 1970, hace ya cincuenta años, teníamos la sensación de que estábamos alcanzado el futuro. Éramos parte de una propuesta inédita, creativa, visionaria. Noble y justa, además. Y habíamos sido capaces de dar un paso gigante hacia ese tiempo por venir del que, como decía la canción, éramos su prehistoria. Más de alguien seguramente (me incluyo), pensó que la rueda de la historia se había puesto en marcha y no tenía vuelta atrás. Pero se detuvo y comenzamos a vivir en un tiempo de espera, una especie de gigantesco paréntesis cuyas dimensiones no lográbamos estimar. ¿Serían meses, algunos años, décadas? No lo sabíamos. Estábamos suspendidos, encerrados en nuestras madrigueras, protegidos de la amenaza que se dispersaba por el país y más allá de sus fronteras (recordemos Carlos Prats, Orlando Letelier o Bernardo Leighton), como un virus letal, difícil de anticipar y del cual resultaba muy complicado escabullirse.
El miedo, la impotencia, las incertidumbres como realidades absolutas. Es el hilo delgado que vincula este encierro viral y el otro encierro político. Y también la frustración, la pérdida y la rabia. El miedo, porque la amenaza es real; impotencia porque, como leí en alguna parte, hay que dejar de vivir para vivir; incertidumbre, porque no sabemos hasta cuándo, ni cómo serán los tiempos por venir. Y la frustración, porque Chile había avanzado en muchos órdenes (y en otros, claramente, no tanto); y la pérdida, porque tengo la sensación de que estamos perdiendo oportunidades para mucha gente y que serán los más desprotegidos los que en definitiva las sufrirán. Y finalmente la rabia porque, así como el golpe de estado puso en evidencia la resistencia de la derecha antidemocrática para compartir el poder, esta crisis sanitaria ha puesto en evidencia los déficits sociales de un sistema, y una lógica económica basada en el beneficio ilimitado, que no ha querido hacerse cargo de su oprobiosa inequidad.
El miedo, la impotencia, las incertidumbres como realidades absolutas.
2 comments
Antonio Clarito se repiten los fantasmas del pasado las emociones primarias de la desprotección e incertidumbre….de la dictadura al coranavirus….buena felicidades y gracias por este regalo de tu escritura amiga.
Me pasó igual. Las mismas rutinas del encierro. Tener un horario, hacer gimnasia, estudiar. Luego preparase para salir y que no te reconozcan en la calle (mascarillas de hoy), ir al lugar de reunión y volverse rápido, más aún si no llegaba tu compañero (a). Miedo, incertidumbre, dolor por los que iban cayendo. No había lista diaria por la tele, pero nos íbamos enterando por informaciones que llegaban de afuera, por los contactos internos, por los presos que nos avisaban.
Vuelta al encierro y la rutina: horario, gimnasia, estudiar….