A primera vista, cuando miraba las noticias de la última semana, aparecía una página que era un verdadero deja vu, y no dejaba de producirme un pequeño cosquilleo en el estómago recordando lo que, hace ya casi cincuenta años, fue parte fundamental de la estrategia de la derecha y del gobierno norteamericano de entonces para derrocar al gobierno de Allende y la Unidad Popular. Es verdad que en estas décadas las cosas han cambiado y no estamos hablando de lo mismo. Sin ir más lejos, el actual gobierno de Chile no puede ser algo menos parecido al entonces gobierno de izquierda y, además, los camioneros reclaman por algunos temas que son absolutamente atendibles: les queman los camiones, los asaltan y roban muchas veces con violencia, y están expuestos a ser parte de barricadas o cualquier otra forma de protesta. Y aunque toda la racionalidad indica que no hay comparaciones posibles, igual se instala el cosquilleo.
Y aunque toda la racionalidad indica que no hay comparaciones posibles, igual se instala el cosquilleo.
Posiblemente, la aprensión venga de la sensación de que esta huelga se suma al clima de enervamiento, falta de conversación y violencia que domina muchos de los temas en conflicto que se debaten en la coyuntura política actual. Desde esa perspectiva, mucho de lo que hemos vivido el último año, se asemeja demasiado al clima público que se podía percibir en la época de la Unidad Popular y, si somos estrictos, también de antes. La discusión, en esos años, estaba dominada por visiones que se excluían mutuamente, que no dejaban espacio alguno al debate, a la conversación, a la búsqueda o construcción de los puntos de encuentro entre posiciones contrapuestas y, en último término, clausuraban toda posibilidad de pensar el país desde una perspectiva común, al menos en algunos aspectos básicos de convivencia. Desde los más diversos sectores ideológicos, se entendía el escenario político como una confrontación de suma cero. La extrema derecha optó por la estrategia sediciosa del golpe militar y la extrema izquierda, por la aceleración de los cambios estructurales, más allá de la legalidad.
El tema de las demandas del pueblo mapuche –que cruza la crisis de los camioneros- podría ser un buen ejemplo de lo que estoy diciendo.
Algo del fragor político del último tiempo me recuerda esos años y la imagen emblemática de la huelga de los camioneros, pareciera estar consagrada en la memoria. Para todos aquellos que hoy están en la política, ya sea desde las estructuras institucionales o emergentes, hay aquí una pregunta a la que debieran responder: ¿están –en cuanto dirigentes y representantes de la ciudadanía- por caminar hacia la superación de la crisis social, política y económica que estamos enfrentando en base a un diálogo abierto, sin temas tabúes y sin miedo a que el status quo cambie? Por supuesto que cuando hablo del status quo pienso, en primer lugar, en el tema constitucional y del esfuerzo enorme que tendrán que hacer los futuros constituyentes (doy por hecho que gana el Apruebo). Pero también pienso en los sistemas de verdades, muchas veces híper simplificadas, con que hoy nos acercamos a lo público. El tema de las demandas del pueblo mapuche –que cruza la crisis de los camioneros- podría ser un buen ejemplo de lo que estoy diciendo. Hay una visión que irrumpe siempre, especialmente desde el mundo de la derecha, para privilegiar el tema de la violencia y, por lo tanto, de la necesidad de la represión a las formas más radicales de lucha en los sectores mapuche. Por otro lado, está la mirada de quienes ven en el conflicto de la Araucanía la oportunidad de desarrollar un tipo de confrontación política que conduzca a cambios sociales que difícilmente tendrían mayorías suficientes si se resolvieran a nivel país. Antes y, posiblemente después de estas posiciones, está el problema y las reivindicaciones del pueblo mapuche.
Antes y, posiblemente después de estas posiciones, está el problema y las reivindicaciones del pueblo mapuche.
Entonces, en un estado de opinión en el cual reivindicar la restauración del estado de derecho en la Araucanía se hace sinónimo inmediato de posiciones ultra conservadoras que sustentan el estado de privilegio social de las élites dominantes y, por otra parte, impugnar la violencia porque inmediatamente se clasifica como formas de terrorismo tendientes a imponer una especie de dictadura de izquierda radical que vulnera los más elementales principios democráticos, la probabilidad de alcanzar una solución razonada y justa para un problema de envergadura mayor, que está latente –con momentos de mayor o menor intensidad- desde hace más de un siglo se reduce al mínimo. Por eso, me parecen del máximo interés las declaraciones sobre este tema que Luis Felipe Gazitúa, presidente del directorio de una de las dos grandes compañías forestales de Chile, propiedad de unos de los mayores grupos económicos del país, hizo la semana pasada, primero en una conferencia en un centro de estudios y luego en un diario nacional.
¿Qué es, en mi opinión, lo destacable de estas declaraciones? Básicamente, la apertura a abordar un problema desde una perspectiva diferente a las habituales, especialmente proviniendo de un representante que se asume debe hablar defendiendo los intereses de los “grandes depredadores” de la Araucanía. Gazitúa afirma que “Chile ha hecho como que en La Araucanía no hay problema” (LT, 30 agosto), asumiendo el estado de invisibilización de un conflicto al que a lo largo de las décadas se ha silenciado, desnaturalizado o simplemente evadido por no saber cómo enfrentarlo. Y agrega, además, que no podemos entender la violencia como un problema en sí mismo, sino como el síntoma de esta actitud negadora que el estado chileno ha tenido respecto al conflicto de base con las comunidades mapuche. Desde su perspectiva (ojo: estoy hablando del máximo ejecutivo de un grupo económico cuya actividad más emblemática se asocia a la explotación de bosques en el territorio de la Araucanía), el verdadero problema es que “no podemos seguir negando que el Estado chileno sometió al pueblo mapuche de una cierta manera, intentando, además, eliminar su cultura, eliminar su lengua, y desconocer sus orígenes”.
“no podemos seguir negando que el Estado chileno sometió al pueblo mapuche de una cierta manera, intentando, además, eliminar su cultura, eliminar su lengua, y desconocer sus orígenes”.
Más de alguien, desde una izquierda muy ortodoxa y combativa, tenderá a pensar que estas declaraciones son interesadas para continuar usufructuando de la apropiación espuria que las grandes fortunas han hecho del territorio mapuche. Estaríamos, entonces, en el escenario de la confrontación, de la suma cero, de la convicción de que no hay ninguna posibilidad de avanzar en estos temas –y muchos otros- sino es a partir de la derrota total del “enemigo”, llámese éste clase, estado, institución o lo que sea. Pero también podemos pensar que, después de 150 años, el mundo ha cambiado, que la historia se puede volver a escribir e interpretar, y que en ese proceso de conocimiento podemos encontrarnos con muchos de aquellos que, en un principio, creíamos que siempre iban a estar en la trinchera enemiga.
la reparación histórica al pueblo mapuche, que no es sólo un tema de tierras, sino que es cultural, social y político.
Como siempre, algunos o muchos pensarán que soy ingenuo. Hasta yo lo pienso, la verdad. Pero prefiero recibir el mote de ingenuo (sería lo de menos) y creer que hay un camino de entendimiento, partiendo del diálogo y la conversación auténtica, donde nos escuchamos y no nos descalificamos, y nos esforzamos por construir convicciones y políticas comunes. No en todo, por supuesto, porque eso sería una utopía. Pero en algunas cosas básicas sí. Como, por ejemplo, que Chile –como estado y sin prejuicios- debe hacerse cargo de la reparación histórica al pueblo mapuche, que no es sólo un tema de tierras, sino que es cultural, social y político.
Por Antonio Ostornol, escritor
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Bravo Luis Antonio por un análisis respetuoso y conciliador. El mundo necesita escuchar voces conciliatorias.