La literatura debiera ser asignatura obligatoria para todo aquel que quiere estar en la política. Su lugar es imprescindible: nos permite ver aquello que difícilmente encontraremos en el espacio público y que a las grandes ideas les cuesta reconocer.
Termino estos días el primer semestre de mi curso sobre literatura occidental. No es propiamente un curso de especialización, sino un intento de procurar a los especialistas una mirada humanista que les ayude a tener una formación más plena, que les permita pensar más allá de los dogmas y verdades hechas, con libertad y espíritu crítico, sin ser esclavos de ideas preestablecidas ni consignas asumidas al calor de una determinada coyuntura o circunstancia histórica. Y esto no debe entenderse como formar personas sin convicciones ni compromisos importantes consigo mismo y con sus comunidades, sino todo lo contrario. El propósito es que esos profesionales sean capaces de asumir y defender sus convicciones porque, precisamente, son aquellas que han alcanzado luego de un proceso crítico de reflexión, con una amplia y generosa escucha acerca de dichos temas, confrontando creativa y productivamente sus conocimientos con otras personas que proponen, a un espacio de reflexión colectiva, las suyas.

Se trata, creo, de un trabajo de formación en democracia o, mejor dicho, en espíritu democrático. En algún sentido, esta es una idea que conversa con lo que hace unos meses atrás señalara nuestro constituyente, Agustín Squella, cuando afirmaba, en el contexto de cómo relacionarnos con el conflicto en una sociedad que los sufre intensamente, que “la democracia, junto con favorecer los acuerdos, da visibilidad a los desacuerdos que los anteceden, y presta así un doble servicio a la comunidad, echando mano de la regla de la mayoría cada vez que el acuerdo se torna imposible”.
Parte fundamental de este proceso es revisar la historia. Mi curso recorre desde la antigua Grecia hasta comienzos del siglo XX, leyendo sin prejuicios ni grandes teorías aquellas obras que, de alguna forma, han constituido el canon de la literatura occidental: Homero, Sófocles, Virgilio, Dante, Boccaccio, Montaigne; autores interesantes que, independiente de sus particularidades históricas y literarias, lograron configurar en sus textos ciertas visiones de lo humano y descubrieron grandes temas que han movido a la humanidad en el tiempo. Leídos con la distancia -y tergiversaciones, seguramente- que procuran miles o cientos de años de sucesivas traducciones e interpretaciones, sorprende encontrar en ellos representaciones cuya actualidad es indiscutible. Uno descubre temas que parecen contemporáneos, como la búsqueda de la verdad, la rebeldía frente a los autoritarismos, la ceguera de ciertas creencias, la brutal tendencia a la discriminación racial o cultural, la espuria mirada de supremacía europea frente a América, la condición histórica y cruelmente abusada de las mujeres, la intuición maravillosa de que no somos dioses y no conocemos toda la verdad, pero no cejamos en buscarla y encontrarla, tanto desde lo propio como aprendiendo de los otros. Son ámbitos de nuestra conciencia que van pasando por aquellas obras y que nos ayudan a entender el momento que vivimos.
Mucho de este fenómeno tiene que ver con el valor de la literatura, con la capacidad de poetas y escritores para, más allá de su propia conciencia, capturar experiencias profundamente humanas. Tiendo a pensar que, si muchos de estos temas los abordáramos junto a los estudiantes desde las ciencias sociales, la filosofía o la política, nos costaría mucho más vislumbrar las intuiciones sabias que se cuelan entre las palabras de los creadores, palabras depositarias de todo el acervo de una cultura y su historia. Por eso me parece importante leer a nuestros y nuestras escritoras, porque allí se van recogiendo las señales silenciosas, y también silenciadas, de nuestra sociedad. Algunas referencias he hecho a cómo se percibían, en las obras de nuestros autores más jóvenes, el estado de malestar que precedió al 18-O. Muchas son las historias que visibilizaban las frustraciones, las diferencias, las neurosis inscritas en el cuerpo social. Ahí estaban las señales y había que leerlas. Pero la literatura no suele incorporarse como un insumo para la política, al menos que sea –en un gesto nerudiano malgastado- un franco panfleto.

Entre tanto texto escrito (Alberti habría dicho qué dolor de papeles que se ha de llevar el viento), hace ya unos cuantos meses, colado entre los cientos de mensajes de Facebook, me encontré con un escrito de Clemente Riedemann, nuestro poeta del sur. Fue en octubre del 2020, muy posiblemente en el contexto del plebiscito constitucional o el primer aniversario del estallido, no lo sé. Me permito reproducir algunas líneas:
“Poema épico.
El fascismo también puede ser de izquierda.
La izquierda fascista es, al fin y al cabo, derechista.
Y el fascismo de derecha, es la derecha misma.
Ambos fascismos requieren de la violencia
con el fin de establecer sus dogmas.”
Riedemann pone en el centro de su poema un tema crucial para nuestras disyuntivas de hoy. Hace unas semanas elegimos a nuestros constituyentes y ya hay voces que hablan de refundar dicha convención, con nuevas reglas y acuerdos soberanos que, en mi opinión, exceden el marco de lo mandatado por los electores e intenta instalar una agenda previa, saltándose la instancia democrática a la cual concurrimos los ciudadanos. Hay, como dice Riedemann, un intento de acto fascista, de imposición desde la violencia (en este caso potencial) de un programa que no reconoce legitimidad alguna al proceso en curso, al menos que se ajuste a su deseo. Allí no hay intento de concordar mayorías, ni de construir espacios de conversación, ni tampoco de aceptar las verdades de los demás. Me parece, a veces, que en esta agenda está el deseo de devolverle la mano a la derecha construyendo un sistema como el que le sirvió a los herederos de la dictadura para tener derecho a veto siendo minoría. Dos formas de imposición, dos formas de fascismo.
A mí, sin embargo, me hace más sentido lo que el poeta se pregunta: “¿Queremos dogmas o queremos libertad? / ¿Queremos vivir en la soberanía personal / o queremos que nos digan lo que queremos ser? / Lo que queremos es un sistema que nos permita crecer / de acuerdo con nuestra propia voluntad”
Y debiéramos agregar: un sistema donde nadie se arrogue el derecho a decirles a los otros cómo vivir, cómo pensar y cómo sentir. Por supuesto, respetando el derecho de los demás a ser diferentes, así como exigiendo el respeto a lo propio. Creo que en este poema se intuye que nuestro desafío es la construcción de un espacio de libertad, democracia y tolerancia. La construcción de un lugar donde nuestra propia conciencia haga impensable la dictadura fascista, del tipo que sea. Como dice Riedemann:
“La ciudadanía unida tiene una oportunidad
de salvar al mundo de su debacle.
Es hora de renovar la defensa, el mediocampo
y el ataque. Es cierto que no tenemos líderes
pero saldrán en el trance de estas lides”.