La centroizquierda tradicional de nuestro país, esa de la ex Concertación, ex Nueva Mayoría y actual Unidad Constituyente, tiene un desafío enorme: que quienes hemos sido parte de unos de los períodos más fructíferos de la historia política que ellos lideraron, volvamos a creer. Después de las últimas semanas, no está fácil.
Fue una experiencia extraña asistir a las primarias con más participación de la historia y que no estuviera presente la centroizquierda tradicional, esa de la ex Concertación, ex Nueva Mayoría y actual Unidad Constituyente. Todavía más extraño ha sido que ningún dirigente de estos partidos haya realizado una autocrítica profunda de lo que, a todas luces, fue un fracaso de sus liderazgos. Si no me equivoco, solo el presidente de la DC asumió su responsabilidad política y renunció, aunque igual se sumaba al coro de los que se echaban la culpa mutuamente para explicar lo inexplicable. Y como si esto fuera poco, se tomaron el tiempo del mundo para elaborar una respuesta conjunta. “Hay que tragarse el sapo de una”, dice un refrán, que, aplicado a lo ocurrido ese chaplinesco y patético día miércoles siguiente a la llamada “mega elección” (convencionales, gobernadores, alcaldes, concejales), implica que los dirigentes responsables del bochornoso evento en el Servel (¿se acuerdan? ¿Unos pidiendo ir en las listas y otros vetando? ¿Unos golpeando las puertas de la coalición que le pellizca la uva, por una parte, y abandonando a sus aliados de décadas, por otra?) deberían haber asumido su responsabilidad y aceptar el error, en vez de salir a culpabilizar a todos los otros. No puedo evitar acordarme que algunos de estos dirigentes, en su momento, dejaron caer a Ricardo Lagos, que proponía un cambio en las grandes metas políticas del proyecto de centroizquierda, señalando la necesidad de priorizar muchos de los temas que han sido titulares después de octubre 2019, por elegir opciones que, en ese momento, marcaban más en las encuestas.
Pero esto fue historia. Hoy, a contrapelo y contramarcha, convocan a una consulta ciudadana para intentar construir una plataforma que les permita sustentar una campaña presidencial convocante. Hace algunos años, cuando la coalición tambaleaba, fue la figura de Michelle Bachelet quien salvó la estantería. Hoy, buscar el posicionamiento a partir de determinados perfiles de liderazgo, sería ciertamente un error. Entre las muchas conclusiones que se han sacado de las recientes elecciones primarias, es que la ciudadanía tiende a preferir las caras nuevas a los viejos rostros. Y la centroizquierda tiene algunos liderazgos, pero a mitad de camino. Me atrevería a apostar que muchos electores que históricamente votaron por la centroizquierda, ahora lo hicieron por Boric o Sichel, dependiendo de sus matices, porque no tenían opción. Entonces, si no hay nuevos liderazgos, hay que buscar las ideas nuevas. Un grupo de partidos políticos que gobernó durante la mayor parte de un período que le cambió la cara a Chile, que fue mayoría y que llevó adelante una agenda progresista indiscutible, debiera tener la capacidad de ofrecerle al país un proyecto de cambios que ofrezca soluciones y perspectivas reales para abordar nuestros principales problemas.
En un interesantísimo artículo que publicó el 27 de julio El Mostrador, Gabriel Gaspar, militante socialista especializado en temas de defensa y política exterior, afirma que la gran tarea de la Concertación fue haber conducido un proceso de transición desde una dictadura cívico – militar a un régimen democrático, sin una ruptura violenta ni una confrontación fratricida. Es verdad que, mirado esto cuarenta años después, suena razonable preguntarse por qué se aceptó una democracia tutelada, en cuyo seno, como ejército derrotado que abandona el campo de batalla, la derecha dejó instalados todos los cerrojos para mantener su estructura de poder, la que fue progresivamente desmantelándose, en la medida que el país y las correlaciones de fuerza cambiaban. Pero, tal como lo dice Gaspar, “muchos se preguntarán por qué la mayoría democrática aceptó estas limitaciones. Sencillo, porque no tenía fuerza para imponer una ruptura democrática. Pero también por el convencimiento de que un sistema de equilibrios neutralizaba un tránsito violento y evitaba una guerra civil”. Y lograr esto no es poca cosa. Yo sé que hay grupos a los que les gusta la guerra, pero el costo de ellas suelen pagarlo aquellos por los cuales se supone se dan las grandes batallas. Cuando vivimos ahora en un estado democrático, con libertad de opinión y manifestación, donde se pueden formar organizaciones sociales y políticas, y se respeta un estado de derecho básico, es fácil hablar con desprecio y ningunear esta tarea. Se entiende cuando eres una fuerza política que necesita hacerse un espacio y no puede reconocerle los logros al adversario. Se entiende menos cuando son los mismos que gestionaron estas políticas los que las ningunean. Y no se trata de idealizar una historia política que tiene luces y sombras, pero que en la sumatoria cambió el país en forma positiva. Gaspar lo dice con mucha claridad: “la Concertación hizo grandes cosas, democratizó el sistema político, normalizó el país, tuvo éxito en abatir los índices de pobreza, dotó de una formidable red de carreteras al país, en fin. Otras cosas las hizo a medias, y otras simplemente no las hizo, o no las supo hacer o derechamente no quiso hacerlas: entre ellas resalta no haberse preocupado por la generación de reemplazo. Y eso hoy se nota”.
La Unidad Constituyente, si quiere tener opciones hacia adelante y no llegar a las definiciones de fin de año como un mero saludo a la bandera, debe partir por reconocer con orgullo y reivindicar su propia obra. Y debe aceptar y declarar sus errores sin vergüenza. Al fin y al cabo, pocas coaliciones políticas pueden tener en su palmarés el haber derrotado una dictadura, desmantelado sus mecanismos, haber reparado viejas inequidades y abusos, y todo esto con costos sociales acotados. Ahí está su principal capital, pero no es suficiente. Y no lo es porque debe procurarle una perspectiva de cambio al país, con crecimiento económico, con políticas fuertes de equidad y dignidad, y ofrecer la certeza de que los nuevos cambios se harán con las mayorías, con aquellas que respetan las identidades de nuestra diversidad social pero que, a diferencia de la dictadura, no impone una minoría con supremacía sobre las otras. Es el último aliento. Una mera ingeniería electoral no será suficiente. Lo que se requiere es un proyecto político para el país y un programa realista para el gobierno. Así, tal vez, volveremos a creer.