Por Antonio Ostornol, escritor.
“Se me ha muerto como del rayo”, escribió Miguel Hernández al enterarse de la muerte de uno de sus grandes amigos, uno de esos con los que “tanto quería”. Así, con una sensación similar, supe que había fallecido Enrique, o “don Enrique” como le decía mucha gente, marcando una aureola de autoridad que, posiblemente, él nunca buscó. Lo conocí a fines de los setenta, mientras yo estudiaba pedagogía en castellano en la Universidad Católica y Enrique era profesor de la Facultad de Educación. En sentido estricto, era un profesor resistente, un verdadero sobreviviente a las razias de la dictadura, condición que no le duraría mucho porque poco tiempo después lo expulsarían de la facultad.
En sentido estricto, era un profesor resistente, un verdadero sobreviviente a las razias de la dictadura, condición que no le duraría mucho porque poco tiempo después lo expulsarían de la facultad.
¿Sería el año 77 o 78 cuando tomé el curso de ética? Puedo confundirme con la fecha exacta, pero no con el impacto que me produjo asistir a sus clases. Enrique transitaba por los tempranos cincuenta años, tenía buena pinta, se vestía al estilo de los rebeldes de las revueltas estudiantiles del mayo francés o de los curas revolucionarios de esos tiempos (chaqueta de cotelé, suéter tipo Beatles), con un aire de cuidado descuido y verdadera sencillez. Y por sobre todo, hablaba con un inequívoco acento español. Tenía una voz gruesa pero bien templada, y un lenguaje castizo que le otorgaba a sus palabras toda la gracia que muchas veces nos quita nuestro escueto español chileno. No era el único profesor ibérico. Había varios, pero la mayoría eran muy franquistas y clericales, y de ellos había que cuidarse. De todo, de no mostrar tu verdadero pensamiento, mucho menos tus filiaciones, ni tus dolores ni tus sueños. De Enrique, en cambio, no había que cuidarse. Llegó a Chile en el Winnipeg y puso pie en Valparaíso, con 14 años, el mismo día que en una cárcel de España fusilaban a su padre, ex Alcalde republicano del pueblo de Coluga, en Asturias. En sus clases se podía reflexionar, discutir incluso, y sentirse parte del país silencioso y perseguido, porque, aunque no se explicitara nada, hablábamos el mismo idioma.
Llegó a Chile en el Winnipeg y puso pie en Valparaíso, con 14 años, el mismo día que en una cárcel de España fusilaban a su padre, ex Alcalde republicano del pueblo de Coluga, en Asturias.
Muy rápidamente percibimos nuestras sintonías. Éramos “rojillos”, como cuenta en una crónica familiar que les decían a él y sus hermanos en el colegio Hispanoamericano, cuando estaban recién llegados a Santiago. Pero yo provenía del viejo tronco comunista chileno, y él del más puro republicanismo español. En cierto sentido, los dos habíamos perdido la guerra: él, los Cueto de Colunga, la guerra civil española; yo, la de UP. Él era un exiliado y yo era un militante clandestino. Y creo que nos reconocimos en la secreta dignidad de los parias. Pero hubo algo en ese encuentro que, más allá de las simetrías históricas, me marcó a fuego: su concepción del ser humano. Una visión profundamente humanista, fuertemente cristiana. Seguro que Maritain estaba en sus lecturas, como lo debe haber estado su cercanía con lo religioso. Su madre lo habría caracterizado como un tipo “tal vez un poco místico, reflexivo”. Algo de eso había en su manera de mirar el mundo. Enrique me hizo tomar conciencia de que la vida humana –todas, cualquiera, sin importar condición alguna- importa. Y que la libertad también importa y no debe hipotecarse a ninguna ilusión, por hermosa que sea. Al igual que la capacidad y necesidad de reflexionar y dialogar. Era su credo. En un texto que recopiló pequeños fragmentos de sus conferencias, afirma que “La naturaleza humana es biófila: ama la vida”, y que “Se es libre por derecho propio; no es una concesión”, y finalmente que “El pensamiento crítico es condición ineludible de la libertad humana”. Y estas condiciones básicas del ser humano se construyen desde la fortaleza interior.
Este profesor que cerraba los ojos como si en esa oscuridad encontrara la iluminación necesaria para ser justo con su pensamiento, nos convocaba a apostar por la vida en una sociedad dominada por la muerte, a ser libres a pesar de las ataduras que nos oprimían y a ser críticos porque la libertad era nuestro derecho. Todo esto ocurría en el Campus Oriente de la Universidad Católica, cuando todavía la DINA y Manuel Contreras campeaban en las calles, y las instituciones estaban cautivas del arbitrio de la dictadura. Enrique daba testimonio de su propia libertad y valentía. Y, en ese sentido, fue probablemente uno de los tres o cuatro profesores que fueron relevantes en mi formación profesional. Su libertad de pensamiento, el pequeño espacio de acogida que constituía su sala de clases, la invitación a sentir la existencia como la posibilidad amorosa de seguir viviendo, fueron fundamentales para entender mi propio pensamiento político y mi manera de estar en el mundo. Mi convicción de que, al final del camino, el único patrimonio que vale son los afectos, le debe mucho a las numerosas conversaciones que tuve con él y las conferencias que le escuché. También le debo parte importante de mi aversión a la violencia y la certeza (la mía al menos) de que todos los esfuerzos para evitarla son imprescindibles.
Mi convicción de que, al final del camino, el único patrimonio que vale son los afectos, le debe mucho a las numerosas conversaciones que tuve con él y las conferencias que le escuché.
Sólo haberme permitido llegar a esas conclusiones, justifican mi gratitud y mi necesidad de rendirle homenaje. Pero Enrique me dejó mucho más. En cierto sentido, pienso, con Enrique nos encontramos en la cofradía de los huérfanos. Él había perdido a su padre y el mío estaba preso (un año y medio) y, luego, fue expulsado del país. La relación tenía mucho de paternal y se lo agradezco. Su apoyo fue crucial para mi inserción laboral, para mi entereza emocional, para sentirme acompañado. Pero también había algo recíproco: su vida mucho más azarosa que la mía y más regida por el sentido de la responsabilidad que le impuso ser el mayor de cinco hermanos que crecían en un país extraño, solos con su madre, lo hacía también un sujeto frágil. Pude conocer algo de esas fragilidades, sus dolores familiares, su gran proyecto profesional (el Instituto Carlos Casanueva), cierta inestabilidad económica y muchos desafíos. También algo de esa marea secreta y culposa que arrastramos muchos de quienes nos formamos en las grandes utopías éticas. Éramos huérfanos y padres a la vez. “¿Qué quieres que te diga? –Me escribió en la dedicatoria de uno de sus libros- ¿Cuántas ideas, sueños, y hasta proyectos compartidos?”.
Éramos huérfanos y padres a la vez. “¿Qué quieres que te diga? –Me escribió en la dedicatoria de uno de sus libros- ¿Cuántas ideas, sueños, y hasta proyectos compartidos?”.
No quiero que me diga nada más. Enrique se me ha muerto como del rayo y la tristeza se me cuela lentamente. Ya tenía sus años y había vivido su vida. Eso me deja tranquilo. Pero la certeza de que ya no está, que no comparte en algún lugar el mismo espacio que respiro, aunque el tiempo haya jugado a favor de las distancias, me hace sentir doblemente huérfano.
1 comment
Antonio, muy sentido relato de tu vida junto a un grande. En 1992 conocí a uno se sus hermanos en su casa en Colunga, a una cuadra de la casa familiar que destruyeran después del asesinato de su padre, donde hicieron una placita y un memorial.Colunga es un pueblo típico asturiano de simple belleza arquitectónica y exuberante naturaleza. Su hermano, tiene esa casa para llegar y acoger a sus invitados en cualquier momenro, con cariño y generosidad. Va a beber de sus raíces por lo menos una o dos veces al año. Tuvela suerte de estar ahí y despertar con el tañido de los cenerros de las vacas al amanecer…gracias por compartir tu historia junto a Don Enrique a quie admiré por la creación del Instituto Carlos Casanueva y la Orientación Familiar. Gracias también por despertar de mi memoria ese bello pueblo de Asturias y su historia.
Rossina Rojas León
Generación 1970, Liceo Manuel de Salas.