Esta semana quiero marcar una página probablemente extemporánea. ¿Por qué el calificativo? Porque lo urgente y relevante hoy, sería afirmar la necesidad de que se realice el plebiscito, que haya una alta participación a pesar del Covid 19 y que la mayoría ciudadana le ponga límites a quienes, de lado y lado del espectro político, sueñan con un cambio fuera de los acuerdos transversales. Además, debiéramos ya empezar a poner en la agenda los grandes temas que deberán definirse en la discusión constituyente. Sin embargo, voy a dar una mirada a mi generación literaria, la que hace cuarenta años empezó una aventura escritural que ha comprometido toda nuestra vida. Más aún, voy a revisar esta trayectoria desde mi propia experiencia como novelista, cuyo primer libro se publicó tempranamente en Chile (1981), en la editorial Aconcagua, proyecto resistente, asociado a la gestión de un grupo de militantes democratacristianos que luego pasaría por la revista Hoy y el diario La Época. Y lo hago, a propósito de que esta semana la SECH (Sociedad de Escritores de Chile) ha organizado un seminario que ha titulado “Generación NN´80. Un ajuste de cuentas”, en el que nos hemos reunido varios de quienes tenemos algún vínculo con este proceso.
la que hace cuarenta años empezó una aventura escritural que ha comprometido toda nuestra vida.
¿De quiénes hablo? A modo de referencia, daré algunos nombres. Estoy pensando, por ejemplo, en narradoras como Pía Barros, Sonia González, Diamela Eltit, Ana María del Río, Paz Molina, Carolina Rivas o Lilian Elphick (Me faltan, lo sé; escribo desde la memoria). Y de escritores como Ramón Díaz Eterovic, Jorge Calvo, Diego Muñoz Valenzuela, Carlos Franz, Marco Antonio de la Parra, Jaime Collyer, Jorge Marchant o Roberto Rivera. Todos estos nombres comenzaron su trabajo escritural a fines de los setenta y comienzos de los ochenta. De hecho, muchos de ellos se pueden encontrar en una antología que debiera ser de culto, “Encuento” (Bruguera, 1984), que reúne a los 21 narradores y narradoras que participamos en el ciclo de lecturas organizado en el Instituto Chileno Francés de Cultura y, posiblemente pero no lo recuerdo bien, por la SECH y el Colectivo de Escritores Jóvenes. Eran los inicios de las primeras acciones públicas de desafío a los límites de la dictadura. Quienes concurrimos a este evento veníamos de talleres, círculos universitarios, lugares de encuentro fuera de lo oficial, bajo el amparo muchas veces de la SECH (la de Filebo, Martín Cerda y luego el Poli). En esos tiempos no había becas de creación, ni grandes concursos con suculentos premios, ni fondos de apoyo a las editoriales, ni iniciativas para insertarse en el mundo de los libros más allá de nuestras fronteras. Editoriales como Aconcagua, Mosquito, Sinfronteras, Ornitorrinco y otras más, tenían que rascarse con sus propias uñas. Todo aquello que hoy existe de apoyo a los escritores y las editoriales, es fruto de la gestión de los gobiernos democráticos. En ese entonces, sin duda, la mayoría queríamos ser escritores. Ya nos habíamos gastado tardes leyendo todo lo que podíamos, muchas veces poniendo en juego nuestras responsabilidades académicas, familiares o laborales. Y ya habíamos garabateado nuestras primeras páginas –muchas veces con poemas horrorosos- e imaginábamos lo que serían nuestras futuras ficciones.
Nuestro esfuerzo tenía dos caras: por una parte, la vocación literaria; y por otra, la militante
Pero también sentíamos que había un mundo silenciado que necesitábamos registrar. Nuestro esfuerzo tenía dos caras: por una parte, la vocación literaria; y por otra, la militante (en un sentido amplio, partidista y patriótico, porque no todos éramos militantes de partido). Para mí –así como a varios más de mis compañeros y compañeras- la política era un eje de nuestro hacer y, por lo tanto, la escritura debía incorporarla. Representar y entender el mundo en que vivíamos, darle sentido a la tragedia de nuestro país, interrogar esa realidad desde nuestra literatura, era parte constitutiva de nuestras motivaciones. De esta forma, cumplíamos el sentido esencial de toda creación literaria: proponer un conocimiento nuevo, uno que estuviera más allá de los discursos oficiales, ya fueran estos históricos, políticos o ideológicos. En definitiva, nuestras literaturas intentaban encontrar una respuesta –o al menos, proponer algunas preguntas- acerca de cómo habíamos llegado a vivir una situación tan ajena a nuestro libreto histórico.
Estábamos insertos en el mundo de la violencia política como nunca antes ni después de la dictadura se ha visto en Chile.
Estábamos insertos en el mundo de la violencia política como nunca antes ni después de la dictadura se ha visto en Chile. Algo había en nuestra propia sociedad y en cada uno de nosotros que lo había permitido. A mí me tocó jugar en el lado de los derrotados y tuve que lamentar y llorar muchos muertos. Y tengo muy claro que la dictadura fue el modo brutal en que el gran capital nos instaló en el circuito del neoliberalismo, y que fuimos parte de las últimas batallas de la guerra fría, donde el proyecto socialista del siglo XX (modelo soviético, chino de Mao, cubano o coreano) fue derrotado. También vislumbrábamos que, tal vez, si los vencedores hubiésemos sido nosotros, podríamos haber llegado a cometer atrocidades similares a aquellas de las que fuimos víctimas. Entonces, inmersos desde la literatura, las respuestas no eran unívocas ni simples. Por ello, ya sea desde los más vanguardistas hasta los más realistas, pasando por la ciencia ficción o el policial, nuestra generación produjo un mundo de seres huérfanos y desamparados, prisioneros de sus propios conflictos, solitarios que se debaten entre el escepticismo, la nostalgia de las utopías, el desaliento opresivo y la resistencia pertinaz.
Entonces, inmersos desde la literatura, las respuestas no eran unívocas ni simples.
Diamela Eltit, en su libro de ensayos Emergencias (Planeta) dice que “el siglo XX chileno […] quedará prisionero en un relato enteramente contaminado por el Golpe de Estado de 1973”.
Diamela Eltit, en su libro de ensayos Emergencias (Planeta) dice que “el siglo XX chileno […] quedará prisionero en un relato enteramente contaminado por el Golpe de Estado de 1973”. A muchos de nosotros, el regreso a la democracia nos castigó desde el punto de vista de la recepción, por haber permanecido anclados al mundo sombrío y terrible de la dictadura. Pasó tiempo antes de que el espacio cultural chileno, en sus versiones más masivas, aceptara la temática de la dictadura como relevante. ¿Habrá sido con la serie de “Los Ochenta” o “Los Archivos del Cardenal”? No lo sé, pero por esos días creo ver un punto de inflexión y un regreso a mirar estos viejos temas. Y nuestra generación, a pesar de que muchos estamos fuera de los circuitos institucionalizados (grandes editoriales, sistema académico, medios de comunicación) hemos persistido y, cada tanto, aparecen nuevas historias que garantizan nuestra permanencia. Milán Kundera decía en uno de sus libros más interesante (El libro de la risa y el olvido) que los seres humanos tenemos la ilusión de que todo será recordado, cuando la única verdad es que todo será olvidado. Su aseveración es algo dramática, aunque no exenta de una cuota de verdad. Al final, como ha sido el destino de nuestra generación, ni hemos sido totalmente olvidados ni tampoco plenamente recordados. La verdad es que, lo único que nos salva, es la majadera tozudez de la literatura.
Su aseveración es algo dramática, aunque no exenta de una cuota de verdad.
La verdad es que, lo único que nos salva, es la majadera tozudez de la literatura.
Por Antonio Ostornol
Escritor