Páginas Marcadas de Antonio Ostornol ¿Son el orden público y la violencia política el talón de Aquiles del gobierno?

por La Nueva Mirada

El orden público, y la consecuente administración de la capacidad represiva del estado en función de su conservación, se tiende a presentar como uno de los aspectos más deficitarios de la gestión –actual y futura- del gobierno. ¿Es tan así o nos enfrentamos a un problema mucho más complejo, en que la capacidad y, sobre todo, la legitimidad del estado para reprimir está en juego?

Las imágenes de violencia que dejaron las manifestaciones del primero de mayo son abrumadoras. Los registros de ciudadanos de civil disparando armas de fuego contra los grupos de encapuchados que intentaban quemar los quioscos de los vendedores ambulantes de calle Meiggs, parecen arrancadas de una realidad distópica. Imposible no conmoverse y preguntarse por qué nos está pasando esto. Y la respuesta, posiblemente, nos llevaría a reconocer que debiéramos habernos conmovidos desde hace mucho tiempo, porque estos hechos son solo la punta de un iceberg sobre el cual venimos navegando desde hace años.  Lentamente se ha instalado el ejercicio de la violencia como una herramienta de acción política legítima en condiciones de democracia (hago este alcance porque en situación de dictadura, los parámetros de la legitimidad son diferentes).

El equilibrio entre la justa demanda política, la acción violenta y los límites democráticos, es una gestión permanente y dinámica en la vida social. Creo que, en primerísimo lugar, estamos pagando el precio de la permanencia de un sistema político rígido, diseñado por la dictadura y la derecha, cuya finalidad fue impedir su transformación democrática y asegurar los privilegios de los sectores más favorecidos con el modelo económico instalado en Chile a partir de fines de los setenta y comienzos de los ochenta. El uso y abuso de la derecha chilena de las amarras que dejó instaladas en el sistema político la dictadura, condujeron a una crisis que solo se pudo de destrabar, más o menos, a partir de las movilizaciones sociales del 2019 y la apertura del itinerario de cambio constitucional. Esta realidad explicaría, tal vez, buena parte del ímpetu transformador radical en la propia convención. Si pudiéramos hacer ficción del pasado, uno podría imaginar que una menor resistencia de la derecha a la transformación constitucional nos habría permitido transitar hacia los cambios necesarios con mayor armonía y oportunidad. Tratar de desentenderse de la responsabilidad política que la derecha tiene en este proceso, no resiste ningún análisis

Tampoco están exentos de responsabilidad los gobiernos de centro que, ciertamente, podrían haber hecho más por presionar para que las reformas se llevaran a cabo, superando los límites que imponía la derecha más conservadora. Faltó, me parece, más resolución en la gestión de un discurso público que hiciera pagar políticamente a las posiciones que frenaban los cambios. Esa falta de discurso y relevancia de la necesidad de los cambios dejó el espacio para que el mundo de izquierda desplazara a la centroizquierda como eje discursivo de políticas de mayor compromiso transformador y de mayor sensibilidad por una mayoría que comenzaba a resentir los efectos de las limitaciones del modelo social y político, en términos de bienestar y calidad de vida. Si bien en la construcción de este discurso de izquierda hubo mucho de caricatura y simplificación de la realidad, y creo que en algunos casos consciente deformación de la misma, este se asentó ante la carencia principalmente de los propios partidos políticos que encapsularon sus políticas en torno a la gestión del estado y la defensa de la misma, y se desentendieron en buena medida de la mantención y profundización de su relación con las organizaciones sociales y sus legítimas demandas.

Esta nueva izquierda también ha aportado lo suyo a la construcción de un estado de legitimidad de la violencia política en el país, especialmente, a partir del estallido social y la mirada condescendiente frente a los responsables de los principales actos violentos, como los saqueos, los incendios y la propia destrucción del Metro. Momento clave de esta actitud ha sido el apoyo sin matices al llamado “indulto a los presos de la revuelta”, avalando en los hechos, bajo el argumento de la legitimidad de la demanda, el método utilizado. Ahora, desde el gobierno, esta responsabilidad se ha hecho evidente en el retraso con que ha comenzado a configurar su agenda contra la violencia, la delincuencia y el terrorismo. El giro no será fácil, como se aprecia en las voces que, desde su propio sector, ya se levantan contra la decisión del ejecutivo de reforzar las policías y hacer más eficiente su actuación en las zonas de conflicto.

En contra de lo que nos sugiere el sentido común, Carabineros también ha aportado una cuota no menor a la validación de la violencia. En primer lugar, por su responsabilidad en las transgresiones a los derechos humanos durante su actuación (especialmente durante el estallido), pero también en episodios como el de la operación Huracán, donde jugó con la credibilidad pública. Y si a esto se le agregan los casos de corrupción, entonces el descrédito se hace enorme. Y ponerle coto a la violencia cuando los encargados del uso legítimo de la represión estatal están deslegitimados, es muy difícil.

Por último, hay sectores políticos –más o menos públicos- que han puesto en el centro de sus estrategias de acción, la violencia. Son sectores que, sin duda, no están interesados en una profundización democrática y ni siquiera en la conquista de derechos sociales para la mayoría de los chilenos. Se arropan bajo un lenguaje y discurso de carácter “revolucionario”, pero persiguen modelos sociales retrógrados y peligrosos.

Seguramente hay muchas otras variables (sociedad segregada, violencia urbana, narcotráfico, corrupción social y política, etc.) que también podrían explicar el crecimiento de la violencia en nuestro país. Entonces, teniendo este panorama a la vista, es del todo injusto cargarle al actual gobierno la responsabilidad de lo que ocurre, como lo pretenden sin duda muchos de los dirigentes de derecha de nuestro país.  Sin embargo, en la asignación de responsabilidad hay algo de verdad, porque podrán ser solo un factor que coadyuvó al desarrollo de este fenómeno, pero en cuanto han asumido la conducción del país, son los principales responsables de enfrentarlo. Lograrlo o no será un eje para su evaluación, incluso más incidente que los resultados posibles de la convención.

Ya lo escribí en una oportunidad: el gobierno está en lo correcto cuando dice que los conflictos no se resuelven con una mirada solo represiva. Se necesita mucho más. Pero es verdad que tampoco se resuelven sin represión. Los anuncios de la agenda de seguridad en el día de hoy puede ser un anticipo de que no se permitirá que la seguridad se transforme en el talón de Aquiles del gobierno. Esperemos que la estrategia global (diálogo, desarrollo social, y rechazo y persecución a la violencia) se consolide y dé sus frutos.

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