Que la mentira no se haga costumbre, podría ser la consigna de un hipotético movimiento de restauración de la verdad histórica. Desde hace mucho tiempo que nuestra sociedad parece haberse acostumbrado a la mentira y los últimos acontecimientos solo permiten confirman que ya no existen blancas palomas.
Hubo un tiempo en que parecía que la llegada de los “independientes” y “héroes de la revuelta” a la política chilena inauguraba un ciclo donde, por fin, se instauraba la tan deseada “nueva política”, aquella que se había liberado de los malos hábitos de la “vieja política” (la corrupción, los treinta años, las cocinas parlamentarias, los arreglines entre incumbentes, etc.). Sin embargo, los acontecimientos en cascada ocurridos al interior de la Lista del Pueblo parecieran traer nuevamente al tapete de la conversación aquello de lo cual pensábamos que nos habíamos escapado. Más allá de las vicisitudes que tuvieron para subir y bajar candidatos presidenciales, por lejos lo más grave fueron las flagrantes faltas a la verdad. Me refiero a la falsificación de firmas y a la invención de una “causa de salud” para capturar votos. En ambos casos, la estrategia de las fake news elevada al cuadrado.
Hay indignación, deseos de linchamientos públicos, convocatoria a que las instituciones funcionen. Y todo aquello se justifica. Pero más allá de la estridencia mediática -que va a pasar-, me parece que estos hechos son una gran oportunidad para reflexionar acerca del estatus de la verdad en nuestro país. Personalmente creo que este es un valor fuertemente degradado y subyace a nuestra escena pública y política, en muchos ámbitos y muy transversalmente. La irritación actual, posiblemente, esté más anclada en cierto revanchismo de quienes alguna vez se sintieron imputados de faltar a la verdad por quienes hoy están en el banquillo de los acusados, que en un profundo interés por salvaguardar la fe pública. Pero esto que digo es solo una suposición nacida del hábito de la suspicacia y, seguramente, es muy arbitraria.
Lo que no me parece tan ligero es la reiteración en nuestra cultura de la mentira como instrumento de acción política. Esta práctica viene de muy atrás. Recuerdo el año 1970, cuando se orquestó toda una campaña publicitaria para instalar la idea de que, si Allende ganaba, en Chile su gobierno sería una dictadura del tipo cubano. Y si bien había sectores de la Unidad Popular y de la ultraizquierda de la época que tenían esa meta en su horizonte, no había ni unanimidad ni capacidad para alcanzar un sistema político similar. Luego, una vez instalada la dictadura, se inventó la historia del Plan Z, de los ejércitos guerrilleros conformados por miles de cubanos, por los arsenales de alto poder de fuego para sostener la guerra revolucionaria. Nada de eso era cierto y solo pretendía crear una opinión pública que se lo creyera y avalara, entonces, la violación sistemática de los derechos humanos. Esa es la historia larga. Sin duda hay muchos más ejemplos, nacidos de uno y otro lado del espectro político, que probablemente una buena historia de la mentira en Chile podría recoger.
En las décadas recientes, al alero de algunos hechos especialmente asociados a financiamiento de la política y ampliamente difundidos, algunos de dudosa veracidad y rápido enjuiciamiento público, y otros bien fundados pero silenciados, se instaló la desconfianza básica en los liderazgos sociales, sumiendo a todo el sistema bajo un manto de duda moral. Y nada de lo denunciado, de lo investigado y sancionado, era aceptable. Y más allá de las responsabilidades individuales, las hubo sistémicas, propias de la lucha política y de las condiciones en que esta se producía en Chile. Si bien un buen financiamiento público de la política habría probablemente minimizado las transgresiones al sistema, también es cierto que las condiciones que regulaban la política en lo financiero generaban una ventaja estructural a la derecha que no era viable modificar dados los límites de la constitución del 80. Y se jugó con los límites y se pagó el precio.
En este mismo período, se instaló también una nueva gran fake news: que Chile no cambió en los últimos 30 años y siguió siendo el mismo país que nos dejó la dictadura. Esta mirada de la historia reciente se ha construido a punta de consignas y evidencias casuísticas, que no admiten discusión. No se menciona ni se reconoce ni, mucho menos, se valora los profundos cambios que operaron en el país durante este período. En el fondo, se asume una mirada selectiva, que excluye lo bueno y releva lo insuficiente o malo. Y más aún, atribuye esas insuficiencias a decisiones intencionadas para no generar cambios y no pone atención a las condiciones reales de la política en cada momento. No quiero decir con esto que todo lo hecho y lo no hecho durante estos años solo fue responsabilidad del “sistema político heredado”. Ciertamente, hubo decisiones que se ajustaban más o menos a distintos modelos ideológicos. Pero ni siquiera los liderazgos más cercanos al neoliberalismo, proponían políticas puramente neoliberales. Y, por otro lado, todo lo positivo (más democracia, mejores condiciones de vida, aumento de las atenciones de salud, modernización de la infraestructura, menos discriminación, etc.) se presume que ocurrió porque sí, y que esos mismos liderazgos vilipendiados no tuvieron nada que ver. Se miran estos treinta años como muchos creyentes asumen la relación con dios: todo lo malo es culpa de las personas, y todo lo bueno es gracias a dios.
En el caso de Rojas, la credibilidad pública se basó en mentiras más o menos aceptadas con anterioridad por el espacio político. Toda protesta era creíble porque se partía de la base que toda afrenta era posible. Si como muchos declaraban –o aceptaban manteniendo silencio- en los días del estallido social, Chile vivía bajo una verdadera dictadura (la de Piñera), sin reparar en las coberturas mediáticas, en la presencia de organizaciones de derechos humanos, de tribunales de justicia independientes, de fiscales que investigaban, de organismos internacionales, todo lo que Rojas dijera hacia sentido. De hecho, escuché por ahí a alguna dirigente cercana a él, que el tema de si se trataba de cáncer u otra enfermedad, daba lo mismo, porque el sistema neoliberal priva de la salud…etc. Entonces, la búsqueda de la verdad, su establecimiento, su discusión racional, queda relegada a un segundo plano.
En fin, como en las guerras, parece que, en materia de verdad, nadie es inocente. Que la mentira no se haga costumbre, podría ser la consigna de un hipotético movimiento en pro de su restauración. Lo concreto es que, desde hace mucho tiempo, nuestra sociedad parece haberse acostumbrado a la mentira y los últimos acontecimientos solo confirman que ya no existen blancas palomas. Si es que alguna vez las hubo, me atrevería a sugerir.