Por Antonio Ostornol, escritor.
Esta semana quiero marcar una página inusual. Invito a pensar en el Cuerpo D, Reportajes, de la edición de El Mercurio del domingo recién pasado (19-04-2020). Podría haberse presentado como un número dedicado a Carlos Peña, rector de la UDP y columnista del mismo diario desde hace años. Al parecer, gracias a su artículo sobre el narcisismo desatado del presidente (por su súper foto en Plaza Italia, Baquedano o Dignidad), y alguna otra columna sobre la posibilidad de “ofrecer su lugar en la fila de este mundo a los más jóvenes” y además hacerlo público, las cartas al director del diario habían reventado y probablemente también las redes sociales. Por ello, da una entrevista de dos páginas en el diario, acompañada de su columna habitual. Todo un despliegue.
Por ello, da una entrevista de dos páginas en el diario, acompañada de su columna habitual. Todo un despliegue.
No soy lector habitual de Carlos Peña, pero suelo recibir los coletazos de sus columnas y entrevistas en las redes, donde sus detractores y seguidores se explayan. Por lo mismo he leído muchas de sus opiniones y, en general, tiendo a coincidir con su mirada de los temas, especialmente de los referidos a la política y los medios de comunicación, aunque no siempre. Tampoco lo conozco, no soy su amigo, no he trabajado en su universidad, no tengo recuerdo de habernos cruzado en los ya largos caminos de nuestro pequeño país, es decir, no tengo vínculos con él más allá de mi lugar de lector. Entonces, me pregunto qué me atrae de su discurso y de su literatura (en sentido amplio del término).
Entonces, me pregunto qué me atrae de su discurso y de su literatura (en sentido amplio del término).
Y lo primero que se me viene a la cabeza es su desparpajo. Su escritura tiene algo desvergonzado y casi icónicamente incorrecto desde la cultura nuestra, tan proclive a hablar desde las elusiones y los eufemismos. En la entrevista del domingo, afirma cosas que más de alguien habrá pensado y, probablemente, le habrá dado pudor decirlas y mucho menos escribirlas. A mí, muchas veces, me habría encantado tener dicha asertividad, para nombrar y exponer. Por ejemplo, a propósito de la muerte –ese tema difícil que cuesta mencionar y que se ha instalado sobre nosotros como una sombra- y de los sentimientos que ella genera, ha dicho que le “parece ridículo” exponerlos públicamente. Luego se pregunta: “¿Acaso no es propio de cualquier persona adulta y medianamente inteligente saber que (la muerte) es consustancial a nuestra existencia, o alguien piensa, como un adolescente, que la vida no tiene límite? Entre otras cosas, es lo que confiere sentido a lo que hacemos; de lo contrario seríamos adolescentes perpetuos”. Esta reflexión la hacía a propósito de la comunicación en que el periodista Abraham Santibáñez declaraba que, si llegado el momento en una urgencia hospitalaria propia del Covid 19 los médicos se vieran obligados a elegir entre él o alguien más joven, prefirieran a ese “más joven”.
Su molestia, probablemente, no se genera por el comunicado de Santibáñez. Creo que su crítica apunta a cierta sensiblería asociada a los temas propios de la pandemia.
Su molestia, probablemente, no se genera por el comunicado de Santibáñez. Creo que su crítica apunta a cierta sensiblería asociada a los temas propios de la pandemia. “Se cree que lo mejor de lo humano son las emociones, el sentimiento. Nada de eso”, discute. Al leer esa frase, necesariamente uno piensa en el sentimentalismo obvio que se explota en forma incontenible en los medios de comunicación, especialmente la televisión. Cómo no estar de acuerdo con Peña cuando escribe que en eso se está convirtiendo el espacio público: Una suma de lugares comunes, sandeces y tonterías repetidos una y otra vez, convirtiendo los medios de comunicación en un espectáculo del miedo o del apocalipsis a punta de estornudos, toses y ahogos”.
Desde esta perspectiva, Peña aparece como un racionalista puro.
Los argumentos suelen ser razonables y, por lo mismo, son factibles de ser discutidos. Hubo polémicas muy interesantes a propósito del estallido social, que incluso constituyeron hecho político al interior de la propia universidad que él dirige, cuando un grupo de profesores le respondió públicamente a una de sus columnas. Y todo esto no tendría nada de especial, ya que eso sería normal en una sociedad moderna capaz de discutir y contraponer ideas. Y esto no significa ni transar, ni claudicar, ni negociar: simplemente, pensar en colectivo. Desde esta perspectiva, Peña aparece como un racionalista puro. En la misma entrevista, declara que “lo mejor de lo humano, a lo que debemos las cosas más estimables en la esfera pública, es la racionalidad: a ella debemos muchos excesos, es cierto; pero también debemos las libertades, los derechos humanos, los límites del poder estatal, el respeto recíproco”. De alguna forma, en el subtexto de sus discursos, irrumpe la aspiración de que el lugar donde concurrimos todos los ciudadanos sea un espacio de discusión y razonamiento, mucho más que de expresión de sentimientos. Es verdad que esta interpretación que hago es discutible –y posiblemente el propio Peña lo haría- pero quiero creer que en el horizonte de sus reflexiones le aparece el fantasma de la acción política gestada desde la emoción y no desde la racionalidad. En otras palabras, el problema no sería si la acción pública se realiza en la calle o no, a los gritos o no, a las molotov o no, ya que cualquiera de ellas podría estar en una lógica de racionalidad. La crítica apunta, creo, a la acción pública que se genera desde la emocionalidad y los sentimientos. Y eso sí me hace sentido.
De alguna forma, en el subtexto de sus discursos, irrumpe la aspiración de que el lugar donde concurrimos todos los ciudadanos sea un espacio de discusión y razonamiento, mucho más que de expresión de sentimientos.
¿Acaso fenómenos como Trump, Bolsonaro o Johnson no se producen gracias a la exacerbación de las emociones?
¿Acaso fenómenos como Trump, Bolsonaro o Johnson no se producen gracias a la exacerbación de las emociones? Todos los discursos construidos en torno a una pura emoción (llámese esta rabia, pena o miedo), se vuelven peligrosos porque rompen el espacio de la conversación. El que está capturado por sus sentimientos no va a escuchar al otro, al diferente, no se pondrá en su lugar, no estará dispuesto a negociar, sólo querrá dejar espacio a su propia emoción. Y esto vale para todos, desde el ciudadano común que estuvo (¿y está?) dispuesto a incendiar un supermercado o una estación de Metro, o un alto dirigente político que debe asumir posiciones que confronten los sentimientos de una mayoría. El discurso racional de Peña desnuda cualquier utopía. De hecho, tiene muchas dudas respecto de que la “peste” cambie demasiado las cosas; eso lo califica de utópico; más bien supone un tiempo de pospandemia muy similar al actual, pero con muchos más problemas. Apela a poner sobre la esfera pública el predominio de la razón, lo que paradójicamente podría ser la gran utopía de estos tiempos.
Apela a poner sobre la esfera pública el predominio de la razón, lo que paradójicamente podría ser la gran utopía de estos tiempos.
Los seres humanos tenemos sentimientos y con ellos nos enfrentamos a la vida. Hay una búsqueda permanente en la ponderación de estas potencialidades nuestras. ¿Cuánto poner de emoción en un proyecto y cuánto de racionalidad? Es un equilibrio complejo de lograr. A veces, Peña se pasa de rosca y asume que no alcanzar este equilibrio puede ser un asunto simplemente de tontera, estupidez o de ignorancia. Y algo de eso podría haber, no lo discuto. ¿Entonces por qué digo que se pasa de rosca? Porque desde ese lugar su discurso se tiñe de un barniz de superioridad intelectual que no necesariamente lo justifica, como si fuera portador de una autoridad otorgada por esos libros que no se conocen, porque “nadie lee”, excepto él. Entonces el desparpajo ya no es la virtud de la verdad, sino que se vuelve una oscura forma de establecer supremacía. Y eso tampoco es democrático.
¿Cuánto poner de emoción en un proyecto y cuánto de racionalidad? Es un equilibrio complejo de lograr. A veces, Peña se pasa de rosca y asume que no alcanzar este equilibrio puede ser un asunto simplemente de tontera, estupidez o de ignorancia.
su discurso se tiñe de un barniz de superioridad intelectual que no necesariamente lo justifica, porque “nadie lee”, excepto él. Entonces el desparpajo ya no es la virtud de la verdad, sino que se vuelve una oscura forma de establecer supremacía. Y eso tampoco es democrático.
1 comment
Lucidisima reflexión. Comparto lo que dice el autor del artículo. Se reconoce y valora la capacidad de análisis del rector Peña, su asertividad, su «desparpajo», necesario en el debate público, aunque no siempre es aceptable lo que está presente en lo que señala Antonio Ostornol: «Porque desde ese lugar su discurso se tiñe de un barniz de superioridad intelectual que no necesariamente lo justifica, como si fuera portador de una autoridad otorgada por esos libros que no se conocen, porque ‘nadie lee'». Claramente un decir, porque sí muchos leen. Uno como lector celebra -aun desde la emocionalidad- la inteligencia, la racionalidad, pero también los actos de la emoción, del sentir (todo el Romanticismo, las Vanguardias rompieron con el Racionalismo, para bien del desarrollo humano. Y las grandes obras creadas desde la fe). En lo personal, reivindico la emocionalidad, sobre todo en el arte, ya que sin esta, muchas obras no existirían.