Por Antonio Ostornol, escritor.
Quiero volver a los libros, aunque sea inevitable escribir sobre lo que sucede cada día. Termino de leer La noche de los corvos. El caso degollados o un verde manto de impunidad (Ceibo Ediciones, 2013), de los abogados Nelson Caucoto y Héctor Salazar. En este texto, a partir de la investigación desarrollada por los jueces José Cánovas y Milton Juica, se narra el proceso que condujo a la plena identificación de las responsabilidades de organismos del estado en el asesinato en 1985 de los militantes comunistas Santiago Nattino, Manuel Guerrero y José Manuel Parada, y al establecimiento de las responsabilidades institucionales de Carabineros en el ocultamiento primero de los hechos y, luego, en la defensa de los generales que estuvieron detrás de esta operación, permitiéndoles quedar impunes.
Permite vislumbrar las opacidades de lo que fue el tránsito desde la dictadura a la democracia,
Es un texto interesante e iluminador porque permite vislumbrar las opacidades de lo que fue el tránsito desde la dictadura a la democracia, con procesos amenazados y boicoteados, con amarras de todo tipo para el desenvolvimiento de las nuevas instituciones políticas, con las sombras de los poderes militares todo el tiempo sobre las espaldas de los dirigentes civiles, que no sólo debían hacerse cargo de un país socialmente devastado y éticamente vulnerado, sino que debían abrir en términos efectivos los espacios democráticos a pesar de la resistencia activa de las fuerzas armadas y buena parte de la derecha política. A través de la investigación de los jueces Cánovas y Juica sale a la luz todo el aparataje montado desde el estado para la persecución y destrucción de los adversarios políticos. Creo que a veces se nos olvida. Organismos policiales y militares, clandestinos y financiados por el estado, con manto de impunidad para actuar, cometiendo todo tipo de abusos y delitos aberrantes; tribunales militares obsecuentes y preparados para ocultar la verdad; destrucción de documentos, de pruebas inculpatorias, demolición de inmuebles donde se cometieron crímenes y fueron centros de tortura. Nueve años pasaron para que se pudiera cerrar el sumario y ni siquiera el año 94 fue posible condenar las responsabilidades de la alta jerarquía de Carabineros.
Nueve años pasaron para que se pudiera cerrar el sumario y ni siquiera el año 94 fue posible condenar las responsabilidades de la alta jerarquía de Carabineros.
Nada de esto fue al azar, producto de la casualidad, nacido de algunos arrebatados que decidieron organizarse para cometer “estos excesos”. Formaban parte de una política diseñada desde los más altos niveles del estado para aniquilar toda forma de oposición a su poder. Eso fue una política sistemática de violación de los derechos humanos. En ese contexto, se estableció la constitución del 80, con toda su ilegitimidad y con un diseño tal que le ha permitido a la derecha política, sucesora del régimen, mantener un formato institucional que excluye los cambios y que deteriora la representación. Durante casi treinta años se ha mantenido un ordenamiento constitucional que, a pesar de los muchos cambios que ha experimentado, continúa con la mácula de su pecado de origen. Y esto se ha venido transformando en una especie de símbolo de los nudos no resueltos en nuestra historia reciente.
Formaban parte de una política diseñada desde los más altos niveles del estado para aniquilar toda forma de oposición a su poder.
Para el mundo democrático, que luchó contra la dictadura desde el lugar que sea, la permanencia simbólica del texto constitucional en el imaginario colectivo es una señal de que todavía no se restituyen los equilibrios naturales del poder. Su existencia se percibe como si, en el subsuelo de nuestra democracia, persistiera la ilegitimidad de la dictadura y, por extensión, la de su sistema de privilegios (culturales, sociales, económicos, territoriales y políticos). Y para la derecha política, especialmente aquella que es tributaria y sustentó el gobierno militar, proclamar la necesidad de una nueva constitución, que consagre institucionalmente lo espurio e ilegítimo del régimen dictatorial, es algo así como anatemizar su propia historia.
Su existencia se percibe como si, en el subsuelo de nuestra democracia, persistiera la ilegitimidad de la dictadura y, por extensión, la de su sistema de privilegios
Es interesante este proceso porque me parece que en gran medida determina las brechas que frenan las posibilidades de diálogo amplio y sin exclusiones. Porque las palabras tienen peso, configuran mundos, abren o cierran espacios y oportunidades. Al leer libros como La noche de los corvos…, uno entiende lo que es un estado que despliega una política pública de sistemática violación de los derechos humanos, y es muy difícil comparar esa situación con lo que la represión policial ha producido en estas semanas. El director del INDH decía que se podía afirmar que hubo violaciones generalizadas, pero si se hablaba de sistemáticas, habría que probarlo. Entonces, cuando se habla y se despliega un lenguaje que intenta representar el escenario de la coyuntura política de Chile como propio de una dictadura, tan feroz como la de Pinochet o Guatemala, se genera una barrera a la escucha abierta de aquel dirigente que procede desde el otro lado de la barricada. Y cuando muchos de esos políticos e intelectuales de derecha se niegan casi biológicamente a la posibilidad de tener una nueva constitución y afirman la validez de la actual (¡a un profesor de la UC le escuché decir, sólo hace unas horas, que esta era una muy buena constitución!), se representan a sí mismos instalados en una trinchera que les resulta cómoda, porque les confiere ventajas y posibilidades de mantener incólume el sistema de privilegios.
Como pocas veces en mi vida, he visto tanto consenso en el reconocimiento de las demandas de los sectores menos privilegiados del país. Pero no tenemos todavía lenguaje para el nuevo consenso.
Llevamos tres semanas de movilizaciones. Han sido tres semanas de anormalidad, de conmoción, de incertidumbre, pena y angustia. También de esperanzas, de emoción, de comunidad. Como pocas veces en mi vida, he visto tanto consenso en el reconocimiento de las demandas de los sectores menos privilegiados del país. Pero no tenemos todavía lenguaje para el nuevo consenso. Estamos atrapados en las viejas palabras que ya no nos dicen nada. Escuché que se había aprobado el proyecto para limitar la reelección de los parlamentarios, a dos períodos los senadores (16 años) y a tres, los diputados (12 años). Pero también escuché (no estoy seguro) de que hay una indicación para que esta ley comience a aplicarse desde las próximas elecciones como si fuese el año 0. Es decir, si un diputado que ha sido reelecto ya tres veces y que, por lo tanto, ya tiene 12 años en el parlamento, ahora podría optar a otros 12. ¿Por qué? Si es verdad, el mensaje sería muy confuso: queremos cambiar, pero seguir con nuestro privilegio todo lo que se pueda. Por otro lado, hablamos de represión y no del vandalismo, como si referirse a uno de ellos obligara a no hablar de los otros.
Entonces, no sólo se necesita cambiar las palabras, sino que asumir de verdad las responsabilidades.
El senador Lagos Weber dijo en la radio algo que también debe relevarse. Es verdad que la “clase política” es responsable en buena medida de la situación que vivimos. Pero no “todos son igualmente responsables”, porque están los parlamentarios que pusieron los temas sociales y fueron castigados por el status quo o lo mismo, con el cambio constitucional. Entonces, no sólo se necesita cambiar las palabras, sino que asumir de verdad las responsabilidades. Y creo que quien debiera iniciar este proceso es el gobierno proponiendo, no sólo un paquete de medidas en una agenda social imprescindible, sino que también un camino cierto y acotado en el tiempo para iniciar un proceso constitucional que sea capaz de involucrar y comprometer con sus resultados a la gran mayoría de los ciudadanos. Me parece evidente que estas dos líneas son perfectamente complementarias y que la una no se sostiene sin la otra.
Ese sería, creo yo, un modo de afinar las perspectivas y allanar los lenguajes nuevos.
Ahora, en este tiempo donde todavía hay instituciones democráticas que funcionan, debemos ser capaces de conversar, restaurar un clima de encuentro productivo donde se pueda acordar (gobierno, parlamento, organizaciones sociales, comunitaria s y ciudadanas) un camino que la gran mayoría esté dispuesta a defender y transitar. Cuando en los años setenta y ochenta nuestros compañeros intentaban recuperar la democracia, el estado dictatorial los asesinó. Este libro seco y documentado, lo cuenta sin adornos. Debemos releer este y los muchos textos que nos recuerdan el horror, y tratar de que aquellos que no lo han podido hacer, se den el tiempo. Ese sería, creo yo, un modo de afinar las perspectivas y allanar los lenguajes nuevos.
1 comment
¡Qué comentario tan lúcido y necesario! Felicitaciones, Toño querido.